Con el Diario de lo diminuto quiero compartir contigo mi proceso personal con el cáncer de mama.
Capítulo XVIII
La cama-isla
Miércoles, 28 de abril de 2021
(Continuación)
El celador cachas empieza a manipular la cama para sacarla de la habitación, mientras tú te aferras a la sábana como si pudiera salvarte de la tesitura de ser paseada por todo el hospital en camisón y medias. No estás muy segura de que ese armatoste en el que vas subida pueda caber por la puerta, y ruegas para que ese celador, además de pasarse horas en el gimnasio, se haya sacado el carné de conducir camas.
La cama (contigo encima) empieza a recorrer los pasillos del hospital, y tú te acuerdas de la cantidad de películas en que se ve un hospital desde el aterrado punto de vista de alguien que va encima de una camilla camino del quirófano. El techo con fluorescentes que te deslumbran, las paredes con puertas a los lados que van pasando, las caras preocupadas de las personas con las que te cruzas, y tú allí, en una isla desierta en medio del océano de los que no tienen que operarse. Te viene a la mente la primera y última vez que te tomaste un tripi, con tu amiga Belén, en la discoteca Fridge de Londres. Te acuerdas de que estuvisteis mucho tiempo (que pudieron ser segundos, minutos u horas, pero que fue eterno) paradas en un sitio de paso de la discoteca camino de los servicios, muy agarraditas, convencidas de que erais una isla, y de que las personas que os bordeaban y pasaban de largo eran el agua del océano. No os queríais marchar de allí, porque era vuestra misión ser isla en medio del océano, y además erais felices allí, bien arraigadas a la tierra, mientras el resto del mundo se movía, os bordeaba, y seguía su camino.
«El tiempo inmóvil o la eternidad plástica». La vida es un poco así. Nos parece que nos movemos, nos parece que avanzamos, nos parece que envejecemos, pero es un poco como estar montada en una de esas cintas de correr. Te agotas… Clic para tuitear
Te acuerdas de eso porque, rodando sobre esa cama por los pasillos del hospital, llega un momento en que sientes que no eres tú la que te mueves, sino que es el techo, las paredes y las personas las que lo hacen, mientras que tú te has convertido en isla y has detenido tu marcha. Y, con tu marcha, se ha detenido el tiempo. «El tiempo inmóvil o la eternidad plástica», recuerdas el nombre de ese capítulo de La orgía perpetua, de Mario Vargas Llosa. La vida es un poco así. Nos parece que nos movemos, nos parece que avanzamos, nos parece que envejecemos, pero es un poco como estar montada en una de esas cintas de correr. Te agotas solo porque crees que tienes que llegar a algún sitio. Pero no hay ningún sitio al que llegar; el quirófano será solo otro más de los paisajes que lamerán las orillas de tu isla y pasarán de largo.
Un golpe en uno de los bordes de la cama te saca de tus ensoñaciones pseudofilosóficas y pone en marcha el reloj de repente (tic-tac, tic-tac). Vuelves la cabeza, un poco asustada, hacia tu Fitipaldi particular, que te pide disculpas encogiéndose de hombros, como diciendo que no es tan fácil hacer encajar la especie de autobús en el que vas subida por la puerta de un ascensor. Te resulta difícil detectar si el ascensor sube o baja, y te das cuenta de que esa sensibilidad te la otorga la verticalidad. Desde la horizontal no es tan fácil saber si estás bajando al infierno o subiendo al cielo. Y es que, realmente, en este momento tu destino es de lo más incierto.
Te han operado de miopía, de hernia umbilical y de un juanete, has parido a dos hijos, pero esto no tiene nada que ver. Te van a extirpar tu bultito canceroso... y no sabes qué más partes de tu cuerpo te arrebatarán, todo depende. Clic para tuitear
Atravesáis más pasillos, pero algo en tu corazón te dice que estáis alcanzando el final del recorrido, y este umbral hacia lo desconocido se te hace mentalmente infranqueable. Recuerdas que a tus hijos, de pequeños, tenías que contarles cien veces las cosas importantes que les iban a suceder. Será así y asá, estaremos aquí o allá, pasará esto o lo otro, les repetías. Hacían que les contaras todos los detalles (pero ¿habrá caramelos, mamá?, ¿me hará daño?, ¿cómo olerá el coche?) y gracias a tus prolijas descripciones ya se atrevían a ir al pediatra, o al dentista, o al colegio por primera vez, o de viaje. Pero a ti nadie te ha contado esto, a qué olerá el quirófano, cuánto tardarán en anestesiarte, quién lo hará, de qué color serán las paredes, si tienen caramelos, si te darán un premio por ser valiente… Te han operado de miopía, de hernia umbilical y de un juanete, has parido a dos hijos, pero esto no tiene nada que ver. Te van a extirpar tu bultito canceroso… y no sabes qué más partes de tu cuerpo te arrebatarán, todo depende. Lo malo (o lo bueno, vete a saber) es que no depende de ti. Estás a punto de tener un ataque de pánico, de gritar, de bajarte en marcha de ese onírico medio de transporte, de decirle a Fitipaldi que ponga una muñeca de trapo en tu lugar, que tú te vas a casa con tus gatos, que estarán preocupados por ti y además te has dejado un grifo abierto.
Pero ya es demasiado tarde hasta para tener un ataque de pánico. Fitipaldi te introduce con habilidad por unas puertas con una banda roja atravesada y te aparca en medio de una sala grande con otras camas-islas bastante alejadas unas de otras. Aun con la mascarilla aquello huele que apesta a purgatorio. Enseguida te ves rodeada por tres enfermeras tan amables que parecen azafatas de un congreso o empleadas de un spa. Pero tú estás con los nervios de punta y la alerta activada. Te dicen que estás en la sala de reanimación, te explican que allí te pondrán la anestesia y que luego, cuando termine la operación, volverás a esa sala, que será donde te despiertes. Asientes a todo como un perrillo asustado y desconfiado. Una de las enfermeras te avisa de que te van a poner una vía en la muñeca. Eso ya te lo conoces. Pero también sabes que tienes unas venas de la muñeca puñeteras. Te meten la primera vía, y te duele de narices. Algo no funciona.
—No encuentro la vena —dice la enfermera, un tanto apurada—. No te preocupes, esto pasa a veces. Tú respira.
Respiras todo lo que puedes por debajo de la mascarilla. Segundo intento. Te vuelve a doler de narices y lanzas un gemido. La enfermera se atribula de nuevo.
—Vaya, se ha roto —le dice a la otra enfermera.
Y tú no sabes qué se ha roto exactamente, si la vía, la vena, la muñeca o tu confianza en la habilidad de esa enfermera.
—Voy a por otra aguja —dice la enfermera de tus dolores. Y te deja algo colgando de la muñeca que te produce un dolor sordo.
Desde el otro extremo de la sala, le oyes decir: «¡No quedan! Tengo que ir abajo a por más». Y se marcha. Tú mantienes la vista fija en lo que tienes metido en la muñeca y que no sabes qué es exactamente, si un cateter, una vía, una aguja o qué, mientras empiezan a reunirse más enfermeras a tu alrededor, tratando de entretenerte.
Te sientes inmensamente agradecida y bien cuidada, se te llenan los ojos de lágrimas, y se produce un instante insoportablemente tierno entre las tres. Te dejas mecer por sus palabras como una niña que reza a los angelitos antes de… Clic para tuitear
—¿Y tú a qué te dedicas, Isabel? Cuéntame —te dice una, fingiendo estar altamente interesada en lo que vas a decirle.
—Doy cursos de escritura y meditación —dices sin mucho ánimo.
—Anda, qué interesante —dice otra de las enfermeras—. A mí me encanta escribir. Y aquí nos han dado algún curso de mindfulness, ¿verdad? —le pregunta a su compañera, que asiente entusiasmada.
—¿Ah, sí? —dices. Y se te iluminan los ojos por un momento, como cada vez que alguien muestra interés en lo que haces, pero el dolor de la muñeca te hace desistir de ponerte a vender tus cursos—. Te contaría más, pero es que tengo esta cosa colgando de la muñeca.
En ese momento llega la enfermera de antes con una nueva aguja, y se pone a manipularte de nuevo la muñeca, mientras las otras enfermeras le informan de las novedades:
—Da cursos de escritura y meditación, ¿sabes?
—Huy —dice la enfermera mientras sigue enzarzada con tu vena, sudando la gota gorda—. Pues qué suerte saber meditar en estas situaciones, ¿verdad?
—Sí, bueno —digo—. Y también saber escribir —añado.
—¿Vas a escribir sobre esto? —te pregunta, alzando los ojos un instante hacia ti.
—Puede —dices, misteriosa—. Así que pórtate bien con mi vena.
Os reís un poquito. Y de pronto todo es de lo más raro, tú hablando de eso con un montón de enfermeras alrededor mientras te meten una vía en la muñeca. Hasta se te había olvidado que te van a operar de cáncer y que en breve van a descubrir que tu pecho está inflamado por el Iscador.
Como si hubieras invocado a la Santa Inquisición, aparecen junto al borde de tu cama tu cirujana y tu cirujana plástica, y a ti se te sube el estómago a la garganta. Ahora es cuando van a explorarte y van a descubrir todo el pastel. Pero Mercedes y Ángela te acarician el brazo derecho y se deshacen en una retahíla de palabras amables y tranquilizadoras. Te dicen que todo va a ir muy bien, que ellas estarán ahí con sus cinco sentidos puestos en ti y que no tienes que preocuparte de nada. Te sientes inmensamente agradecida y bien cuidada, se te llenan los ojos de lágrimas, y se produce un instante insoportablemente tierno entre las tres. Te dejas mecer por sus palabras como una niña que reza a los angelitos antes de dormirse. Todo, de hecho, empieza a parecer un sueño. Ángela y Mercedes desaparecen de escena y aparece ante ti un hombre corpulento de ojos vivarachos que se presenta como tu anestesista y que empieza a recitar todo tu historial médico prácticamente desde que naciste, y además sin mirar la chuleta. Se lo sabe todo: lo del juanete, la hernia, los ojos… hasta lo de la hemocromatosis. Le reconoces el mérito, tu historial médico debe de ser una especie de puzle de piezas diseminadas por todos los hospitales de la capital difícil de completar.
—Caramba, te lo tienes bien estudiado —le dices, admirada.
—Claro, a ver qué te crees —dice, divertido—. Es importante que puedas confiar en tu anestesista.
Entonces se vuelve, mirando a las enfermeras y, con voz enérgica, empieza a proferir un montón de vocablos incomprensibles terminados en «-ina», «-ato» y «-ol» que te ponen la piel de gallina, porque entiendes que es el cóctel que te tienen que preparar. Cuando termina te dice:
—Vuelvo enseguida.
Y se marcha hacia la cama-isla más cercana a la tuya, donde yace una anciana tan asustada como tú. El anestesista empieza a proferir a las enfermeras de allí otra sarta de términos distintos a los que ha proferido a las tuyas, lo que te convierte en su admiradora número uno. ¿Cómo puede este hombre saberse de memoria los historiales médicos de un montón de personas a las que solo verá una vez y, además, acordarse de todos esos palabros complicadísimos, con un total discernimiento de a quién han de aplicarse cuáles de las sustancias que identifican?
Cuando regresa, estás completamente rendida a sus encantos. De hecho, te sientes como Mowgly con la serpiente cuando, mirándote a los ojos y con voz muy pausada, empieza a contarte cómo será el procedimiento, y tú te dejas mecer por sus palabras, como tus hijos cuando les contabas lo que iba a suceder en el pediatra. Lo último que escuchas de sus labios es que te colocarán de costado para ponerte una inyección epidural, y a ti se te hace extraño, porque creías que el cóctel te lo iban a meter por la vía que, por cierto, ni siquiera sabes si te han llegado a poner bien. Pero no te da tiempo a extrañarte mucho, porque cae el telón de tu mente sin que ni siquiera lo veas venir.
(Continuará)
8 comentarios en «Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XVIII»
Una experiencia dura, que has sabido reconducir con tu gran capacidad para escribir y expresar.
Gracias por compartir y hasta pronto.
Jolín, me has hecho sentir las agujas Isa…Al menos tuviste ese momento «insoportablemente tierno»
Gracias por compartir «lo concreto» y poderoso.
Un abrazo,
Alicia
Deseando leer la continuación me has dejado, Isa. Me ha gustado mucho como logras transmitir la situación en la que si nos atienden con cariño, nos sentimos acunadas, y pensamos que estamos en buenas manos, que podemos soltar el control, y cómo casi en ese mismo instante, perdemos la consciencia.
Y me ha recordado a una peli que me impactó mucho hace años, sobre todo la situación que describes cuando la protagonista va en la camilla y vamos siguiendo su mirada. Era si no recuerdo mal , «Gary Cooper que estás en los cielos». Tu mirada y la de ella se han fundido en mi mente, dos mujeres valientes de ojos inteligentes y amorosos.
Un placer volver a contactar contigo. Parece que la vida realmente es circular y cuando entras en un punto.., volverás a él. Muy agustito
¡Yo también deseando de leer la continuación! Muchas gracias por compartir tu viaje, es siempre un gusto leerte. Un abrazo
Increíble que, en un momento tan crudo y tenso, hayas conseguido hacerme reír y llenarme de ternura. Eso sí es un buen cocktail, mucho mejor que el de anestésicos ????
Excelente post. Me encantó leerlo y espero la continuación. Gracias por compartirlo y guiarnos en este maravilloso mundo de la meditación y la escritura. Un abrazo.
Me has dejado, con laps ganas de leer la continuacion,gracias por tu relato
Maite