Con el Diario de lo diminuto quiero compartir contigo mi proceso personal con el cáncer de mama.
Capítulo XI
Viernes de Dolores
Viernes, 26 de marzo de 2021
Te levantas agotada y triste. La sesión de ayer con la doctora B. te proporcionó un apoyo importante en este camino solitario del cáncer, pero, por otra parte, fue duro enfrentarte a la necesidad de un cambio de hábitos que habías barrido bajo la gruesa alfombra de la evasión. Durante casi toda tu vida te manejaste con un cuerpo y una mente hipotéticos, cuyos atributos dibujabas o borrabas a tu antojo con tu fantasía, como si perteneciesen a un personaje inventado al que le ponías unas ropitas u otras. Fue hace tres años cuando, después de veinte años de terapia, descubriste tu trastorno de trauma del desarrollo y tuviste el primer encontronazo con unas serias limitaciones físicas y psíquicas de las que permanecías disociada y que te impedían llevar una vida «normal», y menos todavía la vida a rebosar de sobreesfuerzo que llevabas en la realidad.
Te enseñaron que había que luchar mucho en la vida, y has seguido ese mandato con los ojos cerrados. Clic para tuitear
Desde entonces, tratas de irte descargando de tareas y obligaciones estresantes para respetar dichos límites, pero parece que mientras echas por la borda del barco cubos y cubos de agua para que no se hunda, esta sigue entrando a borbotones por otros agujeros ocultos en las bodegas. Desde entonces, esas limitaciones no han parado de crecer a tus ojos (aunque sabes que en parte se trata del efecto óptico que provoca la apertura de la consciencia). La sensación, en todo caso, es la de que esto no se acaba nunca, de que va empeorando con la edad y de que tus fuerzas no alcanzan para cargar con las predisposiciones que te han tocado en la vida.
Alzas un poco la cabeza, y ves que el cielo está encapotado, muy a juego con tu duelo. Otro día sin él. Quizá ahí radica sobre todo el cansancio, la falta de ganas de vivir, la sensación de haber luchado tantos años en balde. Quizá la base —la «lucha»— es ya equivocada de entrada. Te enseñaron que había que luchar mucho en la vida, y has seguido ese mandato con los ojos cerrados. Había que luchar por los estudios, había que luchar por el trabajo, había que luchar por las personas. Nada era gratis, todo había que ganárselo a pulso y provenía de un esfuerzo desmesurado. Así que tu vida ha sido un campo de batalla. Y, llegados a este punto, solo se te ocurre que soltar las armas es lo único que puedes hacer. Rendirte. Así, por las buenas. Tienes un cáncer, la persona a la que has amado incondicionalmente durante siete años no quiere estar contigo y vives estresada. No hay realmente nada por lo que luchar, sino más bien por lo que rendirte a la evidencia.
Te arrastras hasta el cojín delante del altar y meditas sumergida en esa rendición llena de compulsiones armamentísticas a las que también te vas rindiendo sucesivamente con los brazos alzados, como ante un ladrón callejero que te apunta con la pistola. Y ese, el de la rendición, parece ser el único espacio en el que puedes descansar mínimamente en el día de hoy.
Dedicas la mañana a leerte los textos del grupo al que tienes que dar clase por la tarde, más temprano de lo normal, porque a las siete y media tienes que irte a hacer la resonancia al Hospital de la Paz. Y así, de rendición en rendición, se te va pasando la jornada, esta jornada gris en que la tristeza parece que se quiere tragar tu vida como un agujero negro. También a la tristeza te rindes.
Aunque algunas personas se han ofrecido a acompañarte al hospital, has declinado todos los ofrecimientos, quizá porque a veces el sentimiento de soledad es demasiado grande como para poder compartirlo con otros. Pasar un duelo con cáncer —o un cáncer con duelo— es algo delicado y, aunque eres novata en esta mezcla, sabes que lo mejor es no forzarte ni a la compañía ni a la soledad. Pasar por un duelo es despedirte, es realizar un tránsito en el que —a pesar del enorme agujero de la ausencia— no estás del todo sola, en el que aún te acompañan —o te asaltan— las imágenes del ser amado, las escenas de lo que habéis compartido, los instantes de extremo placer y de extremo dolor, en que a todo lo vivido le vas poniendo filtros como en el Photoshop (el salmón de la nostalgia, el gris del resentimiento, el azul eléctrico de la incredulidad).
Mientras vas hacia el hospital, te preguntas qué estará haciendo él, si su ciudad estará hoy igual de gris que Madrid, qué filtros le estará poniendo a vuestra peculiar historia de amor, si te contestará a tu mensaje de despedida, con cuántos cubitos de hielo y cuántas cucharillas de culpabilidad habrá mezclado el rechazo hacia ti para poderlo tragar, si sentirá algún interés por tu diagnóstico, del que ni siquiera te dio tiempo a informarle… Te das cuenta de que lo más difícil, lo más hiriente con diferencia, es admitir que ya no te quiere, que sus sentimientos hacia ti han cambiado, que —sencillamente— no le interesas. Algo, por otra parte, inevitable. Le puedes reprochar unas cuantas cosas, pero no eso. En realidad, parece que lo que más te duele (incluso más que la ausencia) es el orgullo herido. Y de pronto, en medio del pasillo que conecta la línea 1 con la línea 10 de metro, te vienen a la cabeza —como una avalancha de nieve— las relaciones en las que te ocurrió al revés, en que fuiste incondicionalmente amada y, sin embargo, tus sentimientos cambiaron de la noche a la mañana. Recuerdas la coraza de hielo que te pusiste para dejar a esas personas, la frialdad previamente calculada de tus palabras, las altas cimas de la racionalidad desde las que te defendiste de los ataques, su cara de extrema desesperación, el intenso dolor con el que no quisiste empatizar… Comprendes que la vida te ha venido a devolver, implacablemente, el daño que tú hiciste a otros abanderándote en una ignorancia a prueba de bombas. Quizá por eso, en vez de una simple bomba, la vida te ha tenido que traer un obús.
Entender que puedes dejar de interesar a las personas igual que las personas te dejan de interesar a ti debe de ser, pues, a lo que llaman «cura de humildad». Clic para tuitear
Entiendes de golpe la infalibilidad de la ley del karma de la que hablan los maestros. Para ti, lo del karma siempre había sido un arbitrario, impredecible y macabro juego de premios y castigos. Pero lo que te acaba de ocurrir no tiene nada que ver con un castigo, sino con una evidencia. Tarde o temprano tenías que recibir el ramo de flores envenenado de las semillas de dolor que sembraste para entender, de una vez por todas, que tratar así a las personas solo produce más sufrimiento. Ahora queda asegurado y sellado que tu alma no olvidará esta lección por más vidas que atraviese.
Con esta toma de conciencia, sientes otra clase de rendición, una muestra de lo que debe de ser la humildad y el arrepentimiento. Siempre has admirado a las personas humildes, porque tu inseguridad y baja autoestima te han hecho agarrarte al orgullo como a un clavo ardiendo. Entender que no eres tan especial como crees, que puedes dejar de interesar a las personas igual que las personas te dejan de interesar a ti debe de ser, pues, a lo que llaman «cura de humildad».
Cuando te bajas del metro en Begoña ya se ha hecho de noche. Inhalas una bocanada de alivio triste antes de introducirte en la monstruosa Ciudad Sanitaria de la Paz. Acostumbrada al familiar Hospital de la Cruz Roja, te parece que meterte en las fauces de esta especie de ballena de los 70 no te puede traer nada bueno. No se ve a nadie por las calles de esta ciudad fantasma. Te acuerdas de que es el viernes antes de Semana Santa y, si tus casi nulas nociones de religión católica no te fallan, a este día se le llama Viernes de Dolores, lo cual, en este preciso instante, te parece una amarga ironía.
El recibidor del edificio central está completamente desierto, a excepción de la persona del puesto de información, a quien preguntas por la zona de Rayos. Te pregunta si eres la de la resonancia, y cuando asientes, te dice que te están esperando, que sigas la línea verde de la pared, que no tiene pérdida. Te fijas en que en la pared, en efecto, hay múltiples rayas de colores pintadas horizontalmente: verde, azul, amarillo, rosa, verde…, en una especie de arcoíris al que los esperanzados pacientes pueden agarrarse para seguir el camino de sus respectivas enfermedades, en contraste con el resto de tintes apagados del edificio con menos gracia de Madrid. Empiezas a seguir la raya verde, que se pierde al final de cada pasillo con que te encuentras al doblar una esquina. Tienes que admitir que esto de las rayas en la pared es una buena idea, porque este edificio tiene más vueltas que el laberinto del minotauro, y tú te sientes como una Ariadna sin Teseo, visualmente prendida —eso sí— a tu hilo verde. El verde es, por cierto, el color de la energía búdica que predomina en ti. La del buda Amoghasiddhi, la del viento, la de la acción lograda y, en su vertiente confusa, la de la envidia y los celos, la de la competitividad, la del trabajo compulsivo.
Por fin llegas a la zona de Rayos, y en una sala de espera vacía te espera desparramado en los asientos un enfermero que mira el móvil con cara de aburrimiento. ¿Serás la última paciente del hospital? ¿Se irán a dormir todos, se olvidarán de ti y te dejarán metida, para siempre, en el tubo de resonancia? El enfermero te acompaña a una sala a medio iluminar en la que se oye un hilo musical de jazz que le pone una extraña banda sonora a la situación. Te indica un pequeño vestuario donde quitarte la ropa y ponerte una de esas ridículas batas abiertas por detrás que nunca sabes cómo diablos atarte para que no se te quede el culo al aire.
Cuando sales, una enfermera te recibe, y te dice que te va a preparar para la resonancia. Te pregunta si has seguido las indicaciones. Pones cara de póker, porque no te acuerdas de qué indicaciones, y te dice que te van a introducir un líquido de contraste en el cuerpo, y que tenías que estar en ayunas durante un mínimo de cinco horas para que las imágenes se vean claras. En ese momento te acuerdas de que cuando te llamaron por teléfono para darte la cita tu relación amorosa se acababa de ir a la mierda, y que apuntaste lo que te dijeron en el borde de un papel con una letra que luego ni te molestaste en descifrar. Afortunadamente, hace aproximadamente cinco horas que comiste, así que le dices que sí, que claro que has seguido las indicaciones. Lo que no le dices es que hará como tres horas y media te tomaste un café con un minicruasán. Con lo que han tardado en darte hora para la resonancia, quieres sacártela de encima cuanto antes, así que te convences de que un minicruasán y un café con leche lo máximo que pueden hacer es teñir un poco de sepia las imágenes.
La enfermera procede a introducirte en la muñeca la vía por la que te meterán el líquido de contraste. Odias que te pongan vías en los brazos, porque siempre les resulta difícil encontrarte una vena que no se rebele contra esa invasión. Cuando te pinchan, además, te sientes automáticamente desamparada. Esta vez te encuentra la vena a la segunda.
Cuando entras en la sala de la máquina de resonancia, caes en la cuenta de que no sabes exactamente en qué consiste una resonancia, ni cuánto dura, ni nada de nada, así que te pones nerviosa de repente. Solo te suena que te tienen que meter en una especie de tubo. Lo que no te esperabas es que te tuvieras que poner bocabajo, con los pechos metidos en unos agujeros hechos al efecto en la camilla, lo que se te asemeja a una extraña máquina de tortura propia del Marqués de Sade. Te dicen que no te preocupes, que durará solo veinte minutos. Te dan unos cascos, «para el ruido», te dicen. Les preguntas si te puedes quitar la mascarilla, porque te entran sudores de verte veinte minutos bocabajo con la mascarilla puesta metida en ese chisme. El enfermero te dice que sí, que te la puedes bajar, ya que eres la última paciente y luego lo desinfectarán todo. Les dices que, por lo que más quieran, no se olviden de ti. El enfermero se ríe y te tranquiliza. Te dice que estarán allí todo el tiempo y que, si te ocurre algo, puedes pulsar un botoncito que ponen en una de tus manos antes de empujar la camilla en esa especie de nave espacial un poco anticuada, gastada por tantos viajes a las profundidades de tantos miles y miles de pacientes.
Ya estás aquí, dentro de esta peli de serie B que te ha tocado protagonizar. Lo último que te dicen es que estés muy quieta todo el tiempo, lo que te provoca una repentina necesidad de moverte en todas direcciones. Sigues oyendo música, ahora como de discoteca, lo que te parece de lo más inapropiado para esta situación de inmovilidad, la verdad. Te han dicho que lo único que sentirás es el ruido y cierto movimiento, así que tratas de tranquilizarte, no será para tanto. Con lo que no contabas era con tu delicado sistema nervioso y auditivo, que hace que tu cuerpo pegue un salto con cada ruido inesperado, igual que te pasa en las películas de miedo cuando se ven unos ojos al fondo del armario o un gato entra de repente por la ventana del dormitorio de la protagonista. Y eso es exactamente lo que hace tu cuerpo cuando comienza aquel ruido como de aserradero y esos movimientos como de cohete antes de despegar de la Tierra. Piensas que, si pegas esos saltos, las imágenes van a salir un tanto movidas, pero ¿qué culpa tienes tú?
A partir de ahí, tu experiencia a lo largo de los siguientes veinte minutos es de una absoluta pérdida de control, tanto físico como mental. El ruido es ensordecedor a pesar de los cascos, y tu corazón se pone a cien sin que puedas hacer nada para evitarlo. No habías contado tampoco con tu extrema sensibilidad a los ruidos. Si un bebé llorando a lo lejos te puede impedir concentrarte en el trabajo hasta que se calla, este estrépito te introduce en una especie de estado de excepción en el que empiezas a entrar en el área del pánico.
Lo peor no es el volumen de los ruidos, sino su impredecibilidad. Cuando los movimientos y el sonido se detienen por unos instantes, tú te pones más en tensión si cabe, porque no sabes cuáles ni en qué momento serán los próximos. «Esta vez no voy a pegar un bote», te dices. Pero zas, otra vez un nuevo estruendo te vuelve a pillar de improviso y todo tu cuerpo se estremece. Pasas por aserraderos, ráfagas de ametralladora, perforadoras, aeródromos, tanques que te pasan por encima… Y por si eso fuera poco, la maldita música de discoteca no deja de escucharse al fondo, como si quisieran distraerte de la aproximación de un torpedo con el zumbido de un mosquito.
Tratas de respirar, de visualizar budas y mantras, luces de todos los colores, tratas de aplicar todas las técnicas que has aprendido a lo largo de los últimos treinta años, pero nada de eso le sirve a tu cuerpo de animal asustado. Te sientes como si estuvieras corriendo por las calles de una ciudad que está siendo bombardeada, esperando un impacto mortífero en cualquier momento. Te acuerdas de un sueño que tuviste hace unos seis años, en que estabas con él en un país en guerra; huíais de los ataques y os escondíais donde podíais, en casas, en cuevas, en trincheras… Y, sin embargo, tú te sentías segura, porque estabais juntos y os queríais; te daba igual lo que pasara fuera de eso, te daban igual las bombas o las agresiones externas y eras feliz.
Pero dentro de este tubo infame las cosas son muy diferentes. Él huyó al oír el primer aviso de bomba y aquí estás tú con tu soledad, tu cáncer, tu estrés y tu dificultad para rendirte. Porque te habrás rendido a la evidencia, pero no a la situación. Sientes que aún te quedan algunas batallas que librar antes de que puedas rendirte definitivamente a la consciencia y no a la evasión. No, de ninguna manera vas a dejar de luchar. Pero no vas a hacerlo por otros ni por un trabajo ni por reconocimiento, sino por tu vida, tu integridad y tu capacidad de amar.
De pronto se hace el silencio, notas cómo la camilla se desplaza hacia atrás y oyes en sordina la voz del enfermero, que te dice que ya ha acabado todo. Antes de incorporarte te contestas a ti misma sin mover los labios: «No es cierto. Esto no ha hecho más que empezar».
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Con el Diario de lo diminuto tengo la intención de compartir contigo mi proceso con el cáncer de mama a lo largo de estos meses. Este compartir tiene dos direcciones:
- Mostrarte de un modo muy personal cómo es este camino en una situación nueva y compleja como es la pandemia.
- Contarte cuáles son los tratamientos y vías de sanación que he descubierto, cuál es mi elección final y cómo será su desarrollo a lo largo de estos meses.
¿Y cómo puedes apoyarme en este proceso? También tienes dos vías (que no se excluyen mutuamente ;-)):
- La primera es apuntarte, disfrutar y difundir mi nuevo programa online «Escribe y medita por tu cuenta», que puedes realizar cuando quieras y a tu ritmo y me ayudará a mantener algunos ingresos en los meses en los que debo estar enfocada en el tratamiento y mi sanación (como sabes, los autónomos no lo tenemos fácil en este sentido).
- La segunda es leyendo, dejándome tus comentarios y compartiendo estos artículos con todos aquellos conocidos, amigos o familiares a quienes pueda ayudarles mi diario.
8 comentarios en «Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XI»
Joer. Qué dificil resulta a veces moverse por la vida con esa especie de sensibilidad extrema que la lleva a una a estar alerta a todo lo q se mueve alrededor; cuando una ve amenazas incluso dónde no las hay porque tiene grabada hasta los tuétanos los pitidos de esa alarma que estuvo activada demasiado tiempo. A veces, o siempre, envidio a la gente q puede enfrentarse a la vida sin semejante «lastre»…. Pero también pienso q esta «particularidad» forma parte de mi y que está aquí, conmigo, para ayudarme a crecer, a Ser. No sé. Las cartas que una tiene son las q son y estoy convencida de q tienen su sentido…o al menos eso intuyo a veces cuando, meditando, consigo aceptar o medio aceptar lo q hay, y ya…
En fin Isa…te entiendo perfectamente. Tus escritos siempre me llegan dentro y me aportan perspectivas nuevas.
Ganas tengo de conocerte y poder darte uno de esos abrazos que tan mal se me dan. Te envío uno….cuánto más sabia vas a salir de esta!
Hola, Inés,
Gracias por tus palabras. Sí, yo estoy contigo, todo esto tiene que tener un sentido. Y aunque no lo tenga, hay que encontrárselo, porque si no… 😉
Un abrazo muy fuerte,
Isa
Yo soy del club de los pitidos también. Estos últimos tiempos han subido en decibelios. Como dice la compañera yo los creo fruto de la alerta que se activó en un momento dado de nuestra vida, y que ya se quedó con nosotras. El cuerpo del animalito asustado que somos se queda con las orejas estiradas para siempre.
Amar «incondicionalmente» es el bulo mas grande que nos cuelan a las mujeres. Entre las religiones y el patriarcado nos creemos que si lo hacemos así, nos corresponderán sin remedio. Qué falsedad tan grande. Este amor incondicional sólo debería significar amarnos a nosotras mismas incondicionalmente, y de ahí en adelante, hasta que lleguemos a la santidad. Pero somos seres humanos, y en realidad ese amor «incondicional» nos los cuelan en relación a la «pareja», al amor de pareja, que es lo contrario al amor espiritual. La pareja es alguien con quien compartir el camino, que no solo nos quiera, sino que nos cuide y atienda como nosotras lo hacemos. Lo otro no es mas que un cuento.
Mucha suerte y un abrazo
Hola, Loreto,
Creo que no debería haber usado el término «incondicional». En realidad, yo no tengo la experiencia del amor incondicional. Pero me refería a un tipo de entrega y apertura que yo, al menos, no me había permitido experimentar, cuando dejas caer las corazas de la desconfianza y te permites querer a la persona a la que quieres, sin más, y de la mejor manera en la que sabes hacerlo, aun a riesgo de sufrir daños. Esto a lo que me refiero no creo que sea un mito o un cuento, y personalmente me alegro mucho de haberme dejado experimentarlo. En todo caso, cada una tiene su historia y habla desde su perspectiva, por supuesto :-).
Un abrazo fuerte,
Isa
Isa,
Me parece genial esta manera tan divertida de contar las cosas mas aterradoras.
Me encanta el sueño, como tú dices cuando estas enamorada no te importan las bombas, no te importa nada, solo tu amor.
El duelo y el cáncer o el cáncer y el duelo. Hay que rendirse , no hay otra.
Cuando te rindes los muros de los conceptos se caen y descubrimos que no estamos solas, que todo está interconectado. Pero ¿Cómo rendirse? supongo que lo aprendemos a base de trompicones, porque nuestro pequeño yo amargado y resentido se resiste como si le fuera la vida. No quiere desaparecer y disolverse en el fluido cósmico.
Un beso muy fuerte
Marta
Hola, Marta,
Gracias por tu empatía :-). Sí, hay vamos, poco a poco, no hay otra. Menos mal que los destellos de claridad nos van señalando el camino.
Un abrazo enorme,
Isa
Se me ocurre contarte que noto que mi nivel de pelea ha disminuido considerablemente. Espero que no sea temporal, pues por algún motivo más allá de la pandemia, estoy mucho tiempo en casa y tengo un ritmo de hacer las cosas más lento, descansado y adecuado a mi propio ritmo. Tal vez bajar el ritmo y disminuir el nivel de pelea estén relacionados. El caso es que sienta genial. Asumo mi dispersión, que es tremenda, y desde ahí estoy haciendo más cosas, aunque esté picoteando de aquí para allá, como los pajaritos. A ratos empiezo a reñirme y entonces recuerdo lo que repetíamos tantas veces en Romper el hielo, y recuerdo que esto se trata de tratarme bien. No siempre funciona, pero funciona cada vez más veces y más tiempo. Bueno, no sé por qué te cuento esto, pero me ha surgido al leerte, así que aquí te lo cuento. Un fuerte abrazo.
Mer
Pues suena muy bien, Mer, genial por ti. Yo estoy en lo mismo, picoteando aquí y allá cerquita de ti.
Un abrazo fuerte,
Isa