Este fin de semana he impartido un seminario intensivo de escritura y meditación a ocho estudiantes. Como siempre, nunca sé cómo va a salir. Depende tanto de las personas que estén en el grupo y de los vínculos que se creen entre ellas… Mi trabajo es, sobre todo, propiciar un cauce para la energía grupal. Para eso hablo de bastantes cosas: de la meditación, de la dualidad, del sufrimiento, de la ausencia del yo, de los personajes, de las emociones… Y meditamos juntos. Y propongo ejercicios, bastantes ejercicios: en parejas, de escritura, de visualización…
Pero todo eso es para distraer (para tener a su intelecto —y al mío— entretenido), porque mi verdadero trabajo lo estoy haciendo por debajo de todo eso, y consiste básicamente en no hacer. En contener mi ansia de tratar de fabricar yo el agua dentro del cauce. En no protagonizar. En permitir que las palabras de las personas florezcan. En escuchar. En mirar con los ojos del corazón. Y callar. En observar cómo mis opiniones y mis juicios surgen continuamente como pompas de jabón, y dejar que exploten y desaparezcan sin dejar huella. En permanecer en la incomodidad constante, con la sensación de que todo va a explotar en cualquier instante. En abrir espacio al miedo de no estar a la altura. En dejar que las voces de la invalidación y la crítica («No sabes hacerlo», «Te está saliendo fatal», «Se van a dar cuenta de que no sabes nada») hagan caravana en mi mente, sin huir a espacios de fantasía más placenteros. En aceptar mis limitaciones de lenguaje, de expresión, de profundidad, y confiar en que la fuerza de mis maestros pase a través de mí a pesar de todo. A PESAR de todo.
No lo paso bien. Es más, lo paso fatal.
Fuera hace viento, llueve, los elementos braman. Y dentro estamos calentitos alrededor de una hoguera ancestral.
Y a la vez se da el milagro, que nada tiene que ver conmigo ni con lo mal que me lo hago pasar. Se despliega en todo su esplendor la belleza de cada persona. Y estoy segura de que no es mi mirada. Que cualquiera podría verlo si asomara la cabeza. Cada uno cuenta su historia. Pero no historias impostadas. Cada uno saca su luz. Hacen la vista gorda con mi torpeza. Se cuidan unos a otros. Nos regalan su vulnerabilidad más secreta. Ríen. Lloran. Se quieren. Lo negativo se funde con lo positivo en un baile sagrado. Escriben sin pensar. Pasarlo mal se convierte en gozo. Ya no hay tanta distinción entre unos y otros, y a la vez sale lo más personal de cada uno. Fuera hace viento, llueve, los elementos braman. Y dentro estamos calentitos alrededor de una hoguera ancestral.
Ese es un espectáculo grandioso del que participo y que, a la vez, me salva de mí misma.
Al final del curso, la gratitud no cabe dentro de mí, quizá porque ni siquiera eso que siento con tanta intensidad es «mío», sino de todos los que nos hemos dejado atravesar, por tres días, por la divinidad. Olé, olé, olé. Gracias. Olé.
2 comentarios en «La gratitud»
Qué belleza, Isa!!! Cuánto amor pones en cada palabra, en cada frase y en todo tu trabajo. Estoy tan agradecida a ti, a los elementos y a todos los que me acompañaron este fin de semana que sólo con pensarlo se me saltan las lágrimas. Gracias de todo corazón, con todo mi cariño.
Gracias por tus palabras, Marisol 🙂