Capítulo XXVI
El fin de la inocencia
Miércoles, 4 de agosto de 2021
Te despiertas olfateando el aire, como si algo se hubiera quemado en el horno. Estás boca arriba, en una posición que no es la tuya, y te sientes agotada. El pecho derecho te arde, y ya no sabes cómo tumbarte para dormir. Está inflamado por las radiaciones, y para colmo ha empezado a desprender un olor a carne chamuscada que te es ajeno y que pone en alerta tu instinto animal. Miras la planta que reposa en la parte superior de la estantería, frente a tu cama. Se la ve bastante mustia. No hiciste caso a la doctora B., que te dijo que alejases a las plantas y a los niños de ti mientras te sometieran a la radioterapia. Ese tipo de requerimientos te hacen sentir como si fueses una superviviente de Chernóbil. Tu cuerpo reconoce perfectamente lo que le es hostil, y desde luego siente un rechazo brutal ante toda esa radiación que se va acumulando en su interior. Te dijeron que las molestias irían aumentando a medida que fuesen sucediéndose las sesiones, y tenían toda la razón. Por más aloe vera que te eches, tu pecho parece que solo quiere explotar. O implotar. No sabrías decirlo muy bien.
Después de regar la planta, te duchas con ese gel especial que cuesta un ojo de la cara, apenas sin rozar la zona afectada, pero tratando de que se marche ese maldito olor. Nada, imposible. Ponerte el sujetador es un martirio, pero no ponértelo es casi peor. La única opción que te aliviaría es ir en bolas, pero hay por lo menos dos razones por las que descartas esa idea: una es que no le puede dar el sol a esa zona —ya de por sí abrasada— bajo amenaza explícita de cáncer de piel, y la segunda es que no quieres problemas con la policía. Así que te plantas una camiseta que te tapa hasta el cuello, te pones los auriculares del móvil en las orejas, y te marchas a tu duodécima sesión de radioterapia.
Por el camino, das gracias por las grandes (enormes) ayudas que tienes en estos días.
La primera es el Dharma. Hoy es el día de descanso en el retiro online que estás haciendo con tu maestra, pero llevas ya dos días acunada por su voz y su sabiduría, así como por todos tus compañeros de sangha, a los que te entran muchas ganas de abrazar por las ventanitas del zoom; y aún tienes otros dos días por delante, por lo que cuando termine el retiro el viernes, solo te quedará una sesión de radioterapia. No se te ocurre mejor antídoto que este para las radiaciones, para el cáncer y para la soledad que a veces anega tu corazón como un charco oscuro cuya profundidad no te atreves a medir. Cuando meditas bajo la guía de tu maestra y escuchas las enseñanzas de su boca, no te cabe duda de que hasta esto por lo que estás pasando tiene un sentido o, más bien, que el sentido de todo lo que ocurre es que te puedas relacionar con ello de una forma abierta y consciente.
La segunda ayuda que agradeces es la de las maravillosas entrevistas que estás escuchando por los auriculares (desde que sales de casa hasta que vuelves) en Fantástico Bosque, iniciativa a través de la que —gracias a la generosidad de María Talavera— un montón de personas conscientes del campo de la salud, la creatividad, la educación, el desarrollo personal, el talento y la con-ciencia te están abriendo cientos de ventanas al aire libre y a la inspiración. Esto te es especialmente útil y liberador cuando te deslizas al subsuelo del hospital de la Paz y entras en ese inframundo asfixiante en el que una manada de seres sufrientes esperáis vuestro turno, bajo los fluorescentes mortecinos, para dejaros freír en la parrilla del infierno asistencial, como si tuvierais que pagar una deuda acumulada por vete a saber qué ancestros traviesos.
Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XXVI Clic para tuitear
La tercera es un libro del que ya nunca te desprenderás, Cuando el cuerpo dice NO. La conexión entre el estrés y la enfermedad, del doctor Gabor Maté, que te está mostrando la otra cara de la moneda de la enfermedad, como si estuviese poniendo palabras a esa intuición que te llevó a apoyarte en la doctora B., es decir, en un tipo de medicina en que ciencia y humanidad no son antónimos. Todavía no sabes hasta qué punto Gabor Maté y su enfoque del trauma se convertirán en puntales importantes en tu vida, pero lo que sí sabes es que este libro es como una mascarilla de oxígeno en estos momentos duros del tratamiento, y que este canadiense de origen húngaro tan carismático (que te recuerda ligeramente a tu padre) te está inyectando la dosis justa de lucidez mezclada con compasión precisa para terminar de fraguar en ti un cambio de paradigma en la comprensión de la influencia del trauma (individual y transgeneracional) en determinadas enfermedades, cáncer incluido.
Y la cuarta ayuda por la que das gracias (mientras oyes la voz desganada de la enfermera preguntándote, por centésima vez, si tienes síntomas de Covid, tras lo cual esparce por tus manos el desinfectante) es la posibilidad de registrar todo esto en un río de palabras escritas que no sabes si llegará a algún puerto o si se evaporará por el camino, pero que te aporta la inspiración necesaria para afrontar el sufrimiento interno y externo sin acudir a la anestesia de la disociación, manteniéndote conectada y consciente de cada minuto que pasa, de cada rayo de sol o de radiación, de lo que te gusta y de lo que no; este grifo abierto que todo lo iguala en un mismo fluir de sentido, como si no fueras tú la que lo escribe sino él el que te escribe a ti.
Te cuesta agradecer (se te olvida, nadie te enseñó), pero cuando empiezas, es como un no parar: tu terapeuta, tus hijos, todos y cada uno de tus amigos, todos y cada uno de tus alumnos, tus gatos, tu trabajo, la posibilidad de tener un techo y poder pagar los medicamentos extraoficiales, y así sigues agradeciendo mientras esperas, mientras te fríen, mientras sales y hasta que llegas a casa y te tumbas en la cama, agotada, pero agradecida.
Sabes que desde que salgas hoy del inframundo todo será diferente, porque ya habrá acabado la acumulación de rayos. Clic para tuitear
Lunes, 9 de agosto de 2021
Último día de radioterapia. No te lo puedes creer. Se te han hecho eternas estas tres semanas. Aunque tu pecho sigue aullando como un bebé recién nacido ante la escabechina que su mamá permite que le hagan sin inmutarse, tú sabes que desde que salgas hoy del inframundo todo será diferente, porque ya habrá acabado la acumulación de rayos. El dolor y la inflamación seguirá durante bastante tiempo, y el destrozo interno posiblemente no termine nunca de repararse. Pero, por lo menos, ya no tendrás que forzar una y otra vez a tu cuerpo y a tu corazón a hacer algo para lo que solo tu mente encuentra explicación.
Hace un calor horroroso este 9 de agosto en un Madrid vacío, en que la gente ha salido disparada después de uno de los años más duros de sus vidas, ávida de playa, sin importarle una mierda los contagios que todo el mundo sabe que aumentarán tras este paréntesis en que más vale hacer como si todo fuera «normal», aunque en el fondo todos sabéis que ya nada nunca volverá a ser lo mismo. Pero no es solo el calor del agosto madrileño y el calor de tu pecho radiado. Es que ayer recibiste un mensaje suyo que te encendió como una cerilla. Un mensaje de la persona más egocéntrica del planeta girando como una peonza en torno a su propio ombligo, pero pretendiendo acercarse a ti desde el máximo cuidado y compasión. El asunto lo decía todo: «I try to self-reflect honestly». Si su mensaje es una «autorreflexión honesta», tú eres una nutria. Aunque hay una cosa que tienes que agradecerle: por fin estás pudiendo conectar con la rabia, con toda la lava que caracoleaba en la boca de tu estómago, con esa energía atómica que no conseguías liberar. Ahora por fin el volcán está erupcionando, y eso te está permitiendo conectar, también, con tu propia fortaleza y dignidad. Incluso llega a decirte en su mensaje que le dejaste solo, que por qué no luchaste por la relación... ¿Cómo puede decir eso alguien que salió huyendo ante un diagnóstico de cáncer de su pareja? ¿Querrá encima que te sientas culpable por haberle abandonado? Sientes el daño infligido, y también el daño permitido por ti. Te hierve la sangre, sudas, aprietas los dientes y entras en el hospital como un remolino de furia. Estás a punto de montarle el pollo a la enfermera desganada por su trato despectivo a un paciente que no se puede ni sostener en pie, pero enseguida te das cuenta de que no es a ella a quien quieres montar el pollo, y que ha llegado el momento de que muestres tu enfado y pongas los límites a la persona adecuada, porque eso es exactamente lo que deseas y debes hacer.
Hoy entras muy decidida en la sala «Infinity», dispuesta a no dejarte intimidar por un puñado de radiaciones ni por un imbécil narcisista que se cree muy honesto. Te dejas freír por última vez, y después, mientras te pones el camisón, te despides amablemente del chico del tupé, que es el único que está aguantando todo agosto allí, al pie del cañón. Le agradeces sus atenciones (incluso te cambió la hora la semana pasada para que no te perdieses parte de tu retiro). Pones la nota de humor diciéndole:
—Siento decirte que espero no volver a verte nunca más.
Os echáis a reír y sales de aquella sala que esperas también no volver a pisar en tu vida.
Al salir del hospital, cae el sol con pesadez, pero tú te sientes ligera. Rabiosa pero ligera, como si te hubieses sacado de encima la bota de un militar que te aplastaba la cabeza y fueses directa a pegarle una patada en la boca a ese gilipollas sin sentir ni una pizca de culpabilidad.
Jueves, 26 de agosto de 2021
Hoy tienes cita con el oncólogo, para seguir con el tratamiento que te queda: la hormonoterapia. Ya está terminando el agosto más caluroso que recuerdas, quizá porque es el primero que pasas entero en Madrid. Menos mal que tu amiga Raquel vino a verte unos días y eso alivió tu sentimiento de soledad o, más bien, de abandono. Te vas dando cuenta de la hondura de ese sentimiento, que te acompaña desde la infancia y del que vas buscando confirmación, una y otra vez, al vincularte con personas no confiables o no disponibles, sacrificando tu dignidad y tu esencia a cambio de que te quieran. Pero eso se acabó. Desprenderte de esa enfermedad vincular forma parte, para ti, de la recuperación del cáncer, aún más que esta hormonoterapia a la que te encaminas sin demasiada confianza.
Mientras esperas a que tu numerito salga en la pantalla, le das un repaso a estos seis últimos meses de cáncer y duelo. Te parece increíble que, justo cuando estabas cerrando el ciclo, haya aparecido él de nuevo y hay vuelto a poner tu corazón patas arriba. Pero también te alegras de haber podido contestarle de frente, expresando todo tu legítimo enfado, arriesgándote, eso sí, a que tomase una respuesta tajante como una vía abierta a la comunicación, como en realidad ha hecho, dándote la razón en todo y hablándote de su anhelo de comprometerse contigo. Ahora toca otra vez el silencio por respuesta, hasta que se dé cuenta de que no cometerás de nuevo el error de confiar en su río de palabras amables.
Por fin aparece tu numerito en la pantalla. Mientras te encaminas a la consulta de tu oncólogo lacónico y felino, notas que tus pasos pisan más fuerte sobre el suelo, y que tu figura está más erguida que la última vez que viniste a esta consulta. Al entrar, miras a los ojos a tu oncólogo y consigues mantenerle la mirada, mientras te sientas frente a él. Hoy está solo. Se sumerge en el ordenador durante un rato, y después te dice:
—Veo que ya concluyó el tratamiento radioterápico.
Asientes, y le preguntas:
—¿Cuál es el siguiente paso?
—Ahora iniciaremos el tratamiento hormonal, que ayudará a evitar que el cáncer vuelva a reproducirse —dice—. Pero primero, pase a la camilla, que voy a explorarla.
Te desnudas de cintura para arriba, y te sientas en la camilla. Mientras tu oncólogo se aproxima, baja la vista y fija sus ojos sin pestañas en la puerta de un armario bajo que está un poco abierta, junto a tu pierna. Se agacha frente a ti para cerrar el armario, pero cuando parece que ha hecho clic, se vuelve a abrir con un mínimo gemido que parece multiplicarse en el silencio que reina. Vuelve a cerrar la puerta, esta vez con más cuidado para que se mantenga en su posición, pero esta se vuelve a abrir, díscola. Repite la acción varias veces, cada vez con más fuerza. Tú lo miras y te empieza a entrar la risa, porque ahí está, arrodillado delante de una mujer semidesnuda, obsesionado con la puerta de un armario a la que no le da la gana cerrarse. Te mira un segundo desde abajo y tú a él desde arriba, y se da cuenta de que aquello empieza a ser bastante extraño, de modo que claudica, se alza ante ti y comienza la exploración como si no hubiese pasado nada, aunque de vez en cuando no puede evitar bajar la mirada a la puerta del armario, que parece recordarle lo imperfecto de la vida, que en la mayoría de los casos no quiere avenirse a los preceptos científicos y va por donde le da la gana.
Te dice que todo lo ve muy bien, aunque tú lo que ves es un pecho dolorido e inflamado cuyo interior imaginas lleno de tejidos duros y retorcidos, como una campo de olivos después de un incendio. Pero bueno, supones que eso es a lo que esta medicina llama «bien»: un lugar arrasado donde no pueda crecer nada, ni malo ni bueno.
Te vuelves a vestir, mientras tu oncólogo empieza a teclear en el ordenador como un loco. Cuando termina, te extiende un par de hojas con el informe, señalándote una de las líneas:
—Este es el medicamento que ha de empezar a tomar, Tamoxifeno. Tres grageas al día. Y nos vemos en cuatro meses.
Esperabas más explicaciones, así que te quedas quieta en la silla, mirándole fijamente, hasta que te pregunta:
—¿Tiene alguna duda?
Deberías tenerlas, pero estás bloqueada. Lo único que se te ocurre decir es:
—¿Qué efectos secundarios tiene esta medicación?
—Bueno, tendrá usted los síntomas típicos de la menopausia, sofocos, esas cosas… —dice, haciendo un gesto con la mano como quitándole importancia a lo que está diciendo, como si no quisiera aburrirte con detalles nimios.
¿Y ya está? La doctora B. te había prevenido de que la hormonoterapia podía ser bastante agresiva. Pero te das cuenta de que no le vas a sacar mucho más, porque tampoco se te ocurre qué más preguntar y porque desde que te hablaron de qué tipo de cáncer padecías, todo el mundo en el entorno médico parecía alegrarse un montón de que tu tumor tuviese receptores hormonales, de modo que hay mucha gente que piensa que deberías estar aplaudiendo con las orejas. Así que le das las gracias y te marchas de la consulta, con la seguridad de que en cuanto salgas por la puerta tu oncólogo se abalanzará sobre la puertecita díscola del armario para cerrarla, aunque sea con esparadrapo.
En el camino de vuelta, pasas por la farmacia para comprar el Tamoxifeno. Hay algo que no te gusta de ese medicamento, y no sabes por qué. Es como si la propia caja, con tabletas de pastillas que tintinean al moverla como una maraca, te produjese rechazo. No eres mucho de leer los prospectos de las medicinas (por lo aprensiva que eres). Sin embargo, esta vez es lo primero que haces al llegar a casa. Casi se te cae la mandíbula al suelo al leer lo siguiente:
«Efectos adversos frecuentes (pueden afectar hasta 1 de cada 10 pacientes):
- Alteraciones vasculares: Aparición repentina de debilidad o parálisis de los brazos o piernas, dificultad repentina para hablar, caminar, sujetar cosas o pensar (cualquiera de ellas puede ocurrir debido a que el flujo sanguíneo del cerebro está disminuido y estos síntomas pueden ser signo de un derrame cerebral), obstrucción en los vasos sanguíneos.
- Alteraciones del sistema reproductor y mama: Hemorragia vaginal, flujo vaginal, escozor alrededor de la vagina, cambios endometriales (interior de la matriz), irregularidades menstruales.
- Alteraciones gastrointestinales: Malestar gastrointestinal.
- Alteraciones de la piel: Pérdida de cabello, erupción.
- Alteraciones del sistema nervioso: Dolor de cabeza, aturdimiento.
- Alteraciones generales: Síntomas relacionados con su enfermedad, retención de líquidos.
- Alteraciones de los músculos: calambres en las piernas.
»Efectos adversos poco frecuentes (pueden afectar hasta 1 de cada 100 pacientes):
- Alteraciones de la visión: Cataratas, cambios en la retina.
- Alteraciones del sistema reproductor y mama: Fibromas uterinos, tumor en el endometrio (interior de la matriz).
- Alteraciones generales: Reacciones de hipersensibilidad.
- Alteraciones determinadas en el laboratorio: Disminución del número de plaquetas, disminución del número de leucocitos, disminución del número de neutrófilos, anemia, cambios en los enzimas del hígado, aumento de los niveles de grasas en sangre.
»Efectos adversos raros (pueden afectar hasta 1 de cada 1.000 pacientes):
- Alteraciones de la visión: Cambios en la córnea, alteraciones del nervio óptico, inflamación del nervio óptico y en un reducido número de casos, pérdida de la visión (causada por la alteración/inflamación del nervio óptico).
- Alteraciones del sistema reproductor y mama: Tumor en el útero (matriz), trastornos en el tejido interior de la matriz, quistes ováricos.
- Alteraciones gastrointestinales: Inflamación del páncreas.
- Alteraciones del hígado y bilis: Acumulación de grasas en hígado, detención del flujo de bilis, hepatitis.
- Alteraciones determinadas en el laboratorio: Elevación de calcio en sangre.
Después de leer esto, la radioterapia empieza a parecerte un juego de niños en comparación con la hormonoterapia. No te cabe duda de que habrán hecho serios, sesudos y bastante desalmados estudios en que se habrá demostrado que la reincidencia del cáncer de mama en caso de tumores con receptores hormonales era no sé qué tanto por ciento menor en las no sé cuántas mil mujeres que se tomaron esta bomba medicamentosa en comparación con las que no se la tomaron, mientras por el camino algunas de las incautas (efectos colaterales inevitables, qué se le va a hacer, 1 de cada 10, o 1 de cada 100, o 1 de cada 1.000, como si esto fuese la lotería, o la ruleta rusa) tuvieron trombos, derrames cerebrales, fibromas, cáncer de endometrio o pérdida de la visión… Estás segura de que todo se habrá hecho con los dobles ciegos reglamentarios y siguiendo toda la normativa científica sin saltarse una coma. Pero, aun con toda esa «seguridad», cuando te metes en la boca la primera pastillita de tamoxifeno tu garganta se niega a dejarla pasar y casi vomitas. Haces de tripas corazón y acabas tragándotela, pero solo porque la doctora B. te dijo en la última consulta que probases a tomártelo y, en función de cómo te sentara, siguieses o no. Solo esperas que no te dé un derrame cerebral antes de poder discernirlo.
Te vas a la cama malhumorada. Estás enfadada con tu oncólogo por no haberte hablado de los «verdaderos» efectos secundarios del maldito Tamoxifeno. Estás rabiosa con la maldita persona amada que no te permite completar tu duelo en paz. Estás agotada después de seis meses de machaque corporal y emocional. Pero también, de forma proporcional a tu enfado, te sientes dueña de tu vida. Se acabó, a tus cincuenta y un años, la edad de la inocencia. A partir de ahora irás viendo por dónde pisas, en lugar de seguir ciegamente las huellas de los demás.
6 comentarios en «Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XXVI»
Gracia, Isa, por compartir este capítulo.
Me encanta el título y me siento muy identificada, y bastante menos ridícula de lo que pensaba, ya que pereir la inocencia y seguir rompiendo patrones con 46 años me producía un dejo de vergüenza.
Pero veo que nunca es tarde, para nadie, perder de una puñetera vez la inocencia que te adhiere a vínculos tóxicos y malsanos.
Mil y un gracias ❣️❣️❣️❣️
Melissa
Me encanta leerte, una realidad dura, aunque con toque de humor, gracias por compartir tu vivencia.
Muchas gracias por compartir tus experiencias, Isa. Siempre es un gusto leerte y siempre extraigo ideas de tus posts para aplicármelas a mis momentos de crisis. Me identifico mucho con tu periplo con «aquel», me imagino que no debió ser nada fácil, y me uno al abandono de la edad de la inocencia, a mí también me está costando, pero parece que estoy empezando a darme cuenta. Un fuerte abrazo.
Cuando he acabado de leerlo, me he dado cuenta de que estaba conteniendo el aire, de que sentía cada palabra que estaba resonando en mi.
Me alegro de haber compartido un trocito de tu vida, de que hayas entrado en la mía y de que la vida sea a la par cruel y generosa, otorgándonos oportunidades inesperadas.
Gracias por expresar, por compartir por enseñar.
Gracias y mil veces gracias.
Un abrazo fuerte de corazón a corazón.
Maite Corroto
La enfermedad como camino para poder seguir aprendiendo, y creciendo.
Un beso enorme
Fortunata
Hola Isa, soy Rosana una antigua alumna.
Verás leo con pasión desde el principio tu Algo diminuto…y desde el momento que tu ex pareja salió por pies, por así decir, supe que era un TNP, o sea un narcisista de manual. Pero no narcisista como se pueda decir así igual que se dice egocéntrico, no, narcisista patológico frente al cual lo mejor que se puede hacer es correr y correr como Forrest Gump.
Me alegro infinito de que no cayeras en su intento de aspirarte de nuevo a su realidad paralela. Seguro que cae algún intento más, pero ya estás prevenida.
Un abrazo gigante Isa.
Te sigo leyendo.