Con el Diario de lo diminuto quiero compartir contigo mi proceso personal con el cáncer de mama.
Capítulo XV
La rosa del desierto
Miércoles, 21 de abril de 2021
Hoy has quedado a comer con tu amiga Elisa. El hecho de tener cáncer está poniendo tu vida patas arriba, pero quizá donde más notas los cambios es en tu forma de relacionarte con los demás. Antes dabas las amistades por supuestas y las encajabas en tu calendario como una parte más de tu actividad diaria, algo agradable y también utilitario, como de volcado emocional. Ahora, cada encuentro se convierte en algo único, bello, lleno de instantes nuevecitos para saborear, momentos que se iluminan como las chispas de una bengala y mueren antes incluso de que te dé tiempo a verlos caer, como la vida misma, como tu presente lleno de incertidumbre.
Seleccionas muy bien con qué personas te encuentras, aunque no de una forma racional. Es tu cuerpo, tu instinto animal, quien busca al mamífero apropiado para que te abrace y, con su presencia cálida, rehaga el puzzle con los pedacitos en que te has convertido. Hoy, tú y Elisa os habéis reservado toda la tarde para uno de los sabrosos spas verbales en que se suelen convertir vuestros encuentros.
Elisa posee la cualidad de la escucha activa, (...) sabe ver la luz en la oscuridad, te la muestra y te convence de que es tuya (...). Cuando te separas de ella, reluces como la plata bruñida. Clic para tuitear
Habéis quedado en una de las terrazas de la plaza de Olavide, y cuando ves a Elisa sentada en una silla azul del restaurante Arco Iris se te iluminan los ojos y encaminas tus pedacitos hasta sus brazos acogedores. Elisa posee —entre otras— la cualidad de la escucha activa, que tiene mucho que ver con estimular a quien tiene al lado. Como los gatos, sabe ver la luz en la oscuridad, y te la muestra, y te convence de que es tuya y no suya, y tú quieres creértelo, y eso tiene como un efecto placebo, de modo que cuando te separas de ella reluces como la plata bruñida, sin saber muy bien qué diablos ha pasado con aquella noche tan oscura en la que creías estar inmersa.
Le hablas de él, de tu duelo, del intenso sufrimiento de ser abandonada, del amor propio apedreado, y también del amor expansivo que no se te pasa por más que a la persona a la que va dirigido no la quieras ver ni en pintura, un amor que parece haber sido tatuado en tu alma con tinta imborrable. Le hablas de la rabia, del enfado que coexiste con el amor sin mezclarse, como el aceite y el agua. Le dices que no tienes ya nada que perder, porque lo has perdido todo. Le hablas de las terapias y los tratamientos, de las cirujanas que te pintarrajean el pecho antes de hincar en él el bisturí, del Iscador que te provoca fiebre e hinchazones, de tu cuerpo tembloroso, aterrado. Te rindes, te desarmas, te expresas, dejas salir las palabras a borbotones desde ese lugar tan desconocido que eres tú misma, tal cual, sin edulcorantes ni cultismos ni ningún tipo de anestesia. Elisa te escucha con los ojos brillantes y te devuelve a una tú que ha madurado, que está cerrando una etapa de aprendizaje, que por fin es capaz de expresar su rabia y su desacuerdo, que está bebiéndose cada segundo con una vitalidad inusitada. Para ella eres maravillosa así como eres, y tú retozas en la luz de su mirada como un gato al sol.
Encuentros insoportables para cualquier persona que no sea altamente sensible. Clic para tuitear
Cuando termináis de comer os metéis en el Flavia, un restaurante italiano estilo art déco completamente vacío que huele a trufa, y os tiráis todo lo que queda de tarde bebiendo cervezas y comiendo gominolas y hablando sin parar. Bueno, parando solo para ir al baño o para miraros de vez en cuando con los ojos llenos de lágrimas y la garganta obturada por la emoción. Vuestros encuentros serían insoportables para cualquier persona no altamente sensible. Habláis mucho rato de la culpa, porque ambas sois expertas en sentiros culpables y Elisa está escribiendo un libro sobre eso, un libro que se llamará Bendita culpa. Ella se siente culpable por tener comodidades que otros no tienen y tú por enfadarte, ella por no dar la vida a sus clientes y tú por tener cáncer. Y así la lista se hace inacabable y Elisa va tomando notas para su libro, mientras las gominolas van desapareciendo a la misma velocidad a la que se va poniendo el sol.
Salís de allí borrachas de cerveza, azúcar, palabras y estrecha conexión y, antes de despediros junto a la entrada del parking, Elisa saca una bolsita y te dice que es un regalo para que te acompañe el día de la operación. La abres, y es una pequeña rosa del desierto. Según te cuenta, esa mañana, mientras pensaba en qué regalarte, ha mirado hacia su gran rosa del desierto y resulta que se había desprendido una parte, una pequeña hijita, que enseguida supo que era para ti. La acoges con cariño en el hueco de tus manos, y le prometes que te la llevarás al hospital, y que te protegerá cuando la anestesia cierre las cortinas de tu conciencia para transportarte a lugares ignotos de los que, seguro, te ayudará a regresar sana y salva. Elisa y tú os dais un largo abrazo, y te sientes como una reportera de guerra que se marchase a un enclave conflictivo en el que nunca se sabe lo que puede ocurrir, así que más vale dejar una impronta que recordar con el beso de dos corazones latiendo —el uno contra el otro— al mismo ritmo.
Viernes, 23 de abril de 2021
Cuando te bajas del autobús verde en medio de la autopista de La Coruña y atraviesas el puente elevado para dirigirte a la consulta de la doctora B. recuerdas la sensación de vértigo mezclado con incertidumbre que te invadió la última vez que estuviste aquí. Te da la impresión de que hubiera pasado mucho tiempo de eso y, aunque la incertidumbre sigue intacta, como un persistente banco de niebla que se mueve contigo a medida que avanzas por el camino, tu actitud ante ella se ha hecho menos ansiosa. Es por la mañana y avanzas con paso firme por un puente que ya conoces hacia un destino que te has acostumbrado a desconocer.
Tu cuerpo aún no tiene claro qué le lleva a la disolución y qué a la reconstitución. Clic para tuitear
Le cuentas a B. el efecto que te produce el Iscador, y le explicas que no te has querido inyectar la última ampolla de la caja sin antes consultarlo con ella, porque el martes, en solo tres días, habrás de ir al hospital para que te inyecten los isótopos radioactivos, y el miércoles ya te operan. No quieres que vean las inflamaciones que te generan las inyecciones y te pregunten de qué se trata. La doctora B. te explica dulcemente que el Iscador, además de aumentarte las defensas, aísla el tumor para que resulte más sencilla su extracción, así que cuanta más cantidad te dé tiempo a introducirte en el cuerpo antes de la operación, tanto mejor. No obstante, te sugiere inyectarte (ahí mismo, en la consulta) solo la mitad de la ampolla, pues de esa forma en tres días ya no se notará la inflamación. Confías en ella, así que aceptas, y se pone manos a la obra. En vez de en la zona submamaria, decide inyectarte el medio mililitro de Iscador directamente en el pecho, muy cerca de la pequeña bolita acorralada del tumor. Aprietas los dientes mientras la aguja se clava en la piel y se va introduciendo ese líquido al que tu cuerpo aún se resiste como si fuese un veneno; al parecer tu cuerpo aún no tiene claro qué le lleva a la disolución y qué a la reconstitución.
Cuando llegas a casa notas un ligero escozor en el pecho, y cuando te miras al espejo, ves que se te ha empezado a inflamar bajo el efecto del Iscador, lo que te provoca escozor también en la mente.
Sábado, 24 de abril de 2021
Apenas has pegado ojo por la preocupación y el dolor en el pecho, y cuando decides levantarte y mirarte al espejo, tienes que ahogar un grito. Tu pecho derecho está completamente inflamado y enrojecido, y aquello no tiene ninguna pinta de ir a quitarse en tres días.
A lo largo del día intercambias varios mensajes de alarma con la doctora B., que trata de tranquilizarte, pero tu mente está como loca, previendo lo peor. Se te dispara el síndrome de la impostora. Estás engañando a la élite médica, y esa osadía la tendrás que pagar muy cara. Cuando tu cirujana vea tu pecho inflamado, sacará su rayo de Zeus y hará que el cielo se desplome sobre tu cabeza de paciente pecadora. Eres de lo peorcito, y en unos días todo el mundo lo sabrá. Te mereces todo lo que te ocurra. ¿Cómo se te ha ocurrido confiar en la medicina complementaria?
Después de un día demasiado largo en que te miras al espejo cada diez minutos mientras te cubres el pecho de aloe vera, te vas a la cama agotada. Tratas de respirar, tratas de meditar, tratas de relajarte, pero es imposible. La caja de Pandora se ha abierto y has perdido la tapa. Este es el infierno, el horror, lo peor que te podría pasar: ser humillada, avergonzada, ponerte en evidencia ante un juicio universal. Tanto tiempo tratando de esconder tu incompetencia ¿para qué? Ahora todo el mundo lo sabrá y se dará cuenta de que solo mereces una cosa: desaparecer.
Maldita culpa.
Domingo, 25 de abril de 2021
Tu pecho sigue hinchadísimo y a ti te ahoga la culpa. Después de un sábado de parálisis total, decides poner algún remedio a lo que pasa. Te tomarás algunos ibuprofenos a lo largo del día y, si mañana ves que la hinchazón sigue siendo considerable, irás a confesárselo todo a tu cirujana. Agacharás la cabeza, la mirarás con ojos de cordero degollado, le mostrarás tu congoja y arrepentimiento y le prometerás que nunca más te saldrás del sendero trazado por la ciencia hospitalaria. Le dirás que aplace la operación, que quizá aún esté a tiempo de ocupar tu hueco con alguien menos estúpido que tú que merezca realmente ser operado. Tú te esperarás, con el rabo entre las piernas, a que quede otro hueco libre, si es que alguna vez es capaz de perdonarte por tamaña ignominia.
Antes de realizar ese acto de constricción previsto para mañana, te decides a llamar por teléfono a tu amiga P., que es como hacer un simulacro de confesión ante la élite médica. Te cuesta horrores decirle lo que ha ocurrido, y lo haces con un hilo de voz. Te extraña que, en vez de reprocharte tu estupidez o echarte la bronca, se limite a aconsejarte que no te pases con los ibuprofenos y que, si la hinchazón no baja, vayas a decírselo —en efecto— a tu cirujana, para que sepa a qué atenerse.
Chiky también es escritora y sabe entender que, como mínimo, aquí hay una buena historia que contar. Clic para tuitear
Por la tarde, bajo la lluvia, te encaminas al bar de Santa Engracia en que has quedado con tu amiga Chiky, una de las personas que —aun sin que fuerais amigas íntimas con anterioridad— mejor ha sabido acercarse a ti en este mal trago, de esa forma a la vez discreta y amorosa que es la única a través de la que te puedes relacionar con los demás en estos meses, así que tu instinto de animal herido busca sin dudarlo la guarida cálida de su dulzura. Le cuentas lo sucedido, y cómo lo más extraño de todo es que la operación (y lo que suceda en ella) te ha dejado de importar: lo único que te preocupa es que tu cirujana se enfade contigo. Te sientes como una niña que ha hecho una trastada muy gorda e inconfesable y que está a punto de ser descubierta y reprendida en un acto público. Es tan extraña y ridícula esta situación que, mientras se la cuentas a Chiky, te entra la risa, y os reís juntas, y todo se hace un poco más liviano. Chiky también es escritora y sabe entender que, como mínimo, aquí hay una buena historia que contar.
Antes de despediros, Chiky te alarga una pequeña bolsa de regalo con un paquetito en el que se esconde un pequeño libro titulado Lejos de los caminos trillados, de Delfina Lusiardi, quien, según te dice, escribió ese diario poético mientras atravesaba un cáncer. Ojeas el libro, una bella edición con preciosas ilustraciones a carboncillo de la propia autora intercaladas. Es un objeto delicado, como lo es Chiky. Chiky poeta. Chiky dulzura. Lo abres por la primera página y lees:
«Se podría hablar de un choque violento, de un desgarro que hace añicos mi alma. La trama ligera. Esa trama hecha del deseo de vivir, de actuar, de estar en las cosas que ocurren. Esa trama que en condiciones normales alejaba el pensamiento de la enfermedad, el miedo a la mutilación, a la metamorfosis violenta de mi ser».
Te estremeces un poco, estrechas el librito contra tu corazón y le dices a Chiky que te lo llevarás al hospital el día de la operación para leértelo allí. Os dais un gran abrazo, y te desea mucha suerte para el viaje que te toca emprender.
Cuando regresas caminando hacia casa la preocupación no se te ha quitado, pero se ha vuelto más ligera, menos neurótica, porque lo realmente importante, la necesidad de compartir los pesares con una persona empática y cariñosa, ha sido plenamente cubierta. Desde ahí, desde esa apertura de corazón, no eres capaz de ser tan cruel contigo misma como para creer que mereces desaparecer porque tu pecho se haya inflamado debido a una medicación complementaria.
13 comentarios en «Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XV»
Me encanta leerte Isabel, me tocas siempre el corazón. Fui alumna tuya hace un par de años y lo recuerdo con gratitud.
Me conmueven los difíciles días que atraviesas. Te envío, si eso es posible, mucha fuerza y amor y mi deseo de que sanes pronto.
Un abrazo
Hola, Paloma,
Disculpa la tardanza en responderte. Muchas gracias por tus buenos deseos :-).
Un fuerte abrazo,
Isa
Aún sabiendo que ha pasado todo, qué duro se hace leerte, Isa. Un abrazo enorme, ¡brava!, como diría Marta, 🙂
Gracias, preciosa :-). Y a mí que blanditos se me hacen vuestros comentarios.
Un abrazo,
Isa
Gracias, Isa, por compartir los momentos tan intensos que estas viviendo. Tus confesiones destilan sinceridad, honestidad y humildad.
Un ejemplo de buen escribir y de bien vivir.
Muchas gracias por tus palabras, Carmen. Con qué buenos ojos me miras :-).
Un fuerte abrazo,
Isa
Angustia, arrepentimiento y miedo, un miedo como el del soldado antes de de la batalla. Incertidumbre. Una incertidumbre fría y espesa como la niebla invernal. Pero también hay calor, el que emana de las personas que te quieren bien. Agradecimiento. Esperanza. Y sobre todo valentía, la que tuviste entonces tirando para adelante y, ahora, escribiendo la experiencia. Todo eso y más nos trasmites en estas líneas, que has escrito como si te lo contases a ti misma. Gracias.
Muchas gracias por tus palabras, José María. Me encantas siempre cómo expresas tus impresiones, con tanta precisión y cuidado con el lenguaje.
Un abrazo fuerte,
Isa
Isabel, soy Iván. Solo quería mandarte un abrazo y que sepas que te sigo leyendo de vez en cuando.
Muchas gracias con mucho retraso, Iván. Me acuerdo mucho de ti.
Un fuerte abrazo,
Isa
Isa, ser escritora es como vivir dos veces; la primera lo vives como puedes sorteando el presente con todas sus pruebas y dificultades pero en la segunda, cuando lo escribes, eres libre de sentir, llorar, cantar. ¡Qué fantásticas tus amigas! ¡Es que casi he estado allí con vosotras comiendo gominolas y bebiendo cerveza! Yo también tengo una rosa del desierto. Bueno, en realidad es vivir tres veces, porque luego quien lo lee lo vive contigo como yo ahora. Es la magia de la escritura. ¡Maravilloso!
Marta, me parece genial tu comentario. Me parece una idea maravillosa: vivir tres veces. Apúntalo como idea de relato, porque me entran ganas de usarlo yo…
Muchas gracias, Marta, lo expresado a la perfección. Así es, es vivir tres veces… Es lo mejor que hay 🙂
Un abrazo fuerte,
Isa