Con el Diario de lo diminuto quiero compartir contigo mi proceso personal con el cáncer de mama.
Capítulo XVI
Isótopos radiactivos
Lunes, 26 de abril de 2021
Después de un domingo de ibuprofenos, cuando te levantas el lunes la inflamación de tu pecho ha bajado bastante, aunque no lo suficiente como para que no se haga muy evidente. Decides que llamarás a la doctora B. y, si no te responde, irás al hospital sin cita previa a buscar a tu cirujana hasta debajo de las piedras para pedirle confesión, como a los curas. Llamas a la doctora B., y nadie responde. Dejas un mensaje y te encaminas hacia la ducha. Cuando ya estás vestida, a punto de salir por la puerta, suena tu móvil. Es la doctora B., que te tranquiliza, diciéndote que aún quedan dos días para que baje la hinchazón, y que nada malo puede pasar en la operación. Que lo mejor que puedes hacer es calmarte, porque todo ese estrés añadido no te está haciendo ningún bien. Parece sugerir que la inflamación puede deberse más a tu neurosis que a la medicación. Tú estás histérica y esa sugerencia te ofende, pero cuando concluís la conversación la balanza se ha vuelto a inclinar hacia la opción de cerrar los ojos y lanzarte al precipicio de asumir el riesgo.
Te vuelves a hinchar de ibuprofenos. Tres ayer y tres hoy. El que te tomas por la noche se te queda atascado en el esófago, y esa incomodidad apenas te permite dormir, entre sofocos y pesadillas de juicios sucesivos en los que indefectiblemente eres declarada culpable. Encima, mañana tienes que ir a las ocho de la mañana a que te inyecten los isótopos radiactivos de las narices.
Martes, 27 de abril de 2021
Te dan las seis de la mañana y sigues en un duermevela angustioso, con un dolor de estómago de aúpa. Notas aún el ibuprofeno medio derretido en el esófago, y te entra una arcada. Tratas de levantarte para ir al baño a vomitar, pero cuando pones los pies en el suelo todo empieza a dar vueltas. Agarrándote a la mesilla y a las paredes, consigues alcanzar el baño, donde consigues vomitar el ibuprofeno medio disuelto en ácidos gástricos, lo que te deja ardiendo el esófago. Logras llegar a la cama otra vez a duras penas, pero el dormitorio no deja de dar vueltas en cuanto tratas de abrir los ojos. Deduces que te has pillado una buena intoxicación de ibuprofenos. No te puedes levantar ni para ir a dar de comer a los gatos… ¿Cómo vas a ir así al hospital?
Lo único que se te ocurre es llamar al padre de tus hijos para que venga a auxiliarte. Le pillas medio dormido, pero se pone las pilas enseguida y aparece media hora después en tu casa con la manzanilla debajo del brazo. Te la tomas despacito, a ver si tu estómago se asienta lo suficiente para poder levantarte y, con la ayuda de Germán, alcanzar el hospital. Pedir ayuda no es lo tuyo, y tener que acudir a tu ex marido te parece ridículo y bastante humillante, pero bueno, juntos habéis pasado por cosas peores y, además, aparte de los gatos, no tienes otra clase de familia que te pueda echar un cable en estos momentos. Así que te agarras a su brazo como si fuese una boya en altamar y te dejas llevar haciendo eses hasta el hospital.
Por primera vez en todo tu periplo te alegras de que esta medicina occidental convierta a las personas en androides Clic para tuitear
Al llegar, preguntáis por la zona de medicina nuclear. Os señalan una puerta que da a unas escaleras que se despliegan hacia abajo sin final aparente. Todo lo que tiene que ver con radiaciones siempre está en los sótanos más remotos de los hospitales, lo que suele coincidir con el lugar donde se acumula la basura, las bombillas fundidas y los trastos inservibles. Da la impresión de que bajarais realmente a un refugio nuclear. Tenéis que atravesar varios pasillos poco iluminados, que acaban desembocando en una sala de espera subterránea alumbrada con fluorescentes parpadeantes y con una ventanilla al fondo, tras la que se intuye una figura humana. Aún bajo los efectos de la intoxicación de ibuprofenos, esta atmósfera te recuerda a una novela de Kafka o a una película de terror. Bien agarrada al brazo de Germán, te acercas a la ventanilla y le explicas a la chica que está al otro lado, con voz pastosa, por qué estás allí. Te dice que esperes en la sala desierta. Germán y tú os sentáis, pero tú no sueltas su brazo hasta que viene una enfermera que te llama por tu nombre y te insta a seguirla. Entonces te levantas tambaleante, te acercas a ella midiendo cada uno de tus pasos, y para que no se piense que estás borracha le dices que estás un poco mareada.
—Los nervios, ¿verdad? —te dice, afable.
—Sí —mientes—. Yo creo que son los nervios.
—No te preocupes, no es nada —te dice.
«No es nada», piensas. Excepto que hace dos meses y medio te encontraste un bultito en el pecho y te dijeron que era cáncer. Salvo que el amor de tu vida te abandonó un día antes del diagnóstico definitivo. No es nada que tu pecho esté inflamado y tú intoxicada de antiinflamatorios el día antes de una operación de la que no sabes si saldrás entera o mutilada. Nada de nada, por supuesto, piensas mientras te desnudas de cintura para arriba delante de dos nuevas desconocidas y te tumbas bajo una nueva máquina de torturas, cubriéndote con el lienzo de celulosa que te han proporcionado para engañar al pudor los breves segundos que pasarán antes de que tu cuerpo vuelva a quedar expuesto y a ser manipulado por manos envueltas en guantes profilácticos. Disimuladamente subes un poco el lienzo y te miras el pecho, que sigue claramente rojo e inflamado. Lo van a notar, lo van a notar, lo van a notar… Aparecen dos caras por encima de ti. Una de ellas se presenta como la que lleva el cotarro nuclear, y te explica cómo irá la cosa, que se puede alargar en función de cuánto tarden esos isótopos tan listorros en encontrar el camino que lleve al ganglio centinela. También te avisa de que en el día de hoy no conviene que te acerques a niños o embarazadas. Asientes a todo sin enterarte de casi nada, con ganas de vomitar y deseando que aquello termine de una vez.
Entonces la enfermera te dice que te descubras y tú sabes que ha llegado la hora de la verdad. La suerte está echada, amiga. Bajas el lienzo de celulosa como quien muestra el cuerpo del delito que le llevará a la cárcel, a la silla eléctrica, a los leones, al mismísimo infierno… La enfermera mira fijamente tu pecho hinchado y enrojecido bajo el resplandor de los fluorescentes. Pero no lo ve. Por primera vez en todo tu periplo te alegras de que esta medicina occidental convierta a las personas en androides. Desenvainando algunas agujas minúsculas y sin ningún reparo, empieza a pincharte varias veces alrededor de la areola para inyectarte los malditos isótopos y tú empiezas a sentirte —además de aliviada por no haber sido descubierta— como una central nuclear. A continuación, la enfermera te limpia con cuidado los restos de radiactividad y después empieza a masajearte violentamente el pecho para estimular a los isótopos en la búsqueda del ganglio centinela, como quien espolea a un caballo remolón. A estas alturas tu cuerpo está tan resignado ante lo que le está tocando vivir que se deja hacer como si fueras una muñeca de trapo. Cuando se cansa, la enfermera te dice que te puedes marchar y volver al cabo de unos cuarenta minutos, para que te hagan las fotos con las que localizarán al isótopo que haya llegado antes a la meta y ganado la medalla de oro al mejor detector de ganglios centinelas.
La vida es increíblemente caprichosa y matizada en su despliegue imparable, como un caleidoscopio que da vueltas y vueltas y nunca, nunca, se repite. Clic para tuitear
Llegas a la sala de espera caminando en zig zag por el pasillo, y Germán se levanta enseguida para cogerte del brazo. Os vais a dar un paseo, a ver si con el fresquito de la mañana se te pasa el colocón de ibuprofenos, cortisol y radiación que llevas en el cuerpo. Camináis arriba y abajo por el parque del Canal de Isabel II, a esa hora tan rara en que los dos soléis estar siempre trabajando, cada uno en un punto de la ciudad. De improviso, un cáncer de mama te ha regalado la oportunidad de caminar lentamente del brazo de tu ex marido a las nueve de la mañana, hablando de vuestros hijos, de vuestros anhelos y preocupaciones, de la vida y de la muerte. Paladeas cada crujido de vuestros zapatos sobre la grava, el sonido de los surtidores en los depósitos, los rayos de sol sobre vuestras canas y vuestra piel, que alberga algunas arrugas más que cuando os conocisteis hace ya veintiún años. Quién te iba a decir entonces que aquel jovencito que te miraba desde el otro extremo de la pista de baile, en aquella boda en Canillas de Aceituno, se iba a convertir seis años después en el padre de tus hijos, que os casaríais en el 2005, que os separaríais con mucho dolor cuando vuestros hijos tenían cuatro y cinco años y que, once años después, te acompañaría (borracha de ibuprofeno) a inyectarte unos isótopos radiactivos. La vida es increíblemente caprichosa y matizada en su despliegue imparable, como un caleidoscopio que da vueltas y vueltas y nunca, nunca, se repite. Eres consciente de que estos momentos en que camináis sin ningún tipo de expectativas sobre la grava de vuestro afecto incondicional es único, que nunca se volverá a dar de esta forma, lo que te provoca dolor y gozo a partes iguales. Como el maldito cáncer que ha arruinado tu vida a la par que la ha abierto de par en par a la belleza.
La figura del caleidoscopio vuelve a cambiar cuando volvéis al hospital, bajáis de nuevo a los infiernos de la medicina nuclear, y tu cuerpo se deja someter otra vez al vaivén de los requerimientos de las enfermeras: desnúdate, túmbate, un poquito a la izquierda, más abajo, no cruces las piernas, descúbrete, sujétate así el pecho, no, así no, así, más fuerte, aprieta más, ya sé, duele, pero es solo un momentito, estate muy quieta ahora, así, así, vaya, las fotos salen borrosas, aún no se ve, vas a tener que volver en una hora, y masajéate el pecho así cada cinco minutos, así no, más fuerte, para que se extienda bien el líquido… Vuelves a la sala de espera. Cuando salís del hospital, tu estómago se ha asentado un poquito, y piensas que sería bueno meter algo en él. Decidís desayunar en un diminuto bar llamado el Botiquini de Marco, que está junto al hospital (¿será por eso lo del «botiquini»?). Es muy humilde y familiar, y enseguida te sientes como en casa. Te pides unas tostadas con tomate y una coca-cola, mientras Germán pega la hebra con el dueño, que es cubano. Es increíble cómo es capaz de pegar la hebra con cualquier camarero del mundo entero en cuestión de instantes, y de hablar durante horas de intrascendencias como la gastronomía, el fútbol, la climatología o los accidentes orográficos. Hace años te hubieses puesto nerviosa, porque esas conversaciones siempre te excluían a ti (que no sabías nada de esos temas de conversación ni te interesaban lo más mínimo), pero ahora la escena te parece pintoresca, y la observas divertida mientras das buena cuenta de tus tostadas y tu estómago va entendiendo que ya no le vas a meter dentro —nunca más— esa mierda de ibuprofenos.
Cuando logras despegar a Germán y a Marco, que ya son los mejores amigos del mundo, salís del bar y por unos segundos parpadeáis bajo el sol intenso de abril, acostumbrándoos a la nueva figura del caleidoscopio de la vida. Después de asegurarse de que vas a estar bien, Germán se marcha a trabajar, y tú te vas a casa un rato a masajearte el pecho y a tratar de convencer a esos isótopos perezosos de que cumplan su labor de rastreadores de una puñetera vez. Mientras estás en ello, suena tu teléfono, y reconoces el número kilométrico del Hospital de la Cruz Roja. También reconoces la voz suave y pausada de Ángela, tu cirujana plástica. Ese nombre y esa voz parecen creados para acunar a un bebé, pero lo que te viene a decir es que ha estado estudiando tu caso y que tienes que estar preparada mañana para cualquier cosa.
—¿Qué quieres decir? —preguntas, alarmada.
—Bueno, no sabemos con lo que nos vamos a encontrar. Puede que tengamos que ponerte un extensor.
—¿Qué es eso? —preguntas, aunque casi prefieres no saberlo.
Al otro lado del teléfono escuchas cómo esa voz hecha para cantar nanas o recitar mantras te habla de implantes, reconstrucciones, un pezón que no se sabe si sobrevivirá a la cirugía y un montón de barbaridades más que te dejan el cuerpo rígido y frío como un bloque de hielo. Te has quedado también muda.
—¿Estás ahí?
—Sí.
—Quería que estuvieras informada de lo que puede pasar mañana.
—Vale. Pues gracias.
Cuando se despide y cuelga, te quedas un rato sin poder mover ni un músculo. Te preguntas si a veces no sería mejor que estuviéramos menos informados y más acunados.
Aún tienes que volver dos veces más al hospital, antes de que los isótopos perezosos lleguen a su destino. Y no te extraña, porque no debe de ser fácil abrirse paso en las entrañas de un bloque de hielo. Pasas mucho tiempo tumbada bajo esas placas que te sacan fotos y más fotos, mientras tienes que espachurrarte el pecho tú misma de todas las maneras posibles para que en las imágenes se vea lo que diantres quieran ver. Entretanto, la enfermera te pinta cruces y más cruces y rayas y más rayas en el torso que servirán a la cirujana para hacer sus cortes con la precisión de un robot.
Hasta las dos de la tarde no sales de allí, completamente exhausta, estresada y dolorida, todavía con un ligero mareo de los ibuprofenos. Te arrastras hasta casa, deseando acurrucarte en la cama con tus gatos como un pollito al calor de las plumas de su madre, esperando a que pase cuanto antes el día de hoy y, sobre todo, el de mañana.
4 comentarios en ««Algo diminuto, pero que no puedes ignorar» XVI»
Totalmente de acuerdo contigo. Está bien un día para las soflamas sobre la mujer, pero habría que escarbar un poco más en la realidad y que aflorara lo que, en general, no se cuenta nunca o casi nunca.
Me encantó el texto, es a la vez duro (el hospital, el dolor) y tierno (el brazo del amigo que sostiene cuando el otro está a punto de caer). Ahí está la vida, lo mejor y lo peor a cada paso.
Un abrazo, Isa.
Gracias, Margarita, pues sí, tantas cosas silenciadas a lo largo de los siglos… Las escritoras tenemos trabajo para rato… ;-).
Un abrazo fuerte,
Isa
Qué preciosos momentos con Germán y qué maravilla ver todo desde la perspectiva que da el tiempo… y conociendo el desenlace (no seré yo quien haga spoilers!)
Gracias, Elisa. También por formar parte de mi historia 🙂
Un abrazo fuerte,
Isa