Blog

Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XXV

Cartel del vestuario de la sala de radioterapia del Hospital La Paz de Madrid

Con el Diario de lo diminuto quiero compartir contigo mi proceso personal con el cáncer de mama.  

Capítulo XXV

Infinity

Martes, 20 de julio de 2021

Te despiertas inquieta. Hoy empieza una de las partes más oscuras del túnel, la llamada «radioterapia». Normalmente eres curiosa con las situaciones nuevas, incluso con las desagradables (como con la operación); pero esto precisamente no te apetece nada: es como un saco de hormigón sobre tus hombros, algo de lo que tu cuerpo, tu corazón y tu mente prescindirían bien a gusto. Menudas vacaciones de mierda te esperan, metida en Madrid, cada día un poquito más abrasada, escocida y aplastada, sin que te pueda dar el sol, sin poderte bañar… El único consuelo es que también cada día será uno menos para terminar este puñetero tratamiento contra el cáncer que parece inventado por el Marqués de Sade.

Gestionar eso no es tarea fácil, pero tu determinación de atravesarlo es tan clara como la hoja de un cuchillo afilado, a la que ningún tsunami, por grande que sea, puede alterar en su camino. Clic para tuitear

En el metro le pones un mensajito de ánimo a tu amiga C., a la que hoy harán la biopsia justo a la misma hora en la que a ti te empezarán a freír el pecho derecho. Te acuerdas de tu biopsia, y la verdad es que no le cambiarías el puesto, aunque posiblemente ella tampoco te lo cambiaría a ti. Estáis en tablas. Bueno, en realidad le llevas seis meses y un duelo de adelanto. Piensas en él, y te entra una mezcla de rabia y tristeza. A tu cerebro animal le gustaría verle pasar por lo que a ti te está tocando atravesar. El sábado te envió otro mensaje —ajeno, en su línea, a lo dañino que le puede resultar a alguien en pleno proceso de duelo recibir noticias de quien ha roto la relación, máxime si ese alguien tiene cáncer— diciéndote que, por tu silencio, deduce que no quieres saber nada de él, lo que comprende perfectamente, aunque estará feliz de que le escribas cuando te sea posible, y deseándote que todo vaya bien con tu cáncer. Se lo podía haber ahorrado, la verdad, porque si algo va bien en tu vida no es, desde luego, gracias a él ni a sus malditos buenos deseos. Sabes que tienes que resistir la tentación de contestarle. Por un lado, no te ves capaz de bloquearlo, y por otro sus mensajes provocan en ti un tsunami de rabia, tristeza, apego y resentimiento, que se alza en un mar de amor… y culpa por sentir amor. Gestionar eso no es tarea fácil, pero tu determinación de atravesarlo es tan clara como la hoja de un cuchillo afilado, a la que ningún tsunami, por grande que sea, puede alterar en su camino.

Sales del metro de Begoña. Has sido prudente y has quedado con el padre de tus hijos para que te acompañe a esta primera sesión. Puedes suponer que no pasará nada, pero prefieres no estar sola hoy en esa sala tan triste como la de un campo de concentración. Germán te espera a la entrada del hospital. Os dais sendos besos enmascarillados y os sumergís juntos en la boca de ese lobo que te tragará quince veces a lo largo de las tres próximas semanas. Bajáis al sótano 2 y le guías a Germán en la visita turística a las catacumbas del hospital de La Paz: aquí los contenedores de basura hospitalaria, allí los desconchones y las luces parpadeantes, y allá, donde está esa cola de personas encorvadas, en su mayoría sin pelo, es donde hay que esperar para entrar al matadero.

Esperáis el turno, y la enfermera con cara de hastío busca tu nombre en la lista de desdichados, te embadurna las manos de desinfectante, te pone el termómetro, te hace las diez preguntas de rigor sobre el Covid y te dice que entres. Le preguntas si puedes entrar con un acompañante y te dice que en principio sí, pero que si se llena más la sala, habrá de esperar fuera. Germán y tú entráis con las orejas gachas y os sentáis en un rincón. La atmósfera es desoladora, y eso que las mascarillas tapan parte de la impotencia de quienes estáis haciendo algo que odiáis hacer, aunque tengáis que hacerlo. Observas el protocolo de las personas que te anteceden. Dicen el nombre por los altavoces, junto con un nº de cabina, la persona se levanta, coge un camisón de una de las dos largas pilas de camisones doblados de colores desvaídos, y se adentra por una abertura en el muro a la derecha. No parece muy difícil, así que dejas de observar y tratas de distraerte hablando de cualquier cosa con Germán.

Te habla apasionadamente del libro Yoga, de Emmanuel Carrère. Le preguntas de qué va, y te dice que va sobre una crisis depresiva con tendencias suicidas que padeció el propio autor, que estuvo ingresado varios meses y fue diagnosticado de trastorno bipolar. Te dice que es brutal y que se siente muy identificado con el protagonista, y tú le dices que crees que no es el momento más conveniente para que te lo leas, que si eso lo dejarás para un poco más adelante. Le hablas de que te has apuntado a una propuesta llamada Fantástico Bosque, hecha por María Talavera, con entrevistas a una serie de personas conscientes relacionadas con el mundo de la salud, la creatividad, la educación, el desarrollo personal, el talento y la con-ciencia. El dinero que se saque irá a repoblar un bosque en la provincia de León. Crees que te irá bien escuchar todas esas entrevistas mientras atraviesas el proceso de radioterapia, para contrarrestar con luz, consciencia y naturaleza los infiernos oncológicos. No os da tiempo a más, porque dicen tu nombre por los altavoces, seguido de «Cabina 3». Germán te aprieta el brazo y te desea suerte. Allá vas.

Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XXV Clic para tuitear

Coges un camisón de una de las dos pilas, y te introduces cautelosamente por el hueco que te llevará, una vez más, hacia lo desconocido, como si subieras a un nuevo nivel de un vídeojuego, en el que te toca estar especialmente atenta a los posibles ataques enemigos. Atraviesas un vestíbulo con un mostrador, en el que una enfermera te indica con los ojos un pasillo a la derecha. En el pasillo hay una serie de cabinas y te introduces en la número 3. Es un mínimo vestuario con un par de perchas, una papelera, y un folio impreso pegado en la pared que dice: «Se ruega no orinar en la papelera». Te produce un impacto tremendo leer eso, porque lo primero que te viene a la mente es lo desesperada que ha de estar una persona para orinarse en un lugar como aquel. Y, si llegara a hacerlo alguien, ¿se evitaría con un cartel? Y, por último, ¿realmente merece la pena que cientos de seres sensibles que están pasando por radioterapia lean diariamente esa maldita y denigrante advertencia por no limpiar un orín de vez en cuando? Con el corazón y la vejiga encogidos, te desvistes de cintura para arriba y te pones ese camisón desteñido que te queda enorme. Entonces te das cuenta del sentido que tiene que haya dos pilas de camisones, ¿una para hombres y otra para mujeres? ¿O una para personas grandes y otra para personas más pequeñas? En fin, mañana te fijarás mejor. Te enrollas en el enorme camisón y vuelves a salir al pasillo. ¿Y ahora qué?

Allí no hay nadie, y no sabes a dónde dirigirte. Enfrente hay una cristalera a través de la que se ve una sala con algunos médicos enfrascados en algunos ordenadores. Y al final del pasillo se ven dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda, sobre las que se ven una luz roja y una verde. A intervalos, se enciende la roja. Intuyes que la luz roja indica las radiaciones que se están administrando —a intervalos— en el interior. Una de esas dos va a ser tu sala de torturas, sin duda. Mientras esperas, te da tiempo a imaginarte algunos posibles altercados con las máquinas o con las luces, de modo que algún paciente se les pueda convertir en cordero asado sin que se den cuenta. En este tipo de situaciones es cuando más odias tener imaginación y un sentido ciertamente trágico de la vida. De la sala de los médicos sale un chico joven con tupé (crees que es uno los que hicieron la «demo» contigo para las mediciones) que entra en la sala de la derecha. Al cabo de un poquito sale una mujer de unos setenta y pico años en camisón que va con un andador. El chico joven te hace una seña, por detrás de ella, para que entres en la sala. Te cruzas con la mujer, que se dirige a una de las cabinas, y la saludas tímidamente con una inclinación de cabeza, como debían de hacer los gladiadores en el circo romano. Cuando entras en la sala ves un letrero, a la izquierda de la puerta, en el que pone «Sala 1. Infinity». Te preguntas si habrá algo de ironía en ponerle ese nombre a una sala de radioterapia, pero después de lo del cartel del vestuario, lo dudas. Le habrán puesto ese nombre muy serios, pensando que con él están alargando las vidas de los pacientes hasta el infinito, o que suena a cosa del futuro, en plan «Interestellar» o algo así. Lo dejas por imposible. No merece la pena que trates de ponerte en el pellejo del gremio médico, porque tu mente de escritora nunca entenderá ciertas cosas.

No te acabas de acostumbrar a que el personal médico que te rodea viva en su cotidianeidad mientras tú vives en la excepcionalidad. Esa intersección te provoca una suerte de cortocircuito comunicativo, como si te encontrases… Clic para tuitear

En la sala, el enfermero del tupé está cambiando el papel de la camilla por otro, que extrae de un rollo grande, como quien va a poner un mantel para un cumpleaños infantil. Esperas a que termine y te invite a quitarte el camisón y tumbarte. Te tumbas, tratando de adaptarte al molde. Entra una enfermera muy joven, y entre los dos te ayudan a acomodarte en la postura correcta, los brazos hacia atrás, la mano derecha agarrando la muñeca izquierda, la cabeza ladeada hacia la izquierda. Hacen los ajustes necesarios, en la enorme máquina que te va envolviendo por arriba y por los lados, y en tu cuerpo (un poquito más arriba, un poco más a la derecha, el pecho más así o más asá). En tu piel se proyectan una serie de paralelos y meridianos con láser rojo y azul. Te dejas hacer y manosear, porque lo que más te interesa en este momento es que midan al milímetro dónde te radiarán. Mientras tanto, hablan de sus cosas. Sobre todo, de las ganas que tiene la enfermera joven de pillarse sus vacaciones, que empiezan mañana, no como las tuyas, que tendrán que aplazarse un año. No te acabas de acostumbrar a que el personal médico que te rodea viva en su cotidianeidad mientras tú vives en la excepcionalidad. Esa intersección te provoca una suerte de cortocircuito comunicativo, como si te encontrases rodeada continuamente de personas que habitan en un universo mental totalmente diferente del tuyo. El suyo es un universo en el que existen las vacaciones de verano, en el que es normal que una sala de radioterapia se llame «Infinity» y también que en un vestuario para pacientes enfermos de cáncer cuelgue un cartel avisándoles de que no meen en la papelera.

Cuando terminan, te dicen amablemente que no muevas ni un pelo y que en diez minutos todo habrá terminado (por hoy, claro). Cuando se marchan y cierran la puerta, no te atreves ni a respirar, y cuando no te queda más remedio que hacerlo, lo haces abdominalmente, para que el pecho no se alce ni un poquito. Junto a la puerta cerrada hay también dos luces, y ahora se acaba de encender la roja, acompañada de una especie de zumbido. En breve te acostumbrarás a que, cuando suena ese zumbido, significa que la máquina empezará a freír tu pecho. Lo siguiente es un pitido que sale de la máquina y que supones que indica la radiación. Con el rabillo del ojo tratas de ver si se produce algún cambio en la piel. Te da un poco de miedo, por si los rayos te afectan también a los ojos, pero no se ve absolutamente nada. No es tan espectacular como te imaginabas. En realidad, no pasa nada. O, mejor dicho, aparentemente no pasa nada. Pero tú sabes que sí que pasa. Pasa mucho. En todo caso, aprovechas esa apariencia inofensiva para acordarte de C. y mandarle energía positiva, porque la apariencia de su biopsia sabes que será muy diferente, más bien agresiva. A poco que se parezca a la tuya, estará pasando un mal rato. Ruegas para que todo este sufrimiento (el de C., el tuyo, el de todas las personas que han pasado por aquí y han tenido que leer el ominoso cartel del vestuario) sirva para el despertar de todos los seres. No te lo crees mucho, pero lo haces igual. Mientras tu pecho es atravesado por rayos destructores de todo tejido (bueno o malo), tratas de abrir y expandir tu corazón, para acoger todo aquello como un aprendizaje, porque es lo único que tiene sentido para ti. Imaginas que tu maestra estuviese en tu lugar, y eso te facilita la apertura. Tú no puedes, pero ella sí. Así que tú puedes a través de ella.

Después de muchos zumbidos, muchos pitidos y muchas vueltas de la máquina para un lado y para otro, la luz verde se enciende y entra el enfermero, que dice:

—Listo. ¿Qué tal? ¿A que ni lo has notado?

Si tu intuición no te falla, el cáncer debe de estar relacionado con el trauma, y el trauma con la alta sensibilidad. Clic para tuitear

Mientras te levantas y te pones el camisón, le dices que en efecto, que no has notado nada. Y que, además, ya queda un día menos para que aquello termine, así que son dos buenas noticias en una. Te despides hasta mañana y vuelves al vestuario, tratando de no mirar el maldito cartel (¿será para las personas con cáncer de próstata?), aunque en realidad no te quieres olvidar de él, porque quieres incluirlo (sí o sí) en tu Diario de lo diminuto, cuando llegue el momento. ¿Será que eres demasiado sensible? En todo caso, si tu intuición no te falla, el cáncer debe de estar relacionado con el trauma, y el trauma con la alta sensibilidad. Si estás en lo cierto, todas las personas que pasen por este vestuario se sentirán agredidas por ese maldito aviso, sean o no conscientes de ello, por no hablar del efecto de las catacumbas… Si no son conscientes de cómo todo eso les afecta (os afecta), peor, porque se les quedará una impresión dañina en el inconsciente que no podrán procesar. Piensas que curar el cáncer a costa de ejercer en el ánimo de los pacientes un montón de impresiones dañinas que afectan —a su vez— a su salud y que se podrían evitar apunta a una sociedad muy enferma, a otra suerte de cáncer social mucho más difícil de erradicar que el de un individuo concreto.

Mientras Germán y tú os dirigís de vuelta al metro, le cuentas todo esto, y que es raro, porque lo que aparentemente «no es nada» es mucho, es hasta demasiado, y te sientes infinitamente cansada, pero no tanto por la radioterapia, sino por todo lo que la rodea. A lo mejor por eso la sala se llama «Infinity», quién sabe. Germán menea la cabeza de un lado a otro, sin saber qué decir. Tú sí que sabes que decir: le das las gracias por haberte acompañado, porque ese gesto ha sido muy importante para ti, un rayo de luz en esta parte del túnel tan oscura. Os abrazáis, y cada uno se va por un pasillo del metro.

5 comentarios en «Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XXV»

  1. Que bueno leerte de nuevo Isa. De lo que nos transmites me resuena especialmente como describes que cuando estás enferma, vives en un mundo, y ves como los demás están en otro. Te gustaría gritarles que de qué van, y mas, pero no lo hacemos, por no se sabe que. Duele especialmente cuando alguien comenta lo «bien» que otros llevan su enfermedad, y tú piensas «comparado conmigo», que soy una débil asustada, viviendo en un túnel de pánico, embotada casi siempre. Cuando llega la salud, es bueno recordarlo y darnos cuenta, cuando alguien lo necesite.
    Me apunto como transitar por los peores paisajes pensando como lo haría tu maestra, o el maestro/a en que cada uno nos miramos. Yo no puedo, pero ella sí. Y así puedo yo también. En un momento doloroso ante una pérdida de alguien joven, tan imprevista, yo no podía con tanta pena, e hice algo similar, yo no puedo, pero tú sí. Me asombra compartir estas emociones y pensamientos, que creemos solo nuestros, y darme cuenta a través de ti, que son de todos los seres.

    Responder
  2. Hola Isabel,

    Impactada me he quedado después de leer tu escrito sobre el 1er día de radioterapia.
    Desgarrador, visceral, muy duro tu relato. Es tu vivencia.
    Y en cuanto a él me identifico completamente con lo que sientes.
    Muchísimo ánimo y fuerza Isabel.
    Saldrás airosa y fortalecida después de acabar con la radioterapia.
    Besos y enorme abrazo.

    Responder
  3. Isa ‘me has dejado impactada al leer algo tan dolotoso, tu valentia al escribir además de él realismo con que lo cuentas pues eso me metido de lleno en ese instante.
    Gracias por tu generoso regalo.

    Responder
  4. Querida Isa. Perdona por no haberlo visto antes.
    Eres valiente y muy sensible. Yo también creo que muchas enfermedades que pasamos son debidas a esa sensibilidad y a ese sufrimiento que nos causan muchas cosas y tú sabes describirlo como yo no podría hacerlo. Tengo a mi alrededor varias amigas que han tenido cáncer y ahí siguen tan campantes. Si, se pasa mal pero tu tienes muchas cosas a las que agarrarte para no caer y tener ilusiones.
    Además eres muy valiente porque otra persona entraría a esa habitación llena de horror y tú entras visualizándolo todo y reteniendo el más mínimo detalle.
    Un beso enorme, Isa y todo lo mejor del mundo para tí. Te mereces todo lo bueno.
    Un gran abrazo.

    Responder

Deja un comentario

¿Quieres aprender a escribir y meditar?

Suscríbete ahora y recibe gratuitamente mi guía para escribir y meditar. Tendrás además acceso a artículos semanales sobre escritura, meditación y trabajo con las emociones, acceso a las meditaciones guiadas en directo y mensuales, así como a recursos para vivir con plenitud y sin autoengaños

¿Quieres conocer mis cursos?

Abrir chat
1
¿Necesitas más información?
Hola,
¿Cómo puedo ayudarte?