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El soporte y yo: una relación tempestuosa

una piedra sobre otra conforman el soporte, la experiencia de la meditación

09 de septiembre de 2019

La diferencia entre un meditador principiante y uno avanzado es que el primero quiere hacerlo cada vez mejor, sufre con sus errores y cuenta los días que le quedan hasta alcanzar la perfección, mientras que el segundo sabe manejarse en cada momento dentro del marco de sus limitaciones y disfruta haciéndolo, sin preocuparse por arribar a ningún lugar.

El gran tesoro que tenemos: la experiencia del momento

Ahora bien, lo verdaderamente difícil es llegar a darte cuenta de eso, llegar a tenerlo interiorizado. No es exactamente difícil —de hecho se trata de relajarte y disfrutar con lo que haces— sino que simplemente es algo en lo que no reparas, te pasa inadvertido. Y te pasa inadvertido una y otra vez porque tienes puesta la atención en otro sitio, que es justo en tratar de hacerlo cada vez mejor, en convertirte en un experto en la materia, o en lo que tú te imaginas que es ser un experto en la materia.

Hay una frase de Khenpo Tsültrim Gyamtso Rinpoché que dice: «No busques ser un experto; busca la experiencia». Share on X

Hay una frase de Khenpo Tsültrim Gyamtso Rinpoché que dice: «No busques ser un experto; busca la experiencia». Y es que nuestros patrones nos conducen constantemente a querer convertirnos en expertos escritores o meditadores o lo que sea, y aplicamos a ello tantísimo esfuerzo y atención que normalmente nos perdemos la experiencia, el gran tesoro que tenemos a cada instante, fresco, vital, nuevecito. En el mismo anhelo de querer hacer mejor las cosas están implícitas las nociones de un pasado (en que las cosas se hacían peor) y un futuro (en que se harán requetebién). Entre una y otra noción se nos pierde el relámpago del presente, en el que de hecho los conceptos de pasado y futuro no resultan de mucha utilidad.

Cuando meditamos, solemos llevar una relación bastante árida con el soporte (la misma aridez —sospecho— con la que nos relacionamos con nosotros mismos). Es un rollo permanecer ahí. Rasca. Llega a ser desesperante. Hay otros lugares muchísimo más atractivos para reposar que en la percepción del tacto, de la respiración o en el ruidoso tráfico de tu calle durante veinte minutos consecutivos. Lo único malo de esos lugares paradisiacos es que ninguno de ellos está aquí, sucediendo en este instante.

Mi relación tempestuosa con el soporte

En mi caso particular, llevo muchos años meditando, es decir, tratando de llevar la atención a un maldito soporte. Cuando escucho a maestros que dan enseñanzas más avanzadas, me aportan perspectivas diferentes y tremendamente inspiradoras, atractivas, liberadoras. Además, muchas tienen el perfume de lo exótico, de lo nuevo. Con ellos, me permito quitarme los incómodos corsés que atenazan mi meditación y me parece nadar libre en el espacio infinito.

Después, cuando se acaban las enseñanzas, vuelvo a las instrucciones de mi maestra y a mi viejo soporte que, comparado con esas perspectivas, se me hace paupérrimo. Me siento como una mendiga de la calle que, en pleno invierno, trata de calentarse con un cámping gas. El tacto, la respiración, el sonido, un soporte visual, incluso la calma… ¿qué interés pueden tener comparados con la vacuidad, la naturaleza búdica, la autoconsciencia o el cuerpo sutil?

Pero el caso es que siempre vuelvo junto a mi viejo y gastado soporte. Y es que quizá sea el único que me permite distinguir, por contraste, que los corsés me los pongo yo solita y no es que él sea un maltratador, que configuro el mundo en base a mi ignorancia y que en el fondo nunca quiero permanecer donde estoy. Por eso precisamente lo necesito tanto, porque a cada instante me trae al lugar en el que estoy.

En realidad, el soporte es lo único que está hecho siempre a mi medida. Cómo me relaciono con él es cómo me relaciono conmigo misma y con el mundo. Si me enfado con algo tan neutro como la sensación del tacto o con un pensamiento que se me cruza en ese instante, ¿qué no estaré haciendo con mis emociones conflictivas o con las personas que me incomodan? Y si me es difícil distinguir y admitir los tirones, el apego, el rechazo, el autoengaño o la evasión en una práctica tan simple como es llevar la atención a la respiración, ¿cómo habría de distinguirlos dirigiendo mi atención a complicadas visualizaciones o reposando sin más en la vastedad de la mente?

Una relación de amor-odio de la que aprendo

Esta relación de amor-odio que llevo casi veinte años manteniendo con el soporte me va enseñando cosas. Por ejemplo, que por una parte quiero hacer la práctica cada vez mejor y llegar a ser una gran meditadora pero, por otra parte, no quiero reconocer la envergadura de mis patrones ni, por tanto, usarlos como punto de apoyo.

Pasa lo mismo en muchos matrimonios: uno quiere que la relación vaya como la seda sin dar su brazo a torcer. De la misma forma, yo me llevo bien con el soporte mientras me muestre lo que quiero ver. Cuando lo que me muestra de forma cada vez más nítida e insistente —a medida que mi atención se vuelve más estable— son malformaciones ancestrales, vuelvo la vista, porque no quiero lidiar con ellas ni aceptar su existencia. Prefiero girar en la alienante pero cómoda noria del autoengaño. Así que le pido el divorcio a mi soporte y permanezco en la evasión una temporada.

Pero pronto me canso también de eso y echo en falta esa nitidez vital, palpitante, que solo he llegado a sentir con mi querido soporte. Vuelvo, entonces, a tomar contacto con él suavemente, tratando de no incomodarlo, y pasamos una bonita luna de miel. Hay momentos en que nos fundimos y nadamos sin esfuerzo en corrientes de energía tropicales. Pero cuando más adelante empiezo a adormecerme en mi práctica y le agarro de la mano para llevarle de nuevo a esos bellos parajes del pasado, él me arrastra de los pelos a una celda húmeda llena de tensión e incomodidad. Aporreo la puerta. Le grito y le llamo de todo. «No hay derecho —aúllo—, ¿quién te has creído que eres? ¡No te aguanto más!». Hasta que me canso de gritar, lo miro con desgarrada desnudez, y en ese momento los barrotes se disuelven en el espacio.

Así, año tras año, he aprendido a respetar a mi compañero de camino y a confiar un poquito en él. Y es que si no confías en tu soporte, en aquello que te soporta, que te sostiene en el presente inaprensible, nunca serás capaz de lanzarte en sus brazos y, menos aún, en los de ningún otro.

En meditación, si no confías en tu soporte, en aquello que te soporta, que te sostiene en el presente inaprensible, nunca serás capaz de lanzarte en sus brazos ni en los de ningún otro. Share on X

El amparo de los maestros, el método y la comunidad de practicantes

Siento que esa confianza está muy relacionada, curiosamente, con mi capacidad —también mi dificultad— para dejarme amparar por los maestros, la autenticidad del método y la comunidad de practicantes. Y cuando me enfado (que no son menos veces que antes) o me asusto ante los horribles espectros de los patrones que mi soporte me hace contemplar por el rabillo del ojo, he aprendido a aplicar la tolerancia y la suavidad, el cariño que le tengo, que me tengo, por debajo de las olas del miedo o de la ira. Y esa suavidad está muy relacionada con la bodichita, que poco a poco me va haciendo (cuanto más amor soy capaz de darme a mí misma) acercarme de una forma menos agresiva a los demás, incluyendo a mi querido y odiado soporte.

El buen meditador no es aquel que medita bien, sino el que sabe cómo medita y, por tanto, está capacitado para moverse en el marco de sus limitaciones. Share on X

Así, empiezo a experimentar, a ráfagas, que no hay más distancia entre mi soporte y yo que la que le impongo, que somos en realidad de la misma sustancia consciente y libre que se sostiene, a su vez, en un espacio de cognición mucho mayor, cálido y esponjoso. Por eso, quizá, ya no quiero separarme de él. A medida que nos vamos haciendo una unidad, sé que estábamos hechos, desde el principio, el uno para el otro.

Igual que un buen escritor no es aquel que escribe bien, sino el que sabe cómo escribe, el buen meditador no es aquel que medita bien, sino el que sabe cómo medita y, por tanto, está capacitado para moverse en el marco de sus limitaciones. Tanto nos queramos divorciar del soporte o nos pongamos de lo más pegajosos, él no nos abandonará y permanecerá ahí, imperturbable y monolítico, hasta el momento en que dejemos de solidificarlo y considerarlo algo aparte de nosotros; hasta que percibamos, por fin, su auténtica insustancialidad. Ni un minuto más ni un minuto menos. Pelearnos y reconciliarnos con él es un aprendizaje, pues, hecho a nuestra medida.

El soporte es un gran aliado que no nos puede fallar, y al que deberíamos honrar con gratitud.

El soporte es un gran aliado que no nos puede fallar, y al que deberíamos honrar con gratitud. Share on X

 

6 comentarios en «El soporte y yo: una relación tempestuosa»

  1. Excelente y lúcido escrito. Al leer, uno se da cuenta de muchas cosas…con una sonrisa. Creo que mantendré mi relación con él…De momento…no hay divorcio, jejeje. Esta tarde le vuelvo a pedir un baile a mi soporte. Gracias!!!

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    • Me ha encantado.. a punto de desconectar en algún momento,, debido a la no intelectualidad que el texto requiere. Pero luego de bajada va soltando regalices más asequibles de comprender…
      Como reflexión me sugiere que el matrimonio o el divorcio no pueden existir si siempre hemos sido uno… últimamente rondan en mi cabeza la palabra “control” como búsqueda de una seguridad de un concepto que tienen su homólogo en, con su permiso, “el soporte”. Pero siempre dos lados de una misma arista..
      Y la palabra “recordar” como volver a esa unidad de lo incognoscible, que como bien cuenta el cuento…se puede llegar por el puente de la vacuidad!! justo detrás de ese vacío primordial que nos soporta..

      Responder
      • Hola, Javi. En efecto, el matrimonio y el divorcio no existen… pero no veas lo que nos afectan en nuestra vida, que tampoco es lo que se puede llamar «real» ;-).

        Un abrazo, y gracias por tus reflexiones,

        Isa

        Responder

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