Con el Diario de lo diminuto quiero compartir contigo mi proceso personal con el cáncer de mama.
Capítulo XXVII
La pasión contra la prudencia
Jueves, 2 de septiembre de 2021
Has quedado a comer con tu amiga Elisa, y le cuentas lo preocupada que estás por los efectos del tamoxifeno. Desde que empezaste a tomártelo (hace una semana) te pesa la cabeza, no razonas bien ni puedes concentrarte, tienes un enorme cansancio constante, problemas estomacales e intestinales, insomnio, estrés, ansiedad y, para colmo, llevas dos días sangrando a lo bestia, lo que, teniendo en cuenta los efectos adversos —frecuentes y menos frecuentes— que se detallaban en el prospecto de esta medicación, te hace plantearte si se te estará desprendiendo el endometrio o algo peor.
En un discurso bastante desordenado, mezclas esto con la repercusión emocional de sus últimos mensajes. Le cuentas a Elisa el contenido de su «autorreflexión honesta», la indignación que descargaste sobre él y cómo, en lugar de dejarte en paz, redobló sus intentos de volver contigo, llegando a decirte en su último mensaje que, como se decía «en las ceremonias de boda», quería estar contigo «para lo bueno y para lo malo», que sabía que te había fallado, pero que no lo haría más y era capaz de comprometerse a ello. No le has contestado, ni piensas hacerlo, pero su insistencia te tiene alterada, porque no te deja completar el duelo y no puedes evitar amarlo, aunque desconfíes de cada una de sus palabras e incluso de tu propia noción de lo que es el «amor».
Elisa te escucha y alaba la fortaleza con que estás atravesando este proceso de cáncer y duelo que parece no terminarse nunca en sus dos ramificaciones paralelas (la del cuerpo y la del corazón). Tú no te sientes fuerte, sino exhausta, pero ella te contagia su energía y su entusiasmo, así que no paráis de hablar durante la comida en el Kathmandú Garden de Santa Engracia, y luego os vais a tomar algo al Café & Té de Reina Victoria, donde tienes que bajar al baño porque presientes que has vuelto a empapar la compresa superplús. Cuando ves aquella sangría que ha traspasado tu pantalón, te asustas, porque nunca habías sangrado tanto. Te cambias, y subes pálida y temblorosa. Se lo cuentas a Elisa, y entre las dos decidís que os acercaréis a Urgencias del Centro de Salud, que justamente tenéis enfrente. Tomadas del brazo os dirigís allí, y esperáis en una desierta primera planta a que la médica de guardia termine de hablar por teléfono con toda su agenda de pacientes, familiares y amigos hasta que, al cabo de casi una hora, le da por atenderte. Te receta Amchafibrin para cortar la hemorragia y te pide una cita con el ginecólogo del Hospital de la Cruz Roja para que te explore más en profundidad.
Cuando salís, y después de comprar la medicación en la farmacia de enfrente, te abrazas a Elisa y se te saltan las lágrimas de agradecimiento, de desesperación y de agotamiento a partes iguales. Os despedís, y te vas a casa, a —después de leer el prospecto del Amchafibrin— mirar fijamente esas grageas que, aparte de cortar la hemorragia, te pueden provocar una lista considerable de alteraciones gastrointestinales, cardiovasculares y del sistema nervioso. Finalmente, decides que no vas a sumar los efectos adversos del Amchafibrin a los del Tamoxifeno, y que esperarás al día siguiente a ver si va menguando por sí sola la hemorragia. Lo que más te joroba de todo esto es que, ahora que estabas empezando a poder fiarte de lo que te decía tu cuerpo, se ha vuelto a embarullar todo, porque ya no sabes si el estrés, la ansiedad, la tristeza, el insomnio, el cansancio o la confusión mental son porque el tamoxifeno te ha cortado los estrógenos de raíz o por el accidentado duelo, por sus malditos mensajes insistentes o por la pérdida de sangre. ¿Cómo vas a poner las medidas adecuadas para salir de todo esto si no puedes discernir de dónde procede lo que te ocurre?
Te acuestas y, justo cuando te parece que te vas a volver loca, algo en ti más profundo que el oleaje que rompe contra el acantilado de tu cráneo, hace que te entregues al cansancio y a la esperanza de no desangrarte mientras duermes.
Martes, 7 de septiembre de 2021
La stupidità umana non conosce limiti. Clic para tuitear
Esperas, en una fila de sillas de plástico vacías, a que te atienda el ginecólogo de la primera planta del Hospital de la Cruz Roja. Un nuevo especialista para tu currículum médico, que parece un pase de modelos de batas blancas, verdes y naranjas, solo que la modelo eres más bien tú, que te vas moviendo de consulta en consulta, de hospital en hospital, sometiéndote a todo tipo de exploraciones, tratamientos y opiniones altamente cualificadas. Cuando la enfermera te dice que puedes entrar a la consulta, lo primero que oyes, antes de asomarte, es una voz de hombre despotricando en italiano. Suspiras, intuyendo que esta cita no acabará bien. Te encuentras a un médico de unos cuarenta años, de nariz aguileña y pelo acaracolado, de indudable origen italiano, gritándole directamente al ordenador. Cuando te ve entrar, sin solución de continuidad, te invita amablemente a que te sientes con un movimiento amplio del brazo, como un gondolero en un canal de Venecia. Después te pide un poco de paciencia, porque el sistema se ha bloqueado y no tiene acceso al programa. Así que tienes que asistir a la pintoresca conversación telefónica de un médico que habla como el Padrino con un informático hospitalario al que se le deben de estar poniendo rojas hasta las orejas ante las poco sutiles invectivas del doctor. Cuando cuelga el teléfono, el médico-padrino-gondolero se inclina hacia ti, entrelazando las manos sobre el escritorio, y te dice:
—La stupidità umana non conosce limiti.
Aunque reconoces cierto atractivo y sentido del humor en su rostro y su forma desenfrenada de expresarse, te quedas con cara de póquer, porque no estás segura de querer introducirte en el jardín cuya puerta te está abriendo.
Como no puede acceder al ordenador, le cuentas brevemente tu historial, terminando por la hemorragia irregular que has tenido unos días atrás.
—Bene, haremos una citología y una ecografía para comprobar que todo está correcto.
Aprovechas para hablarle de los otros síntomas que te está causando el tamoxifeno: cansancio, estrés, insomnio, dificultad para concentrarte… Mientras realizas la enumeración, percibes su mirada displicente y, antes de que termines, te interrumpe para decir:
—Con su historial, yo también estaría estresado. No se preocupe, signora, es normal. Nos vemos para la citología.
Te quedas bloqueada, como te suele pasar ante los hombres vehementes, y más si llevan bata blanca y les has oído despotricar en siciliano. Sales de la consulta con tu cita en la mano, un globo de rabia hinchándose en la garganta y la frente ardiendo. Tienes las mandíbulas y los labios apretados, e intuyes que, si pudieras desbloquearlos en este instante, te convertirías en dragón y fulminarías esa consulta, italiano incluido.
Miércoles, 22 de septiembre de 2021
Solo hace dos semanas que esperabas en esta misma silla de plástico de la primera planta del Hospital de la Cruz Roja, pero te parece que hubieran pasado dos siglos. Y es que justo el lunes pasado recibiste un mensaje de whatsapp en que él te decía que, dado que no le contestabas a sus mensajes, había viajado a Madrid para verte y hablar contigo mirándote a los ojos; ¿estarías dispuesta a darle una oportunidad? Te entró el pánico y pensaste en no contestarle. No sabías si su persistencia te asustaba más que te halagaba. Pero después de respirar dos o tres veces profundamente supiste que tenías que enfrentarte a ello, que si la vida te lo había traído a Madrid no podías desaprovechar la oportunidad de asumir el reto.
Así que tuvisteis tres rondas de conversaciones en días sucesivos antes de que regresase a su país, en que te dejó desfogarte, sostuvo tu indignación, te pidió perdón mirándote lánguidamente a los ojos y pudisteis, finalmente, elaborar juntos buena parte de lo que había ocurrido seis meses atrás. A lo largo de esas tres tardes, salpicados de mojitos, sincronicidades y romanticismo a espuertas, te diste cuenta de que lo querías a morir (y lo de «a morir» estaba dejando de ser para ti una frase hecha), pero que no podías confiar en él como para retomar la relación en este momento, ahora que estabas empezando a reconquistar tu cuerpo, tus emociones y cierta paz interior. Solo pensar en volver con él te producía estrés, justo lo más contraindicado para mezclarlo con un cáncer reciente y con el Tamoxifeno. Ahora lo sabías: en la ruleta del amor te estabas jugando también la vida. Así se lo dijiste el último día que os visteis. Y te respondió que lo entendía y que te tomaras todo el tiempo que necesitaras, un mes, tres meses, un año… que él estaría ahí, esperando a que tuvieras claro si deseabas retomar la relación o no. Logró impresionarte con esa declaración caballeresca, tenías que reconocerlo, y le dijiste: «Está bien, cuando tenga las cosas claras contactaré contigo». Caminasteis entrelazados hasta el metro de Gran Vía y os despedisteis con el que podía ser (otra vez) vuestro último beso, y el más novelesco. Bajaste las escaleras sin mirar atrás, no fuera a convertirse en piedra o tú en sapo, o a darte cuenta de la alucinación amorosa en la que volvías a estar metida —por enésima vez— hasta las trancas.
Mientras miras fijamente la puerta azul de la sala de citologías, sientes la lucha interna, la parte de ti que lo único que quiere es estar con la persona amada, y la parte que necesita que te hagas compañía a ti misma de una puñetera vez, sin buscar distracciones en el exterior, y menos de tan alto voltaje. La puerta se abre y ves dos enfermeras, una de las cuales le enseña a la otra un cartel que está pegado en la parte externa de la hoja y en el que no habías reparado antes. La primera le dice algo a la otra, que se escandaliza y mueve la cabeza hacia los lados. Finalmente, una de ellas se vuelve hacia ti y te dice que entres. Cuando pasas, no puedes evitar echar una ojeada al cartel, en el que pone «Para una mejor realización de las pruebas, orine antes de entrar en consulta». Te ruborizas de pies a cabeza, de vergüenza ajena y de indignación. Crees saber de quién ha sido la idea de colocar ahí ese cartel, y apuestas a que no ha sido de las enfermeras. Afortunadamente, el ginecólogo italiano no está ese día, y las pruebas te las realizan las enfermeras, que son muy amables y te tratan con el respeto que se merece cualquier paciente, haya orinado o no antes de entrar en la consulta.
Jueves, 11 de noviembre de 2021
Mientras te diriges al Hospital Carlos III, a por los resultados del estudio genético, echas la cuenta de lo que han tardado en realizarlo desde que tuviste la primera cita, en junio. Cinco meses, no está mal; en ese tiempo podría haberla palmado la mitad de tu árbol genealógico.
Hoy te sientes algo más liviana, y estás segura de que esto tiene que ver con dos factores.
El primero es que esta mañana te has tomado solo media gragea de Tamoxifeno, y es como si el efecto de esa otra media pastilla que has tirado a la basura hubiese sido inmediato. La energía te ha subido considerablemente, de manera que vas escalando a buen paso por el parque inclinado al que está encaramado el hospital, en lugar de irte arrastrando, como vienes haciendo en los tres últimos meses. La doctora B. te aconsejó en la última consulta que redujeses la dosis unas semanas y luego dejases de tomártelo. Te había visto estupenda, también en el aspecto emocional, después de haberle hablado de la paz interior que a ratos sentías. Y no veía necesario, teniendo en cuenta tu clase de cáncer, que tomases cinco años esa medicación tan fuerte que te estaba impidiendo vivir y trabajar con normalidad.
El segundo factor es que ayer, después de tres meses de debatirte en una lucha sin cuartel entre la pasión y la prudencia, habías decidido hablar con él y decirle que no deseabas retomar la relación. La decisión no había sido en modo alguno arbitraria, sino que había salido de un seminario sobre trauma con el Dr. Gabor Maté en que, sumida en la desesperación por el maldito equilibrio entre las dos partes en lucha, te habías decidido a lanzar al mar del chat del zoom la botella con la pregunta en inglés de qué hacer en una situación como esta, en que tras un diagnóstico de cáncer la persona amada te había abandonado, y ahora, después de unos meses, quería volver contigo. Entre miles de botellas, la tuya fue recogida, y conversaste directamente con Gabor en el estrado de las dos ventanitas del zoom (la suya y la tuya), muerta de vergüenza. Después de contarle lo que te pasaba, él te hizo unas cuantas preguntas muy certeras, y después te invitó a conectar con tu cuerpo para preguntarle su opinión. Y tu cuerpo te dio la respuesta con respecto a si era bueno para ti retomar la relación con esa persona: «En este momento, no».
Después de una noche sin dormir, se fueron abriendo de golpe —como ventanas con una ráfaga de viento— informaciones que nunca habías querido registrar. Sobre todo, comprendiste que no te podías fiar de alguien que decía unas cosas y hacía otras, y cuyo compromiso, en la actualidad, se limitaba a palabras y más palabras. Así que, después de dejar reposar esa certeza el tiempo suficiente para saber que no se trataba de un impulso pasajero, ayer le enviaste un mensaje para hablar con él. Cuando piensas en esa conversación que tendréis el domingo por zoom, te entra una honda pena mezclada con una sensación de empoderamiento y de paz.
Entras en el hospital caminando serena, y apenas tienes que esperar junto a la consulta de Cáncer de Familia antes de que te haga entrar el médico que te atendió la última vez, esta vez sin enfermera. Después de un rato mirando el ordenador y de imprimir un extenso informe de muchas hojas, te comunica algo que no te esperabas ni por asomo.
—En los análisis hemos podido detectar que usted sufre una mutación genética que entraría dentro de lo que se denomina Síndrome de Lynch.
—¿Cómo? —te parece estar sumergiéndote en una película de ciencia-ficción, como si no hubieses protagonizado suficientes películas en los últimos tiempos.
El doctor de gafas impolutas y dicción amable te explica que se trata de una enfermedad que hace que quienes la padecen tengan hasta un 50 o 60% de probabilidades de desarrollar antes de los 50 años cáncer de colon, cáncer de estómago, cáncer de endometrio, cáncer de ovarios, y otros tipos de cáncer en menor porcentaje, como cáncer de mama, de vejiga, de páncreas, de riñón o de piel. Te quedas algo aturdida y paralizada con esa información que te sitúa de pronto en una especie de campo de minas estadístico, en el que una mina ya había estallado, pero en el que parecía haber muchas más.
—¿Y qué significa eso exactamente? —es lo único que se te ocurre preguntar.
—Tendrá que hacerse exámenes periódicos del aparato digestivo, biopsias de útero y revisiones ginecológicas frecuentes.
Bueno, no parece tan grave mientras te mantengas en el lado favorable de la estadística y lleves un detector de minas.
—¿Solo se trata de prevenir entonces? —le preguntas, más aliviada.
El doctor se revuelve un poco en la silla, entrecruza las manos un par de veces y te dice:
—Sí, y también tengo que decirle que, como medida preventiva, le propondrán realizar una histerectomía.
—¿Qué es eso? —preguntas, alarmada.
El médico carraspea.
—La extirpación del útero.
—¿Perdón?
El médico vuelve a carraspear y a revolverse, antes de decir:
—Pero, por supuesto, usted decide.
—¿Me está diciendo que me van a proponer quitarme el útero como medida preventiva?
—Al fin y al cabo —dice el médico con voz conciliadora y desenfadada—, después de la menopausia el endometrio no hace más que dar guerra.
Abres más los ojos, si cabe. ¿Estás oyendo bien? ¿Ha dicho «dar guerra»? ¿Así se atreve a hablar la medicina tradicional de los órganos del cuerpo humano? De «tu» endometrio, en este caso particular. Por primera vez notas que tu voz sale firme y poderosa al dirigirte a un médico:
—No pienso consentir que me extirpen el útero por prevención.
El médico baja la vista y musita: «Claro, claro, es su decisión». De pronto, viendo cómo su cuerpo ha menguado en el asiento y asumiendo de golpe que tu cuerpo es tuyo, y no de los médicos, en tu cerebro se te enciende una lucecita, que enseguida empieza a dar vueltas y a sonar como la sirena de una ambulancia.
—Pero entonces… —dices, traspasando con tu mirada el cristal de las gafas del médico para poder llegar a sus entrañas—, si tengo tantas probabilidades de contraer cáncer de endometrio, y me estoy tomando Tamoxifeno, uno de cuyos efectos adversos es el cáncer de endometrio…
Tus conexiones neuronales empiezan a echar chispas como bengalas en un concierto de Shakira, mientras el médico que tienes enfrente, que realmente parece una buena persona, aunque le haya tocado hacer de mensajero del diablo, se retuerce cada vez más detrás de su gran escritorio, a modo de muralla alopática.
—Sí, claro… —te dice, con extrema amabilidad—. Tiene usted razón. Hablaré con su oncólogo para que considere una alternativa a esa medicación.
Pero yo ya no puedo parar:
—O sea, me está usted diciendo que me propondrán extirparme el útero para prevenir un cáncer de endometrio, mientras me están dando un medicamento que lo propicia, para prevenir otro cáncer que ya no tengo… Cuando, además, este medicamento me está produciendo unos efectos físicos y psíquicos devastadores.
—La entiendo perfectamente. La verdad es que los efectos del Tamoxifeno en algunas personas pueden ser muy incómodos.
Aprovechas su apertura para enumerarle todos los síntomas que padeces, y cómo te están imposibilitando realizar tu trabajo con normalidad. Te dice que sí, que esos efectos se pueden dar al eliminarse de golpe los estrógenos del cuerpo, y que además suelen durar no unos meses, sino más bien un año o más.
—Pues yo soy autónoma, divorciada y madre de dos hijos, de modo que no puedo permitirme tener estos síntomas todo ese tiempo —le dices, desafiante.
Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XXVII Clic para tuitear
El doctor levanta la vista, y consigues por fin verle la mirada por detrás de los cristales, cuando te dice:
—Yo no puedo recomendarle que deje de tomarse el Tamoxifeno, porque es el protocolo, pero entiendo su postura. Le sugiero que hable con su oncólogo y siga sus indicaciones.
Piensas en tu oncólogo felino y no crees que sea él quien te aconseje salirte del protocolo, así que sospechas que esta vez tendrás que ser tú misma quien tome las riendas y asuma los riesgos de desviarte de lo que se ha convertido en un galimatías médico contradictorio y perverso.
Miras al doctor de las gafas impolutas, que al fin y al cabo es el único que te ha proporcionado información suficiente para poder tomar una decisión propia. Le sonríes y le agradeces su amabilidad, porque —aunque está tan acorralado por los protocolos como todos los demás— al menos ha hecho el intento de ponerse en tu pellejo.
Te marchas de allí con el largo informe genético, las citas con Digestivo y Ginecología, tus recién estrenados altos porcentajes de padecer nuevos tipos de cáncer y dos decisiones tomadas: no ingerirás una sola pastilla más de Tamoxifeno y ni de broma te someterás a una histerectomía preventiva. A cambio, te prometes a ti misma cuidarte en el ámbito emocional, no meterte en montañas rusas pasionales y mantener la dignidad y la firmeza el domingo cuando hables con él y le digas que NO.
Y, de pronto, sientes que tu cuerpo se ensancha y te lo agradece con una inyección de alegría y levedad que te hace emprender un vuelo rasante hasta el metro más cercano. Curiosamente, te sientes más sana que nunca antes en tu vida.
8 comentarios en «Algo diminuto, pero que no puedes ignorar XXVII»
Me atrapas, me atrapas, maravilla!!
Gracias diminuto por existir, y esa pluma que nos lleva a tantos escenarios, conocidos, odiados, ,, en donde el ser humano con mayúsculas lucha por sobrevivir.
Gracias Isa
Gracias Isa por cuidarte, compartirte y expresarte. Leerte es un regalo y no diminuto, giganteee!!
Qué bien escribes , Isa. Besazo para tí por escribir y por ser tan valiente.
Me asombra la valentía que has tenido al llegar hasta aquí, Isa, hasta este capítulo XXVII del «Diario de lo diminuto» que a cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad, al leerlo, estoy seguro que le provocará sensaciones y emociones que le encogerán el alma. Confieso que esto es lo que he sentido yo.
Hola Isa mi atención tan dispersa casi siempre no se ha separado ni un milímetro de tu relato.Siento un soplo de conexión con todo lo que cuentas
La curiosidad,el interés,la empatia y mis emociones bullen al unísono de tu narración.
Infinitamente agradecida por ello.Un abrazo fuerte
Lola
Magnifico relato. Atrapa desde el inicio!!!
Bravo, a esta escritora, bravísimo a esta mujer.
Toda mi admiración. Gracias
Magnifico relato.
Gracias Isabel.