Con el Diario de lo diminuto quiero compartir contigo mi proceso personal con el cáncer de mama.
Capítulo XIV
El camarote de los hermanos Marx
Sábado, 10 de abril de 2021
Hoy te sientas a escribir el segundo capítulo del diario de lo diminuto. Quieres darle dinamismo a la historia para llegar al presente y poder escribir al día, es decir, un diario al uso, como dios manda, y no un diario de arqueologías del pasado, porque eso es como leerse el periódico de hace dos semanas, no tiene ninguna gracia.
Sin embargo, parece que la historia no se aviene a tus nociones de lo que ha de ser un diario y lleva su propio ritmo. Cuando te quieres dar cuenta llevas más de seis páginas escritas y solo abarcan un día: el miércoles 17 de febrero de 2021. Ya, claro, pero es que ese precisamente fue un día muy-muy largo.
Pasar de nuevo por esas experiencias de hace dos meses, de cuando aún estabas con él, de cuando te hiciste la primera mamografía, de cuando aún existía la posibilidad de una salida airosa al origen del bultito y a tus miedos de ser abandonada, hace vibrar tu cuerpo de dolor y belleza, como la cuerda de un violín al ser rozada por el arco en su tonalidad más aguda y penetrante.
¿Cómo podías vivir sin mirar al cielo, sin tocar los árboles... sin dejar que el cuerpo, el corazón y la mente hicieran el muerto en el océano de la quietud y la tristeza? Clic para tuitear
Además, hace una semana que empezaste a inyectarte las ampollitas de Iscador que te recetó la doctora B., recibidas —previo pago de 465,93 euros del ala— de una farmacia alemana de Baden Baden (ese nombre, junto con el del dueño, Anton Hummel, no sabes por qué, te recuerdan a la 2ª Guerra Mundial). Resulta que las ampollas, cuya dosis va aumentando en concentración de muérdago de la primera a la séptima de cada caja, te hacen mucho efecto a partir de la tercera y te provocan febrícula, además de una hinchazón considerable en el pliegue submamario, donde te las inyectas. Eso, mezclado con la efervescencia de la escritura y de tu situación excepcional, te provocan un estado entre alucinado y espirituoso, como si te hubieras tomado un tripi.
Cuando terminas de escribir el post, lo titulas «Un día muy largo» (y es que no se te ocurre otro título que refleje mejor lo que fue), y te marchas a dar tu paseo diario, que ya se ha convertido en algo indispensable para ti. ¿Cómo podías vivir sin mirar al cielo, sin tocar los árboles, sin sentarte en un banco a contemplar a las mamás paseando a sus bebés, sin dejar que el cuerpo, el corazón y la mente hicieran el muerto en el océano de la quietud y la tristeza?
Jueves, 15 de abril de 2021
Llevas varios días sumergida en el trabajo y en tus ocupaciones cotidianas. El duelo continúa como un telón de fondo plomizo que le da a todo un aire de sinsentido, pero, de alguna forma, ya te has acostumbrado a flotar en el espacio, sin aquellos andamios irreales que te creaban la ilusión de estar sostenida, pero sobre unas vigas que resultaron estar podridas. Y también te has acostumbrado a la fiebre que te provoca el Iscador, aunque te preocupan las hinchazones que te salen cuando te inyectas las últimas ampollas de cada caja, y que tardan días en bajar. Si tu cirujana ve uno de esos habones no se va a quedar callada, y si ella no se queda callada, tú tampoco lo harás, y ahí se puede liar parda, en ese cruce de caminos entre los dos caminos que has decidido transitar: el tradicional y el complementario.
Quién te iba a decir a ti que saldrías del confinamiento por el pasillo del amor y del cáncer. Clic para tuitear
Entre una cosa y otra te pilla de sorpresa la llamada de Charo, la secretaria de Cirugía del Hospital de la Cruz Roja, para decirte que la operación será el miércoles 28 de abril, que tienes que presentarte allí ese día a las 8 de la mañana. Se te acelera el corazón y no eres capaz de registrar en tu cabeza nada de lo que te dice, salvo el día y la hora, que se te quedan grabados en la superficie circunvolada del cerebro como si te estampasen un sello al rojo vivo.
Cuando cuelgas, todo se empieza a apelotonar, en tu móvil, en tu agenda y en tu mente. Te empiezan a llover esemeeses y llamadas. Recibes una cita para el domingo 25 de abril, para una PCR. Casi al mismo tiempo, recibes otra cita para el martes 27 de abril, de la sección de Medicina Nuclear del hospital, para que te inyecten los isótopos radiactivos. Al cabo de dos minutos, te llama tu cirujana para decirte que ya están los resultados de la resonancia, y que todo está bien (suspiras), y te da cita para el martes 20 de abril, para verte antes de la operación. De pronto no puedes ni respirar, y es como cuando eras pequeña y te ibas a marchar de viaje, y toda tu cotidianeidad se trastocaba con algo muy excitante y desconocido, que aún no sabías si iba a ser bueno o malo. Y es que menudo viaje hacia no sabes dónde te está tocando hacer. Quién te iba a decir a ti que saldrías del confinamiento por la puerta de embarque del amor y del cáncer.
Martes, 20 de abril de 2021
Antes de ir a la cita con tu cirujana, envías la newsletter a tu lista de contactos con el tercer capítulo de tu historia, para el que solo había un título posible: «La biopsia», correspondiente al 18 de febrero. Te ha costado escribirlo, pero ha sido toda una liberación y la forma de terminar de integrar en los archivos del pasado ese suceso disruptivo para tu cuerpo y para tu alma. Gracias a la enfermera Beatriz y —ahora— a la escritura, «La biopsia» se ha escapado por los pelos del almacén de las memorias traumáticas, que ya está bastante lleno de cachivaches eternamente presentes y angustiosos.
Cuando llegas al hospital, no tienes que aguardar mucho en la sala de espera. Tu cirujana te recibe enseguida, pero hoy su consulta parece el camarote de los hermanos Marx. No para de entrar y salir gente por las dos puertas que hay, en una de las cuales nunca habías reparado. Resulta que, además de la puerta de entrada, hay otra que da a una consulta aledaña. A Mercedes se la ve bastante estresada, tratando de atender a las peticiones de unos y otros, y entre medias logra —manteniendo parado a uno de los solicitantes con la palma de la mano alzada con el signo de «alto»— llamar por teléfono a Ángela para que suba y poder establecer entre las dos sus estrategias militares sobre el mapa de tu pecho derecho.
Ángela llega rauda con su bata blanca, su figura estilizada y sus movimientos delicados. Te piden que te descubras de cintura para arriba, y tú miras de reojo la puerta entreabierta que da a la consulta de al lado y por la que sospechas que pueden aparecer en cualquier momento una pandilla de extras despistados que no han sido invitados a esta película. Mercedes capta con su ojo de lince tu mirada preocupada y se apresura a cerrar la puerta. Tú te desvistes detrás de uno de esos medios biombos que no sirven para nada y (por segunda vez) expones tu pecho derecho y ruborizado a las miradas taladrantes de los cuatro ojos de Ángela y Mercedes, que se ponen a trazar líneas en el aire sobre el mapa del territorio y a hablar en ese lenguaje ininteligible de los altos mandos antes de una batalla. Permaneces más o menos tranquila hasta que ves cómo Ángela desenfunda del bolsillo de la bata un boli bic, le quita el capuchón azul y lo acerca a tu pecho. Das un paso atrás, alarmada, pero ella te tranquiliza:
—No pasa nada, solo voy a dibujar por dónde han de ir los cortes. No te preocupes.
Te consuela que podrás escribir en tu diario este momento, te ayuda a verle el lado humorístico a esta situación absurda, te proporciona la perspectiva de una dulce venganza hacia la élite médica. Clic para tuitear
Suspiras, resignada, y convences a tu cuerpo de que se quede quieto y aguante el tirón, susurrándole que al día siguiente irás a que tu amigo Luis le haga un relajante shiatsu. Permites que Ángela se ponga a pintarrajear tu pecho, pero resulta que el boli no se lleva muy bien con la textura temblorosa de tu piel, y Ángela empieza a ejercer sobre tu pecho —muy cerca del pezón— los trazos incisivos que cualquier persona haría sobre un papel cuando un boli bic no pinta. Sueltas un grito de dolor y tu cuerpo vuelve a dar un paso atrás, este más grande que el anterior, topándose con la camilla. De repente pasas de ver a esa mujer como una mariposa delicada y sinuosa a verla como una sádica mantis religiosa. Ángela se da cuenta enseguida del desatino y te pide perdón, perdón, perdón. Entonces se produce una situación un poco confusa. Ángela le pide un rotulador a Mercedes, pero Mercedes no tiene rotuladores, y tiene que ir a pedirlo a la consulta de al lado, mientras tú te quedas unos momentos a solas detrás del medio biombo que no tapa nada con la mantis religiosa. Tienes un ojo puesto en la puerta corredera entreabierta, por cuyo hueco entrevés a un pelotón de extras, y otro ojo puesto en la mantis, no sea que saque sus serruchos y empiece a despedazarte, mientras te pide perdón, perdón, perdón, eso sí. Afortunadamente, ella permanece pétrea, observando tu pecho pintarrajeado con mirada calculadora. Se te pasa por la cabeza que menos mal que —en algún momento— podrás describir esta escena en tu diario, porque esa posibilidad es justo la que te ayuda ahora a verle el lado humorístico a esta situación absurda. Y también te proporciona la perspectiva de una dulce venganza hacia la élite médica, que en este momento, desde un presente tan lleno de estrés y vulnerabilidad, eres incapaz de tomarte.
Mercedes cierra la puerta del abarrotado camarote de al lado y se acerca victoriosa con un rotulador negro en alto, que Ángela coge en seguida para seguir señalando cruces en el mapa del tesoro. El tesoro es el bultito, que rueda de un lado a otro bajo los trazos firmes del rotulador, tratando de escapar infructuosamente de ese estado de sitio del que —no hay más que verlo— cada vez tiene menos posibilidades de fuga.
Cuando Ángela aparta el rotulador de tu pecho, aquello parece un cuadro de Miró en azules y negros. Dos líneas curvas en forma de ojo acorralan al bultito, que hace las veces de pupila inquieta, mientras cruces, líneas discontinuas y asteriscos señalan las divisiones y lugares estratégicos donde se harán los cortes e injertos de piel (no acabas de entender de dónde sacarán la piel que han de injertarte en esa zona, pero —la verdad— prefieres no preguntarlo). Observas aquel cuadro, perpleja, y luego miras a Mercedes y a Ángela, preguntándote si de verdad no son capaces de ver lo extraño que es todo esto. Pero ellas parecen estar muy seriamente metidas en esta realidad de cuerpos como lienzos que el arte moderno de la medicina puede no solo pintar, sino trocear y despiezar, todo por alcanzar la victoria sobre ese enemigo pequeñito pero matón, sobre ese bultito que, ahora no te queda ninguna duda, tiene todas las de perder frente a estas dos virtuosas del bolígrafo, del rotulador y —esperas— del bisturí.
Mercedes dice que ya está todo listo y que te puedes vestir. Te estás poniendo aún la camiseta cuando se abre el telón de la famosa puerta corredera y aparece el hombre que te atendió el primer día que acudiste al hospital, el héroe del segundo capítulo de tu historia. Le pregunta algo a Mercedes mientras te apresuras —con los pocos restos de pudor que te quedan— a bajarte la camiseta, aunque qué más da, si él también ha explorado tu bultito en esa misma consulta, y bastante más gente de este hospital acabará viendo tu torso desnudo. Os miráis a los ojos un segundo y estás en un tris de saludarlo como a un viejo amigo, pero ves en sus pupilas azules —que se vuelven enseguida otra vez hacia Mercedes— que no te ha reconocido, y posiblemente ni te ha visto. Para él ahora mismo eres solo un cuerpo más del cotidiano de cuerpos que entran y salen como autómatas de unas y otras consultas cada vez que salta un número en el marcador de la sala de espera.
Pero, de alguna forma, algo hace que se detenga por un segundo el fluir de esa ciega mecánica rutinaria. De pronto se nota algo muy raro en el ambiente de esta repentina aglomeración de cuatro personas en una consulta tan pequeña. Algo que casi se puede masticar. Se produce uno de esos momentos en que la experiencia del presente (¿quizá es esto a lo que se llame «presencia»?) se revela violentamente en todo su esplendor. Todo se hace muy vibrante dentro del no tiempo de un silencio estrepitoso. Los cuatro parecéis estar fuera de lugar, y a la vez más «allí» que nunca. Tú metiéndote la camiseta en el pantalón, junto a aquellos tres personajes (héroes a la fuerza) de tu historia particular. Mercedes con el pelo revuelto, sudorosa y con el estrés a flor de piel de un día con demasiada gente entrando y saliendo. Ángela con el rotulador negro todavía en la mano, alargándoselo a Mercedes. Y el jefe de la planta de cirugía, un poco encorvado, como ocupando un espacio que no le pertenece, como si no pudiera evitar percibir, con su cerebro límbico de mamífero, el alto voltaje de energía emocional que sacude cada átomo de esos treinta metros cúbicos de consulta.
Es solo un instante, antes de que cada uno volváis a la rutina de hacer como si nada, como si toda esta pantomima de fingirse ciudadanos con oficios respetables de a minuto por paciente fuese lo normal, e incluso lo natural. Tu héroe resuelve su duda y se va por patas. Ángela le devuelve el rotulador a Mercedes y se despide con prisas, diciéndote que te verá en la operación. Mercedes vuelve a detrás de su mesa y se deja caer en la silla, exhausta. Tú te pones la camisa sobre la camiseta y, después de asegurarte de que no hay ningún tema pendiente antes de la operación, te apresuras a salir de esa torre de alta tensión, con la congoja de haber asistido a algo demasiado íntimo —o demasiado real— que no te correspondía presenciar.
En ocasiones te gustaría arrancarte de cuajo los ojos de escritora que te han tocado en el sorteo de esta vida.
3 comentarios en «Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XIV»
Me he puesto a pensar en lo que es la intimidad. Es una idea que se trasforma radicalmente cuando se enferma. También me pasa en la escritura. Escribiendo, la intimidad es para mí una herramienta. Así que no tengo muy claro qué es lo íntimo para cada uno. Y a la vez estamos todos manejando la intimidad de los demás, a veces sin ningún cuidado, a veces sin saber la materia tan valiosa que tenemos entre manos.
Un abrazo.
Isa, como puede ser que hasta la terrible «convivencia » con algo diminuto que no puedes ignorar, parezca, leyendo tu relato algo bonito. Gracias por compartirnos algo tan intimo.
No te arranques nunca los ojos de escritora, Isa. (Quizá no lo harías aunque pudieras…) Esa mirada tuya, conjugada con tus palabras, nos regala este espacio único (personal y colectivo) de intimidad y de sanación y de asombro. Sentí contigo cómo se detenía el tiempo por completo, mientras se detenía también mi respiración, y luego cómo se soltaba y había que salir corriendo. Un abrazo grande de ultramar…