Con el Diario de lo diminuto quiero compartir contigo mi proceso personal con el cáncer de mama.
Capítulo XXII
Bendito cuerpo
Jueves, 10 de junio de 2021
Hoy te toca visitar un nuevo centro hospitalario. Se trata del Hospital Carlos III, donde se encuentra la unidad de Cáncer de Familia. Te bajas en Plaza de Castilla y te toca andar un buen tramo y trepar por un parque cuesta arriba hasta alcanzar la cima de la calle Sinesio Delgado. Cuando entras por la puerta, palpas con tus tentáculos energéticos este nuevo espacio sanitario. Cada hospital tiene su atmósfera, sus olores y colores. Este es bastante desabrido y deshabitado, muy años 70. Se nota que solo trepan hasta aquí quienes tienen problemas muy específicos. Cuando entras, te indican un pasillo y una puerta con un número de consulta, y te dicen que esperes a que te llamen.
Mientras esperas, te preguntas qué te aguarda al otro lado de la puerta. No tienes ni idea de en qué consiste un estudio genético. Ruegas para que solo tengan que extraerte sangre y que no tengas que pasar por ningún otro potro de tortura. Empiezas a estar profundamente cansada de este proceso que parece no terminarse nunca. Llevas ya cinco meses siempre a la espera de algo. Por poner un ejemplo tonto, tu oncólogo aún no te ha llamado para decirte si tu tumor caerá del lado de la quimioterapia o del lado del alivio. Lo que sí que sabes, por la jefa de Atención al Paciente del Hospital de la Cruz Roja, que te llamó al día siguiente de que hablases con ella, es que a tu oncólogo le llegó sin problemas el tumor itinerante. Y ahora, te encontrarás a la espera de otros resultados, los que te dirán si tu cáncer tiene un origen genético o no, si tienes que alertar a todos tus familiares o no. Se abre la puerta y una enfermera te dice que entres.
—Vamos a hacer un árbol genealógico. Al mirar ese folio lleno de ramas y cruces, te preguntas cuál es la peculiar maldición de tus ancestros que recae sobre ti Clic para tuitear
La consulta es mínima, y casi se puede decir que solo cabéis en ella el doctor, la enfermera y tú. La enfermara y tú os sentáis, y el doctor te pregunta amablemente qué deseas desde detrás del escritorio, de su mascarilla y de sus gafas. Le explicas por qué estás allí, y te dice que, antes que nada, tienen que hacer una valoración de la historia del cáncer en tu familia, para decidir si procede o no realizar el estudio genético.
—¿Y cómo vais a hacer esa valoración?
La enfermera saca de una carpeta un folio en blanco, dispone rotuladores de varios colores en la mesa, y te dice, divertida:
—Vamos a hacer un árbol genealógico.
Ostras, un árbol genealógico era lo último que te esperabas hoy. Con la mala memoria que tienes. La enfermera te empieza a preguntar y a garabatear en el folio, escalando y descolgándose por las ramas paternas y las ramas maternas, y marcando con una cruz roja todos los frutos que han caído por cáncer. Tú pensabas que apenas había habido enfermos de cáncer en tu familia, pero cuando te pones a hacer recuento, resulta que, por la vía paterna, salen tres tías con cáncer de estómago, un primo con leucemia y una prima con cáncer de mama, mientras que, por la vía materna, una tía y tu madre con cáncer de mama. Cuando ves el despliegue ramificado con cruces aquí y allá te pasan dos cosas: te das cuenta de que no tienes tan mala memoria como te creías, y te entra una profunda tristeza al ver a toda tu familia embutida en un folio, saber que la mayoría están muertos y que, con muchos de los vivos, ni te hablas.
Al ver esa especie de Valle de los Caídos parental, recuerdas cuando, hace unos tres o cuatro años, hiciste una sesión de constelaciones familiares. La persona que la dirigía, una eminencia en la materia, antes de empezarla, tuvo una pequeña entrevista contigo e hizo un ensayo general sobre una mesa con muñequitos de playmobil. Tú ibas por un problema muy concreto con tu ex pareja, pero al ir haciéndote preguntas, empezó el despliegue de muñequitos por la mesa hasta que se acabaron no los nudos relacionales… sino los playmobil. Durante la sesión posterior avanzaste —con muchísimo dolor— una pulgada en el dificultoso entramado de tus relaciones y, en especial, en la relación con tu madre. Cuando te despediste del instructor, te mostró en su teléfono la foto que le había sacado a la mesa con el ejército de muñequitos de playmobil, que te miraban desde la pantalla con sus caras inexpresivas.
—Recuerda que tienes todo esto pendiente —te dijo.
No volviste jamás. Estuviste más de un mes bloqueada después de aquella sesión, y decidiste que las constelaciones familiares no eran lo tuyo, que te dabas por vencida de antemano ante aquel ejército avasallador que ojalá fuese de juguete, pero que lo sentías muy real.
Y ahora, al mirar ese folio lleno de ramas y cruces, te preguntas cuál es la peculiar maldición de tus ancestros que recae sobre ti, y si tiene que ver con ese sentimiento de orfandad que sientes desde siempre, heredado desde luego en primera línea de tus padres (pues ambos fueron huérfanos de madre desde muy pequeños). También te han llovido bendiciones, todo hay que decirlo, como la curiosidad, el sentido del humor, una enorme creatividad y una cabezonería a prueba de bombas, sin las que habrías caído hace mucho en las fauces de la depresión o algo peor, como un cervatillo herido de muerte.
Cuando termináis con el árbol genealógico, el doctor te informa de que, por lo que ve, sí hay posibilidades de que tu cáncer tenga un origen genético, de modo que te tendrán que hacer análisis de sangre para comprobarlo. Te da un volante para que te extraigan sangre ese mismo día, y te dice que se pondrán en contacto contigo en algún momento para informarte de los resultados del estudio, pero que no tengas prisa, ya que este tipo de estudios se suelen demorar bastante. Cuando sales por la puerta de ese hospital después de que se hayan quedado con varios tubitos de sangre tuyos, te olvidas automáticamente del estudio genético y de ese folio lleno de cruces. No quieres ocupar ni una neurona en preocuparte por cosas que no tienen remedio, como tus genes. Tienes cosas más importantes que hacer.
Quería comunicarle los resultados de las pruebas que hemos realizado en su tumor. No tiene que pasar por quimioterapia. Clic para tuitear
Mientras te descuelgas por el parque en cuesta camino del metro, vibra tu móvil en el bolsillo. Es uno de los kilométricos números hospitalarios. Das al botón verde con algo de prevención.
—¿Sí?
—¿Isabel Cañelles? —dice una voz de hombre que no reconoces.
—Sí, soy yo.
—Soy su oncólogo.
Te detienes en medio de la ladera, como si hubiese caído un rayo enfrente de ti.
—Dígame.
—Quería comunicarle los resultados de las pruebas que hemos realizado en su tumor.
Cierras los ojos y murmuras internamente el mismo rezo indefinido que tantas veces has repetido desde tu infancia: «Por favor, por favor, por favor…». Suena la voz de tu oncólogo al otro lado:
—No tiene que pasar por quimioterapia.
Se te escapa un grito de alegría. Y con el grito, se va hasta el último resquicio de rechazo hacia tu oncólogo por su comportamiento en la última cita que tuviste con él.
—¿En serio? No sabe la alegría que me da...
Tu oncólogo no se inmuta, a juzgar por el tono monocorde de su voz mientras te dice:
—Recibirá pronto una cita para que acuda a Oncología Radioterápica. Y nos veremos después del tratamiento, para que inicié la hormonoterapia.
Está claro que tu oncólogo no es la persona apropiada para compartir tu alegría. En todo caso, te sientes tan agradecida como si te hubiese defendido ante el tribunal de la Santa Inquisición y te hubiera librado de la hoguera. O del holocausto, como en La lista de Schindler.
—Muy bien. Muchísimas gracias por su llamada —no puedes evitar decirlo en un tono eufórico.
—Un saludo —dice la voz impersonal y algo condescendiente de tu salvador.
Cuelgas y sigues bajando la ladera, ahora a saltitos, mientras el corazón te brinca también dentro del pecho como un jilguero cantarín saltando de una barra a otra de su jaula carnosa, de tu cuerpo, de tu bendito cuerpo.
Lunes, 21 de junio de 2021
Hoy tienes cita con la Dra. Miralles, tu «oncóloga radioterápica» (menudo nombrecito), así que te diriges, una vez más, a esa Ciudad Sanitaria que, en vez de paz, te está dando mucha, pero que mucha guerra. Si los adalides de la medicina tradicional fuesen totalmente honestos y admitiesen hasta qué punto sus estrategias tienen que ver con tratar la enfermedad y los síntomas como al enemigo, «luchando» contra ellos aun a costa de la integridad y la dignidad del paciente (que, al fin y al cabo, es el contenedor de esa enfermedad y esos síntomas), quizá habrían tenido los huevos de llamar a este complejo hospitalario Ciudad Sanitaria de la Guerra, aunque entiendes que no era una buena estrategia de marketing.
Te sumerges en el edificio central como quien entra en la boca del lobo. Preguntas por la zona de radioterapia y una enfermera con mucha prisa te indica que tienes que bajar al Sótano 2. Te lo suponías, porque ya sabes, por experiencia, que las zonas de «rayos» siempre están situadas en el subsuelo. En este caso, no les bastaba con ponerla en el primer subsuelo, sino más cerca todavía del centro de la tierra. Conforme bajas escaleras y pasas por la Entreplanta, el Sótano 1 y llegas al Sótano 2, da la impresión no solo de que la iluminación vaya decreciendo, sino de que las paredes se fuesen ennegreciendo y el suelo volviéndose pegajoso. Todo se hace más inhabitable todavía cuando empujas la barra de una puerta que en su tiempo debió de ser roja para salir al espacio más desolador en el que habías estado hacía mucho tiempo. El sótano del Hospital de la Cruz Roja en el que te inocularon los isótopos radiactivos era una discoteca postmoderna comparado con esto. Pasillos sin luz en los que se acumulan contenedores con sábanas sucias y basura hospitalaria, paredes desconchadas, olor a humedad mezclada con anestésico y personas mortecinas (médicos y pacientes) con las que te cruzas sin que nadie mire a nadie.
Siguiendo las indicaciones de «Medicina Radioterápica», te introduces en un siniestro laberinto de pasillos y descansillos hasta que ves a lo lejos una cola de personas que parecen estar esperando a ser gaseadas en un campo de concentración: un hombre con muletas, una mujer con turbante y unas ojeras amarillentas que asoman sobre la mascarilla, un anciano esquelético colgado del brazo de su nieta para que sus huesos no se desparramen por el suelo… Sí, no hay duda, estás llegando a tu destino. Te diriges allí y esperas pacientemente en la cola a que todas las personas pasen por la evaluación de una enfermera sentada tras una mesa a la entrada de la sala de espera más triste del planeta. Como una oficiala de Auschwitz, las va dejando entrar después de hacerle a cada una algunas preguntas en un tono cansino, de buscar su nombre en una lista, marcarlo y embadurnar sus manos de desinfectante. Los acompañantes no pueden entrar, y temes por el viejecito a punto de romperse, que tiene que avanzar tambaleante hacia el asiento más cercano, mientras su nieta lo observa desde la puerta con gesto alarmado. Cuando llega tu turno, le preguntas a la enfermera por la doctora Miralles. Te señala con el bote de desinfectante otra puerta que está al fondo del distribuidor sombrío en el que te encuentras. Te diriges allí, y en la puerta te encuentras a otra enfermera, bastante antipática, que te hace como un millón de preguntas. En especial le tienes que jurar y perjurar que no tienes Covid, que estás vacunada, que estás vacunada por segunda vez, que no has mantenido contacto con nadie con Covid en los últimos diez días, que no tienes un solo síntoma que pueda indicar que tienes Covid, y así hasta el infinito con el puñetero Covid. Por fin te deja entrar de mala gana, después de echarte medio litro de desinfectante en las manos, la mitad del cual se cae al suelo y, encima, te sientes culpable por ello.
Esta sala de espera es casi más espantosa que la otra. Se nota que las catacumbas de este edificio no han sido reformadas desde su construcción, porque las paredes se caen a cachos, los fluorescentes parpadean y resulta difícil descifrar el color de origen de los asientos de plástico. Hay una ventana de cristal esmerilado que da a un pequeño habitáculo donde se intuyen los bultos de un par de enfermeras y que te recuerda a esas ventanas de los manicomios que salen en las películas, donde los locos hacen cola para que les den la medicación del día. Te acurrucas en uno de los asientos, con ganas de que la tierra se te trague hasta el sótano 100, para luego expulsarte por las Antípodas y poder librarte así de lo que está por venir. Pero dicen tu nombre por un altavoz y tú sigues allí.
La doctora Miralles resulta ser, en contraposición a todo lo que has visto hasta ahora en ese búnker, una mujer encantadora, que se ha tomado la molestia de imprimir tu historial (un buen taco de hojas) antes de que entrases y que se lo estudia detenidamente en tu presencia, destacando con un marcador rosa fosforito lo que considera más relevante. De vez en cuando te hace alguna pregunta, y escucha atentamente tu respuesta, algo nuevo para ti en este ámbito. Cuando termina con tu historial, empieza a explicarte la parte del túnel que te va a tocar atravesar ahora. Te dice que lo próximo será hacer las mediciones, antes de pasar a las sesiones de radioterapia.
—¿Mediciones? —preguntas, extrañada.
Te dice que trabajarán por capas. Empieza a filetear con el bolígrafo el torso en el papel. Un escalofrío te recorre de la cabeza a los pies. Es encantadora y tiene una voz que te acaricia el oído, pero lo que dice podría salir de… Clic para tuitear
Entonces saca un papel, y dibuja un torso de perfil. Te explica que hace falta mucha precisión para conseguir que los rayos alcancen justo la zona a la que han de llegar y no dañen otros órganos. Te dice que trabajarán por capas. Empieza a filetear con el bolígrafo el torso en el papel, trazando un montón de rayas discontinuas que atraviesan tu pecho en diferentes direcciones. Un escalofrío te recorre de la cabeza a los pies. Es encantadora y tiene una voz que te acaricia el oído, pero lo que dice podría salir perfectamente de la boca de una topógrafa.
—No obstante —te dice con dulzura—, no quedará más remedio que tocar el pulmón.
Tus brazos se van automáticamente a proteger tu pecho, y la miras con cara de susto.
—Serán daños mínimos. No tienes por qué preocuparte —con mirada tranquilizadora, alarga su mano como para tocarte, pero tú estás hecha un ovillo en el asiento—. Solo te lo digo porque, si en el futuro te haces alguna radiografía, tendrás que avisarlo, porque se te quedará una marca de por vida.
¿Daños mínimos en el pulmón? ¿Una marca de por vida? ¿Se han vuelto todos locos? Sabes, no obstante, que no te queda otro remedio que tragar con esto. Es demasiado tarde para bajarte del carrusel alopático. Y, de lo malo, la doctora Miralles parece sensata y hará lo posible, estás segura, para no dejarte tetrapléjica con los malditos rayos X. Emites un suspiro, y asientes con la cabeza.
Sales de la consulta con una cita para que ese jueves te hagan las «mediciones», y atraviesas de nuevo todos esos tenebrosos pasillos subterráneos con la vista fija en tus pies, sin querer mirar nada ni a nadie hasta que sales de ese hospital de la guerra que salva cuerpos a costa de acribillarlos, y cuando te da el sol en la cara lo agradeces como si fuera tu primer día al aire libre después de diez años de calabozo.
7 comentarios en «Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XXII»
Yo también soy habitual de esos bajos de los hospitales. Son horribles. Y el resto está más iluminado, pero casi tan falto de cuidado en las cosas: mantas, bandejas de comida, sábanas, suelos, armarios… todo muy limpio y muy, muy viejo. Es terrible. Te dicen que pienses en positivo pero te ingresan, enferma, en un lugar carente de los mínimos cuidados que tendríamos en cualquier casa, aunque no fuera nuestra. Lo has reflejado enormemente bien y yo te lo agradezco mucho. Me doy cuenta que mis miedos y mi estado de ánimo, cuando he tenido un problema grave de salud, ha estado muy influido por esto. Gracias por tu sensibilidad.
A ver Isabel, gracias infinitas por compartir una historia tan desgarradora, carganda de tanta claridad que e ha dejado muy tocada…
Gracias….
En mi árbol es lo primero que me he fijado y he visto como ya lo había hecho que en mi familia solo un hermano de mi padre tuvo cáncer de pulmón…y que además los cánceres pueden ser no genéticos…
Pero sobre todo que yo estoy sana. 💞
Mucha salud para ti.. Y para todos los que pasáis por algo tan duro. 💞.
Estoy pasando por lo mismo, pero no porque sea yo la del cáncer, sino mi marido. Y yo en la soledad más absoluta entrando y saliendo a diario de consultas externas y salas de urgencias. Excelente relato muy fluida la narración.
Qué bien reflejado el ambiente, Isa… Yo solo he tenido q visitar una vez los bajos fondos…y otra para acompañar a mi madre…y efectivamente es tal y como lo describes. Fijate q no había sido consciente del todo hasta leete, porque cuando he tenido q ir me parecía hasta normal (así andaba yo). Qué pena de mundo este q hemos creado.
Un abrazo, y mil gracias… Ese toque de humor e ironía que rezuma detrás de cada frase es genial.
Me alegra muchísimo saberte bien, por cierto.
Ines
No sé si eras consciente mientras escribías de la carga irónica que destila en cada párrafo (qué bien te vinieron las clases de guión). O puede que tal vez no lo sepas, y que haya sido ese gnomo travieso que bracea en el blandiblu de nuestras cabezas el que ha regado de energía positiva, y de diversión, esta historia que nos cuentas.
Lo de ‘El árbol genealógico’ (aquí esbocé una tímida sonrisa, sintiéndome culpable, te lo confieso). Luego llegaron los playmobil y definitivamente rompieron mi timidez. La cola de pacientes esperando a ser gaseados; el gel hidroalcohólico desparramados por el suelo; la doctora Miralles y su verbo de topógrafa… Joder Isa, es que es de traca.
Y tras leerte, y sentir lo que transmites, tengo claro que lo que sea que estés haciendo te funciona.
Querida Isa. Yo también he recorrido esos pasillos y esos túneles cuando me operaron del corazón y aun los sigo recorriendo una vez al año para las revisiones. Pero como tu lo escribes es tan real que yo no sabría. Menos mal que tu lo haces y es como si yo volviera a estar metida en ellos.
Sabes todo lo que te admiro. Tu valentía. Tu sabiduría.
Feliz de tenerte. Feliz de haberte conocido.
¡Felicidades Isa…!
Nos has hecho sentir como si fuera en carne propia lo que es pasar por esos pasillos tan abandonados por la sanidad pública, además que el miedo que pasaste, el como te trataron y cual fue tu reacción al saber lo que tenias, fue claramente descrita por ti, me ha agradado mucho el leerte.