(He querido hacer un recopilatorio en 2 partes de mi proceso en la superación del Trastorno de Trauma del Desarrollo, con fragmentos de los posts que fui escribiendo al respecto en su momento. Esta es la parte II. Pincha aquí si quieres leer la parte I).
. 17 de mayo de 2018, en el post «La otra del espejo»:
«Hace un mes o así estaba en mi entrenamiento de Fitness Chi Kung, realizando un ejercicio de suelo, cuando alcé un momento los ojos y me vi reflejada en un gran espejo que ocupa toda una pared. Y, por primera vez en mi vida, me reconocí. Es más, vi a una mujer bella. Que era yo. Fue impresionante tener esa sensación de yoidad, de reconocimiento, por primera vez. Solo fue un segundo. Pero fue suficiente para darme cuenta de que, hasta entonces, mi sensación al mirarme en el espejo era la de que otra persona estaba ahí. A veces a esa persona la veía guapa (como quien mira la foto de un anuncio en una revista); otras veces esa persona estaba horrible (como quien mira la foto de una mujer tomada para ingresar en prisión). Pero en ningún caso esa persona era yo. O sea, yo sabía que era yo, pero no sentía que lo fuese. Y esa percepción de otredad (parece ser que se llama «despersonalización») estaba acompañada de una sensación de vacío, de anulación, de inexistencia, de muerte.
»Después de ese momento fugaz, una y otra vez fui ansiosa al espejo a buscar de nuevo esa agradable sensación de ser yo misma y, por tanto, de sentirme acompañada, caldeada por mí. Pero no se dio. Día tras día he tenido que enfrentarme a esa horrible sensación de no reconocimiento aunque, por lo menos, ahora sabía de dónde surgía, y lo que era. Podía ponerle palabras.
»El jueves pasado fue la presentación de Ninguna mujer ha pisado la luna, de Kike Parra. Me habría encantado decir algunas palabras de cariño sobre el libro y sobre Kike, porque ambos son muy especiales para mí, pero ni lo intenté, porque me sentía demasiado vulnerable y sabía que si decía algo me iba a poner a llorar. Fui pensando que me marcharía prontito a casa. Tuve la suerte de poder quedar un rato antes de la presentación con mi amiga Elisa, que me acompañó y me ayudó con sus ojos a verme con los míos. Creo que fue su simple presencia amorosa (y nuestra indestructible conexión) lo que me permitió experimentar lo mucho que me quiere la gente que me rodea. Había alumnas y alumnos, ex alumnas y ex alumnos. Amigas y amigos. Colaboradores que son amigos. Amigos que colaboran… Todos ellos me mostraban su cariño… y yo lo recibía. A algunos de ellos los veo todas las semanas en clase; debería sentir su aprecio… Pero no, me negaba ese regalo. Fue increíble sentirme tan calentita. Estaba tan absorta recibiendo que ni siquiera sé si pude dar algo a cambio. Incluso me quedé hasta las cuatro de la madrugada, porque no me quería marchar lejos de esa hoguera.
Se me hizo claro como la luz del sol —que entraba a raudales por la ventana— que lo que me había mantenido alejada de mí misma era la falta de amor. Clic para tuitear
»Cada descubrimiento de este tipo tiene una parte dura, porque ha de pasar por el reconocimiento de que nunca antes habían sido las cosas así (o sea, normales), de que siempre iba a las presentaciones aterrada como si me fuese a encontrar con el enemigo, que permanecía encogida y distante cuando hablaban conmigo, por más que en las fotos saliera con una careta sonriente, que no podía encajar el cariño y la calidez porque eso no coincidía con mi sentimiento de ser culpable e indigna de la aceptación ajena. Es un golpe para el orgullo reconocer esto, y me produce la sensación de caminar hacia atrás. Pero puedo decir que merece la pena.
»El viernes me levanté con una resaca del copón, pero cuando entré en el baño y me vi en el espejo, ahí estaba yo. Con ojeras y bastante perjudicada. Pero eran mis ojeras, mi nariz, mi boca, mi cuello. Y el amor. Porque se me hizo claro como la luz del sol —que entraba a raudales por la ventana— que lo que me había mantenido alejada de mí misma era la falta de amor. Un amor que era incapaz de autogenerar ni acababa de permitir que me llegase de fuera».
. 31 de mayo de 2018, en el post «El infierno»:
«Todo suele empezar con una ligera sensación de evitación, como quien trata de espantarse un mosquito de la ceja, de ese lugar al que la vista no alcanza. Sigues con tu vida, porque al fin y al cabo, qué más darán todos los mosquitos del mundo que estén fuera de tu ángulo de visión. Pero es molesto, porque no se va, más bien empieza a acaparar la atención como si, en realidad, siempre hubiese estado allí, incordiando.
»Hasta que de repente te das cuenta de que el maldito mosquito domina tu vida. Que más que un mosquito es un agujero negro que absorbe tus acciones, tu energía y cualquier intento de salir a flote. Que en realidad eres tú el mosquito tratando de volar en contra de esa atracción fatal que te quiere arrastrar al abismo. Hoy es tu 49 cumpleaños y empiezas a oír las voces que te llegan desde ese pozo sin fondo: «¿Qué haces en este mundo? ¿No crees que no deberías existir?». Una sabe que no es así, que todo el mundo tiene derecho a existir, lo dicen los Derechos Humanos y demás. Una sabe que son las voces de antiguos patrones ancestrales que se quedaron atascados en los bucles del tiempo. ¿Y qué, si lo que sientes es que nunca deberías haber estado en este mundo? Saber no ayuda, echa más leña al fuego:
»¿Cómo no eres capaz de salir de ahí, imbécil? ¿A qué esperas? Aplasta el mosquito con el dedo meñique, ya verás qué alivio». Pero a estas alturas el mosquito eres tú y el agujero negro no para de martillearte la cabeza.
WhatsApp y Facebook te gritan mensajes de felicidad mientras resbalas por el cráter del abismo sin que nadie te pueda ayudar. “Nadie, absolutamente nadie te puede querer, y quien te quiera, vaya decepción se llevará” Clic para tuitear
»Tantos años de terapia para esto. Respira y céntrate en tu cuerpo. Al menos eso sí sabrás hacerlo, ¿no? Hasta un niño de teta podría». Sientes pitidos en los oídos, la mandíbula apretada por la rabia, el estómago como un puño. «Ni siquiera eres capaz de relajarte. ¿A qué le tienes miedo? Eres una cagueta. Los fantasmas te dominan y no eres capaz de enfrentarte a ellos». Tu cuerpo se rompe por dentro. Sientes que no vas a ser capaz de salir adelante con tu trabajo, porque nunca podrás organizarme, siempre con muchas más tareas urgentes que hacer de las que das abasto. Te parece que tu aislamiento no te permite tomar contacto real con los demás, y que las personas que te quieren no se merecen este fiasco, de modo que los mensajes de cariño te llegan como cortes afilados. Whatsapp y Facebook te gritan mensajes de felicidad mientras resbalas por el cráter del abismo sin que nadie te pueda ayudar. «Nadie, absolutamente nadie te puede querer, y quien te quiera, vaya decepción se llevará». Te sientes una bruja gritona y manipuladora que está trasladando patrones emponzoñados a sus hijos. El desfase entre cómo te sientes y cómo te ven los demás es el águila alimentándose de tus intestinos, mientras tú permaneces atada a la piedra de ti misma. En este instante serías cualquier persona o animal del planeta salvo tú. Pero eres el único sitio de donde no puedes escaparte. Esto es el infierno.
»Me levanto al día siguiente agotada, con la resaca del sádico que se ha ensañado torturando a su víctima hasta caer reventado, con el agotamiento y desesperanza de la víctima también. Víctima y verdugo dan pena ahí tirados. Y yo me pongo al margen de ellos a hacer mis cosas, las pequeñas cosas del día a día, un poco temblorosa. No quiero que vuelvan, no quiero que se despierten, quiero que duerman para siempre y que me dejen vivir en paz. Pero algo en mí me dice que volverán. Es el infierno, sí. Y volverá mientras yo vuelva a él, mientras yo crea en él.
»En el interludio, me entreno en exorcizarlo a través de la escritura, a través de acariciar a la niña asustada. Hace tiempo leí en un libro (no recuerdo cuál) que la prueba irrefutable de que el amor era más profundo (más cierto, más real, más sagrado) que el odio, es que el odio no puede abarcar el amor. Y, sin embargo, el amor sí puede abarcar —abrazar— el odio. Amén».
Las palabras que no alcanzan con la yema de sus letras a la experiencia real. Es como presenciar y protagonizar a la vez una lucha sin cuartel a nivel celular. Clic para tuitear
. 14 de junio de 2018, en el post «El convento»:
«Despertarme y sentir, lo primero, el pitido en los oídos (¿será la sangre corriendo a todo meter por mis sienes?). La adrenalina quiere pegarme un chute: a veces resisto la tentación y otras no. Cuando la resisto, me quedo un rato más en la cama. Sé que no será agradable, pero no puedo dejar que el «hacer» tape el «ser». Ahora el «ser» tiene que ver con el «no saber quién se es». Soy una desconocida que se va conociendo instante a instante, golpe a golpe. La ballena gris en el cerebro, mi cuerpo quejándose, los pensamientos ametrallándome (solicitando toda mi atención), el corazón soltando sangre a borbotones. Las palabras que no alcanzan con la yema de sus letras a la experiencia real. Es como presenciar y protagonizar a la vez una lucha sin cuartel a nivel celular; como si los conflictos vitales estuviesen reflejados especularmente en el cuerpo, en los órganos, en las mitocondrias. Cuando ya no puedo más de ese desenfrenado descanso, levantarme e ir despacio al baño, aceptando que, ya de buena mañana, me tengo exhausta. Seguir las rutinas (hacer pis, peinarme, cambiar los cuencos de agua del altar…) instante a instante, y cuando los pensamientos me arrastran, volver a la orilla y permitirme, simplemente, sentir. Sentarme a meditar. Dejar que el corazón sangre. De vez en cuando, llorar. Dejar que eso también pase, con la atención puesta en la respiración. No ser capaz. Dejar que también pase ese pensamiento. Ver surgir imágenes del pasado: de abandono, de soledad, de injusticia, de humillación, de desprecio, de desinterés. Calibrar la distancia entre cómo las había procesado mi entendimiento (no vales, no sabes, no es para tanto, deberías haber) y el sentimiento real (odio, rabia, rechazo, tristeza, desesperación). Mientras tanto, preparar el desayuno despacio: calentar la pasta de arroz, poner al fuego la tetera, elegir el té, espolvorear sobre el arroz las pipas, los arándanos secos, el cardamomo.
»¿Hasta cuándo aguantaré cuidarme antes de correr a por un donuts, una hamburguesa, una cerveza, una pizza?
»Detectarlo como uno de esos pensamientos provocados por la ansiedad, por el querer huir. Decirme a mí misma: esa no es la salida. A veces, acariciarme la cara, darme un golpecito en el hombro, abrazarme. Subir de nuevo a mi celda, sentarme a trabajar, que es por fin descansar de mí misma. Aunque ya no tanto. De vez en cuando, sentir la respiración superficial, el cuerpo alerta, la garganta apretada. Y respirar hondo, percibir el suelo bajo los pies, desanudar la faringe. Acariciar la tristeza, entender la magnitud de la tragedia. De las sucesivas tragedias, provenientes de un malentendido primigenio: la creencia de que no mereces ser amada. No mirar la lista de e-mails por responder, sobre todo los que exigen implicación emocional. Admitir los cambios que están por venir en tu forma de relacionarte, asumir que tu «hambre de amor» nunca será saciada desde el exterior. Sentirte en otra frecuencia con la gente, a través de unas rejas de contención. Comer a tus horas, despacito. De repente, una arcada de dolor, acompañada de sentimientos de desolación, de miedo atroz, acompañados de pensamientos como navajas de afeitar… que dejas pasar, sangrando, para ir al siguiente instante, no mucho mejor, ni mucho peor, casi ya te da lo mismo. Ampliar la celda rodeada de algodones para dar clase e invitar a entrar en el convento a tus alumnas/os. En ese rato, sentir la plenitud, la no separación. Volver a la soledad. Calentar las verduras, el arroz, la sopa de miso para la cena. Sorprenderte de, un día más, no haber bajado a por cerveza. Suspirar, tan cansada… Entender que mañana será otro día. No mucho mejor, ni mucho peor, ya casi da igual. Lavarte los dientes muy despacio, mirándote a los ojos, diciéndote sé que estás ahí, aunque te escondas. Acostarte en posición fetal rodeada de algodones mientras los gatos se acurrucan en el triángulo de tus piernas encogidas. Acordarte de tu maestra y cerrar los ojos».
He tenido que admitir que la vida que llevaba y todas las tareas que me había autoimpuesto me sobrepasaban y, sin embargo, estaba eludiendo lo esencial: tomar contacto conmigo misma, cuidarme, aceptarme… Clic para tuitear
. 14 de mayo de 2019, en el post «Vivir sin miedo»:
«Cuando me enteré de que padecía algo llamado Trastorno de Trauma del Desarrollo fue un gran shock para mí. Ahora lo veo como un gran paso adelante, pero en su momento lo sentí como un retroceso: otra vez tenía que volver a partir de cero.
[…]
»Por un lado, fue un gran alivio, porque poder comprender más ampliamente lo que me ocurría me permitía afrontarlo con más consciencia y adecuación. Por otro lado, fue un golpe al orgullo: resulta que llevaba meditando quince años, haciendo terapias otros tantos, toda mi vida estudiándome a mí misma… y solo ahora veía que mi existencia había estado totalmente condicionada por unos mecanismos automáticos de supervivencia que había desarrollado en la infancia y que me hacían la vida imposible. ¿En qué habría estado pensando los últimos cuarenta y nueve años?
»El siguiente año fue duro, porque tuve que tomar decisiones dolorosas para propiciar el entorno adecuado que me permitiera trabajar en mi proceso sin excesivas interferencias externas. He tenido que admitir que la vida que llevaba y todas las tareas que me había autoimpuesto me sobrepasaban y, sin embargo, estaba eludiendo lo esencial: tomar contacto conmigo misma, cuidarme, aceptarme…
»A la vez, fue un año fructífero:
- LEÍ muchos libros relacionados con el tema del trastorno del trauma del desarrollo, que me ayudaron a delimitar lo que me ocurría.
- En las sesiones de terapia ME ENFRENTÉ a la vergüenza, el miedo, el ridículo, la desconfianza… Lloré, me enrabieté, me desesperé. Quería resultados aquí y ya. Y sin embargo el afrontamiento de este trastorno exige un ritmo pausado, más basado en la aceptación y la relajación que en la acción impulsiva y la impaciencia.
- ESCRIBÍ numerosos posts en los que iba contando mis avances. Eso era un modo de conectar con otras personas que se sintiesen identificadas con lo que me ocurría y, a la vez, una forma de transformar todos los fantasmas que me invadían en consciencia.
- ME PERMITÍ HABLAR abiertamente de algo que antes me avergonzaba profundamente.
- DEJÉ SALIR A MI NIÑA INTERIOR y permití que expresase sus necesidades.
- DEJÉ SALIR LA IRA que estaba reprimiendo o dirigiendo hacia mí misma, y me di cuenta de que necesitaba esa energía para poner límites, preservar mi dignidad y no confundir la empatía con la identificación.
- Me permití PERMANECER EN CONTACTO con las emociones y sensaciones desagradables que me invadían constantemente, me di cuenta de que no se acababa el mundo por abrirles espacio en mi interior y, por tanto, cambió mi forma de relacionarme con ellas. No son mis amigas, pero podemos convivir.
- HE MEDITADO CADA DÍA, trabajando con la no evasión, haciéndome amiga de mis propias tensiones y reconociendo mis límites.
- Decidí ACABAR DE UNA VEZ POR TODAS CON LA PRECARIEDAD LABORAL: apuntarme a un curso de marketing y ventas, no ceder a mi sensación de fracaso y no valía, dar los pasos necesarios para visibilizar mi trabajo, para poder tener unos ingresos acordes con mis gastos, para crear un entorno de trabajo estable.
- Aprendí a DARME como mínimo el mismo CARIÑO Y COMPRENSIÓN que era capaz de dar a los demás. Ahora, cuando veo que viene el bombardeo de los fantasmas físicos y psíquicos guardados en mi memoria celular, me aposento en la certeza de su no solidez, de mi no solidez, y dejo que las bombas me atraviesen mientras me mantengo conectada al cariño y comprensión que envuelven con su manto la situación».
__________________________________________________
La luz y la oscuridad ya no son opuestos, sino complementarios. Clic para tuitear
Han pasado casi cuatro años desde que escribí ese último post recopilatorio. Desde entonces ha habido una pandemia, he pasado por un proceso de cáncer, por una ruptura y un duelo muy doloroso… Y sigo trabajando en lo mismo, en conocerme, explorarme, quererme, dejar que se expandan mis avances a mi área de influencia… Sigo encontrándome con vetas de hielo, de miedo o (como oí decir a una profesora muy querida) de «compasión congelada». Y sigo teniendo la sensación de caminar hacia atrás, cayéndome del burro todo el tiempo. La diferencia es que ya me sé el mecanismo y me pongo a favor del proceso, no en su contra.
La luz y la oscuridad ya no son opuestos, sino complementarios.
3 comentarios en «Cómo poner el trauma a tu favor: autoamor (parte II)»
Como siempre, Isa, muchas gracias por diseccionarnos toda tu experiencia con el trauma. Leerte me da fuerza para seguir adelante. Cuando te leo me siento siempre acompañada y veo que, aunque a veces sea muy difícil, estoy siguiendo el camino correcto. Gracias, un abrazo
Querida Isa. Pienso como Garbiñe. Eres muy valiosa y esa validez te la has ganado a pulso. Con tu trabajo, con tu enorme potencial para valorarte y valorar a los demás. Te das y te entregas a todos. Y además eres una persona capaz de estar al lado de todos nosotros.
Yo creo que ya es hora de que sepas que eres el faro de mucha gente. Ese faro que lanza una luz tan potente que todos los barcos llegan felizmente a un puerto seguro y acogedor y donde saben que serán y estarán protegidos gracias a esa faro que los condujo allí.
Un gran abrazo. Tu eres mi faro.
Muchas gracias, Isabel por tu post.
Me quedo con el párrafo a partir de «» A la vez, fue un año fructífero:» y toda la enumeración.
Me siento completamente identificada con el siguiente párrafo y siento un gran dolor y sufrimiento:
«Una sabe que son las voces de antiguos patrones ancestrales que se quedaron atascados en los bucles del tiempo. ¿Y qué, si lo que sientes es que nunca deberías haber estado en este mundo? Saber no ayuda, echa más leña al fuego.»
«La luz y la oscuridad ya no son opuestos, sino complementarios.» Maravillosa frase.
Abrazo fuerte.