Desde la Fundación Marpa, que —entre otras cosas— se dedica a difundir las enseñanzas de Khenpo Tsültrim Gyamtso Rinpoché (el maestro de mi maestra, Lama Tashi Lhamo) a través de programas de enseñanza, traducción, etc., nos han pedido que si podemos recopilar anécdotas o pequeñas historias que recordemos sobre la interacción entre Khenpo Rinpoché y los estudiantes.
Y yo me he acordado de cuando lo vi en Katmandú en febrero de 2014, en que se celebraba su 80 cumpleaños. Ya lo había visto un par de veces anteriormente, en la Semana Santa de los años 2004 y 2005, en Dag Shang Kagyu (centro budista situado cerca de Panillo, en Huesca). Pero en aquel entonces yo llevaba muy poco tiempo meditando y la vida que consideraba tan «real» era una triste proyección parpadeante en blanco y negro de mis patrones habituales que, por cierto, me creía a pies juntillas. Así que simplemente me pareció un viejecito encantador al que no se le entendía nada de lo que hablaba, no solo porque hablase en tibetano, sino que tampoco entendía al traductor que traducía del tibetano al inglés, pero es que ni siquiera entendía a la traductora que traducía del inglés al español. Aquel galimatías de fenómenos, apariencias, vacuidad, sabiduría primordial, auténtica naturaleza y demás me sonaba a algo antiguo, polvoriento y lejano, como la difusa silueta de un palacio oriental apenas percibida entre la niebla.
En el intervalo de tiempo que fue de 2005 a 2014 tuve dos hijos, me divorcié y esa vida anterior que consideraba tan real se quebró —como un vidrio apedreado— en miles de fragmentos punzantes. Dado que no dejé de meditar en esos años, en febrero de 2014 ya me había enterado de que las cosas no son lo que parecen y de que más vale no dar nada por sentado. Asimismo, había crecido mi amor y mi confianza en mi maestra, por lo que su maestro también se había convertido en alguien importante para mí. Al fin y al cabo, él había sido quien le había transferido el néctar que ella estaba vertiendo sobre mí y sin el cual yo habría sido una desnutrida espiritual y una madre amargada y traumatizada de dos hijos amargados y traumatizados.
El pequeño grupo de españoles parecíamos más bien un rebaño de huerfanitos desamparados. Clic para tuitear
Aunque mi corazón latía de amor y agradecimiento hacía Khenpo Rinpoché, por alguna razón (quizá por los recuerdos difusos que conservaba de él) no tenía muchas expectativas esa calurosa mañana de febrero en que, en el patio del convento de Tek Chok Ling, nos dijeron que Rinpoché nos recibiría. Ese día mi maestra no había podido venir con nosotros (tenía varicela y se había tenido que quedar en el hotel), por lo que el pequeño grupo de españoles parecíamos más bien un rebaño de huerfanitos desamparados. Así que cuando nos dijeron que subiéramos a ver a Rinpoché nos quedamos muy sorprendidos y algo desconcertados, como si nos llamaran a representar una obra de teatro que no habíamos ensayado. Nos apresuramos a subir al trote las escaleras que llevaban al corredor superior del convento, mientras los que más sabían nos iban informando en susurros a los novatos de lo que teníamos que hacer y de lo que ni se nos pasara por la cabeza hacer. Todos estábamos tan nerviosos y atemorizados que era muy fácil meter la pata o hacer algo inconveniente. Nos quitamos los zapatos torpemente en el primer rellano, mientras sacábamos a toda prisa de la mochila nuestras katas, que se enredaban con los cuadernos y parecía que se iban a deshacer en miles de hilos brillantes, casi traslúcidos. Terminamos de subir en pelotón el tramo que nos separaba del corredor, y una monjita sonriente nos llevó hasta la habitación de Rinpoché.
Completamente fundida con el grupo, entré en la habitación de puntillas y con la cabeza gacha. Me fueron empujando por detrás y por los lados hasta que todos quedamos colocados en semicírculo, como una oruguita de patas inquietas, delante de Rinpoché. Por alguna razón, no me atrevía a quitar la vista de mis calcetines de colores, como si al alzarla fuera a encontrarme con algo aterrador. Pero algo más fuerte que yo me hizo levantar la mirada.
Y entonces pasó.
Renuncio de antemano a describir lo que pasó, porque hay ciertas experiencias que son indescriptibles, y que al tratar de ponerles conceptos lo único que haces es destrozarlas. Así que ni voy a intentarlo. Lo único que puedo hacer es dejarme llevar libremente —a través de las palabras— por lo que siento ahora al evocar aquel momento, sin tratar de ajustarme a lo que realmente pasó.
Hay que tener en cuenta que yo no tenía ninguna expectativa con respecto a aquella visita. Supongo que es por eso que cuando alcé la vista estaba abierta —como un lienzo en blanco— a dejarme penetrar por la experiencia, por lo que fuese que hubiera.
La misma percepción era vibrante, cargada de tanto poder que se hacía casi insoportable, como una bomba a punto de estallar. Pero también había amor en esa presencia. Mucho amor. Era una bomba de amor. Clic para tuitear
Rinpoché reposaba en su asiento con los ojos cerrados, aparentemente ajeno a nosotros. Pero yo no sentí que estuviese ausente o ajeno en absoluto, sino todo lo contrario, que iluminaba como un potente foco todo lo que le rodeaba. Todo lo que había en esa estancia, los thangkas, la alfombra, la campana, el dorje, las motas de polvo suspendidas en algunos rayos de sol que entraban por la ventana, nuestras ropas, nuestras mejillas arreboladas… refulgía con una luz especial, de una forma muy delineada y nítida y a la vez como si formase parte del espacio, como si se pudiese traspasar con una mano sin mayor problema. Pero no era yo la que miraba esas cosas y las veía de esa manera, sino que más bien era la presencia de esas cosas —de Rinpoché mismo— la que se instauraba en mí. Yo no era diferente de aquello que se manifestaba, de los objetos y de las personas. Y no era algo inane o inmóvil, sino que la misma percepción —así como lo percibido— era vibrante, cargado de tanto poder que se hacía casi insoportable, como una bomba a punto de estallar. Pero también había amor en esa presencia. Mucho amor. Era una bomba de amor. Tanto amor que yo —ese pequeño yo que no sabía qué hacer frente a esa experiencia— no podía parar de llorar, porque no entendía nada de nada de lo que estaba ocurriendo.
No sé cuánto tiempo pasó. Creo que el tiempo era lo de menos. Creo que cantamos una canción. Creo que mis compañeros también lloraban. Creo que todos vibrábamos en la misma frecuencia, en la presencia amorosa de Rinpoché. Pero no lo sé. No sé realmente qué pasó. Nunca he vuelto a sentir lo mismo —aunque he visto bastantes más veces a Rinpoché—. Supongo que ya no me puedo sacar de encima la expectativa y la esperanza de que vuelva a suceder algo lejanamente similar.
Lo que sí que sé es que ese fogonazo de presencia amorosa —casi insoportable para mi diminuto ego— me abrió a una comprensión más profunda del maestro y me afianzó en la certeza de que, por pequeñita que me sienta a veces, pertenezco a algo mucho mayor y poderoso, a un linaje que me aúpa, que resplandece en mi corazón, que me señala el camino y a cuya inconmensurable compasión espero poder rendirme en algún momento, dejando que explote de una vez por todas la bomba de amor.
7 comentarios en «La bomba de amor»
Precioso Isabel! Que experiencia tan hermosa! Espero que estés muy bien! ??❤️
Que bién me hace hoy leer tu escrito Isabel., Recordar mi pròpia esperiencia con mi maestro i mi linage….poder reconectar me con el pulsar del corazon i sentirme afortunada i encoratjada para seguir irradiando posibilidad a mis compañeros de vida… gràcies, gràcies gràcies.??
Muchas gracias Isabel, por compartir esa experiencia tan sublime, tan profunda, tan llena de luz…
He estado muy peleada con lo espiritual y también con la idea de maestro. Todos somos imperfectos, y esa idea de modelo, de venerar, o poner a alguien por encima, me parecía horrible.
Y bueno, era mi parte prepotente y engreída. Cuando me bajé un poco de ahí, después de pelearme conmigo y mis ideas, entendí lo maravilloso de tener una maestra. Llega alguien que entiende cosas que tú no (lo sabes por la emoción), quieres tener sus virtudes, sientes que desde ahí tus problemas serían distintos, o al menos, tendrían otra dimensión. Sobre todo, te dejas estar en un lugar más humilde y vulnerable y te vuelves pequeña. Y desde ahí, te recoge y te arropa sin hacer nada especial.
No había mejor título que el que has puesto.
Un fuerte abrazo,
Mer
¡Gracias de corazón, Isa, por este relato de tu experiencia con nuestro maestro abuelo! Aunque, como dices, es en realidad inexpresable, lograste transportarme, durante un instante vívido, a esa sala con el Khenpo de ojos cerrados, todo amor y luz. Cuando en el 2006 enseñó en México, esas enseñanzas que me parecían también incomprensibles, yo tenía la impresión de que era un sol encendido allí, enfrente de nosotros. Y la experiencia, de pronto, era como de estarme/nos quemando. Tengo la aspiración de visitarlo en Kathmandú… Te mando un abrazo amoroso a través de este linaje que nos hermana.
Gracias Isa, por traernos ese trocito de tu vida, tan grande como importante para ti. Nunca he tenido o pensado en la figura de un maestro. Pero si que me has ayudado a repensar en esas personas que para mi son referentes, maestros/as a quien entregar mi ignorancia con toda la confianza y todo el amor.
Con todo el amor, Isa
Àngels
Muchas gracias, Isa. Mi corazón se expandió al leerte. No tengo muy clara mi postura ante un maestro…creo que me falta aún humildad y me sobra desconfianza. Eso si….mi corta experiencia en la meditación me ha llevado a tener esta idea, como otras cuantas, en cuarentena.
Esta idea occidental o al menos mia, esta especie de orgullo o de reclamo de una «individualidad» a ultranza q hace q solo miremos nuestro ombligo, o yo mi ombligo en singular, sin tener en cuenta lo que dice el corazon a través de la intuición, no lleva a ningún sitio. En fin
Gracias Isa. Precioso