¿Recuerdas tus sueños? ¿Te fijas en ellos? ¿Tratas de aprender su lenguaje simbólico? ¿O, por el contrario, eres de los que dicen que «no sueñan» o, si recuerdas alguno de Pascuas a Ramos, te parece absurdo y sin interés?
Lo cierto es que los sueños son una de las principales formas en que tu inconsciente se comunica contigo para ayudarte a vivir de una forma más despierta. En tu mano está echar luz sobre tu mundo onírico y avanzar en favor de la vida u oponer resistencia a los mensajes que te llegan por la noche y seguir dormido en la vigilia.
Yo, por si acaso, voy a contarte mi experiencia al respecto.
Hiedra artificial para cubrir los huecos
Hace unos días tuve un sueño a través del que mi inconsciente me lanzaba un mensaje sobre mi manera de afrontar el trabajo.
Antes de contártelo, te diré que llevo una temporada metida en mi caparazoncito, incapaz de «mostrarme» al exterior a través de las redes sociales. Nunca me ha sido fácil hacerme visible, pero era algo que creía tener más o menos superado. Sin embargo, a la vuelta del verano, cuando me tocó ponerme las pilas en ese sentido, me supuso tal sobreesfuerzo salir al ruedo que, sencillamente, no pude hacerlo. Han pasado los meses, y yo seguía metida en mi cueva, sin entender muy bien qué me estaba ocurriendo.
El caso es que en mi sueño del otro día llegaba, junto con Mercedes Adán (amiga y colaboradora en Escribir y Meditar), a un pueblo de una sola calle. Éramos peregrinas, como si estuviésemos haciendo el Camino de Santiago. En esa calle había varias pensiones, pero no nos convencía ninguna de ellas y seguíamos andando. Donde terminaba la calle había una casa. Detrás de ella ya no había nada más, solo un precipicio y las montañas. Entrábamos en la casa y resultaba ser una pensión. Era preciosa por dentro: había una especie de cúpula de cristal transparente a través de la que se veía el cielo, las montañas y el precipicio.
El dueño de la pensión nos la enseñó. Salimos al patio, que era muy bonito. Al fondo había una pared alta pintada de verde, con varios brazos de hiedra que la cubrían parcialmente. El dueño me explicó que quería poner hiedra artificial para cubrir los huecos que quedaban y que pareciese que todo era hiedra. Yo le dije: «Pero no haga eso. Está muy bonito así, aunque haya huecos, y al fin y al cabo la hiedra irá creciendo poco a poco». Pero el dueño me respondió: «De ninguna manera, hay que poner hiedra artificial». Había más personas en el sueño que opinaban igual que el dueño, y con las que yo no estaba de acuerdo.
Yo creo que mi inconsciente me estaba animando a hacer las cosas en el trabajo a mi manera, poco a poco y, desde luego, sin cubrir mi propuesta con hiedra artificial, al margen de la opinión ajena, de lo que otros hagan y de lo que se espere de mí. Al día siguiente de haber soñado esto, me sentí con fuerzas y ganas de grabar un vídeo para las redes. Creo que parte de lo que pesaba sobre mí a la hora de visibilizarme era la falta de confianza en mí, el sentir que salir ahí suponía incorporarme a un flujo de sobreinformación que no consideraba bueno para nadie y que me echaba para atrás. Una vez comprendido que podía hacer las cosas a mi manera y a mi ritmo, la presión desapareció.
El profesor de Aikido
El 2 de enero de 2023 tuve un sueño muy relevante en mi vida. Estaba invitada a una fiesta en una casa. Entré, y fui pasando por diferentes estancias. En cada estancia había un grupo de gente, y a mí me apetecía unirme a alguno, pero no me acababan de convencer. En la primera habitación, la gente estaba fumando y bebiendo, y yo pasaba de largo. En otra estancia estaban bailando, y yo pasaba de largo. En otra debatían en voz muy alta. Y así, iba pasando de cuarto en cuarto, hasta que por una puerta salí al jardín de la casa. Pasé delante de un lago, donde algunas personas nadaban. Yo me quedé mirándolas, encantada, pero pasé de largo. Luego había gente escalando un árbol, y a mí me fascinaba cómo lo hacían, pero también pasé de largo. Me iba encontrando con personas de diversas etapas de mi vida, y las saludaba, pero no me acababa de unir a ningún grupo.
Hasta que llegaba a un restaurante. Me metía en él y me sentaba con algunos conocidos a comer. Pero luego venía más gente y aquello empezó a parecerme asfixiante, así que me salí de la parte de restaurante y pasé a la parte del bar. Allí solo había una persona. Era un hombre que practicaba, solo, algún tipo de arte marcial. Yo le pregunté: «¿Es Aikido?», y él me respondió que sí. Yo nunca en mi vida había visto practicar Aikido, pero de alguna forma reconocí lo que estaba haciendo ese hombre como algo cercano a mí, y le pregunté si podía practicar con él. Estuvimos practicando (podría decir que bailando con la energía) durante horas y horas. Me desperté con una sensación de paz, disfrute, libertad y plenitud impresionante.
A raíz de ese sueño, el mes siguiente, en febrero, decidí apuntarme a clases de Aikido, con mucha precaución, ya que yo creía que sería similar al judo o al kárate. Pero no, me enteré de que al Aikido se le llama, también, el Arte de la Paz (así lo denominó su creador, Morihei Ueshiba), y pude comprobar que se trataba de una especie de baile de energías con el otro muy similar al que se daba en mi sueño. A día de hoy se ha convertido en una práctica fundamental en mi vida, a nivel físico, emocional y espiritual. Entre medias, han ocurrido sucesos sorprendentes y coincidentes relacionados con aquel sueño que no dejan lugar a dudas de que, con él, se me estaba transmitiendo un mensaje vital.
También entendí que la primera parte del sueño, en que pasaba de una habitación a otra de la casa y no me unía a ningún grupo, era un tránsito por mi vida, desde la adolescencia y la juventud (cuando fumaba, bebía y daba rienda suelta a muchos hábitos autodestructivos) hasta la actualidad… e iba más allá, realizando una incursión en el futuro. Fue un sueño clarísimo de cambio de ciclo que ha supuesto un antes y un después en mi vida.
Si no me hubiese entrenado con anterioridad en recordar los sueños y escuchar sus mensajes, posiblemente ese sueño se habría quedado en el olvido o, en caso de recordarlo, no le habría dado mayor importancia. Habría dicho: «Qué absurdo, Aikido, si ni siquiera sé lo que es eso». Es decir, me habría quedado enganchada a mis ideas preconcebidas de siempre y habría perdido una oportunidad valiosísima de crecimiento y despliegue de creatividad en mi vida.
Los edificios de mis pesadillas
En el año 2010, cuando mis hijos tenían cuatro y cinco años, me separé de mi marido y mi vida cambió de forma brutal en todos los sentidos. Fueron meses muy duros, en que todos los asideros en que se fundamentaba lo que yo creía que era la realidad desaparecieron. Cuando me parecía que iba a hundirme del todo en la desesperación, tuve un sueño que me hizo cambiar totalmente de perspectiva.
Caminaba de la mano con mi hijo pequeño por una zona cercana a la casa de mis padres, en Carabanchel, junto a una urbanización con la que había soñado en numerosas ocasiones. Desde niña tenía a menudo pesadillas de persecuciones, que muchas veces se daban en ese escenario. De alguna forma, aquellos eran los edificios de mis pesadillas. El caso es que caminaba con mi hijo por el parque que había junto a esa urbanización, y pasamos junto a un terraplén, en lo alto del cual había mucha gente reunida, mirando hacia los edificios. Subimos al terraplén, para ver qué era lo que toda esa gente observaba. Mientras miraba, como los demás, en aquella dirección, se produjo sobre los edificios una explosión enorme que cubrió el cielo de tonos naranjas, blancos y grises, como si fuese una bomba nuclear. Yo me quedé paralizada. Tuve la noción de que aquello era el fin del mundo, y de que toda esa gente estaba allí para presenciarlo. Agarré a mi hijo muy fuerte de la mano y, mientras observaba aquel espectáculo apocalíptico, me preparé para morir.
Sin embargo, lo que ocurrió fue que los edificios de la urbanización se empezaron a desplomar. Entendí entonces que aquella explosión no tenía que ver con una bomba nuclear ni con el fin del mundo, sino con la demolición de los edificios de mis pesadillas. Respiré aliviada, y me dispuse a contemplar la belleza de esa escena, esos horribles pisos cayendo como a cámara lenta, con un estallido de polvo y colores que iban ocupando el espacio vacío y fértil que iban dejando. Me desperté con una sensación de plenitud indescriptible.
Ese sueño cambió totalmente la perspectiva con que contemplaba, hasta ese momento, la debacle en la que creía que se había convertido mi vida. No se estaba acabando el mundo, sino que solo se estaban viniendo abajo los esquemas falsos (los edificios de mis pesadillas) en los que me había apoyado hasta entonces. Se venía abajo la fantasía de «familia feliz», de «amor eterno», de «protección incondicional»… todo eso que tenía que ver con mis patrones de niña desprotegida. Y, al desplomarse esa fantasía infantil, dejaba un fértil espacio para otra Isa más madura, más confiada, que no tenía que sacrificar su autenticidad a cambio de una falsa seguridad.
Nunca más volví a tener sueños de persecuciones.
Un juego macabro
Cuando tenía alrededor de siete u ocho años, tenía una pesadilla recurrente que se repitió prácticamente todas las noches a lo largo de dos años o así.
Estaba en una cama inmensa, tan inmensa que no se veían los extremos, sobre un edredón de esos que tienen como botones. Tenía la noción de estar en una cama, pero en realidad era como el mundo. Había personas, ni muchas ni pocas, que iban caminando de forma algo robótica (o indescifrable para mí) por ese «mundo» que era un edredón que cubría una cama sin límites.
Había algo o alguien que nos observaba desde arriba, como si fuera un ojo, pero no veía un ojo, solo sentía la presencia de alguien que nos observaba desde arriba, alguien enorme, o al menos la presencia era enorme. Nos observaba, y no intervenía. Me sentía observada y como juzgada. Para mí era incómodo, sobre todo porque no me podía escapar de esa mirada que todo lo abarcaba.
Yo caminaba, como todos. Estaba aterrorizada. Se trataba de una especie de juego macabro, que consistía en que, en un momento dado, me tenía que agarrar de la mano de una persona. No sentía ningún tipo de vinculación por ninguna de las personas, eran neutras, como zombis, no había contacto emocional, y el contacto físico era frío. Cuando me agarraba de la mano de alguien, podían pasar dos cosas: que explotara todo por los aires, y me muriese, o que no explotara. Si no explotaba todo, me tenía que soltar de esa persona en algún momento y agarrarme de la mano de otra, con la que podía pasar, de nuevo, que explotase todo por los aires o no.
En eso consistía el «juego», al que no me quedaba más remedio que jugar. Yo estaba todo el rato muerta de miedo, porque no sabía qué iba a pasar cada vez que cogiese a alguien de la mano. Cuando no explotaba, había un momento de alivio, muy corto, antes de entrar en pánico otra vez, ya que me tenía que soltar. Cuando todo explotaba, me despertaba sudando, a veces gritando, aterrada. Y así una noche, y otra noche, y otra noche.
Nunca le conté de pequeña a nadie esta pesadilla. Fue muy repetida, muy angustiante, y me ha «perseguido» siempre. En aquella época, yo era una niña extremadamente tímida que no hablaba, muy infeliz, en casa y en la escuela. Mi madre estaba permanentemente enfadada y deprimida, y mi padre estaba siempre trabajando. En la escuela sufría abuso, y en casa no se expresaban las emociones. Cuando estaba en el colegio no quería volver a casa y cuando estaba en casa no quería ir al colegio: los únicos dos lugares en los que habitaba eran totalmente inhóspitos.
A estas alturas, entiendo que con esa pesadilla tan reiterada mi inconsciente me mostraba y me preparaba —noche a noche, estacazo a estacazo— para el sufrimiento en torno a los vínculos que me acompañaría a lo largo de toda mi vida. Durante toda mi existencia he ido buscando manos ajenas que me guiaran, me sostuvieran y me aportaran la seguridad que yo no era capaz de darme a mí misma, hasta que, en un momento dado, algo me forzaba a soltarme o, si no, todo saltaba por los aires. Tal como ahora lo veo, eso no era precisamente «malo» (aunque sí muy doloroso), ya que indicaba que algo en mí no se resignaba a caer totalmente en la dependencia emocional.
Desde pequeñita, mi esencia pugnaba por mostrárseme para que no la enterrase en la desconexión de un mundo de muertos vivientes. En las circunstancias en las que había nacido, eso suponía un dolor atroz, pero ahora bendigo ese dolor al que me enfrentaba cada noche aquella pesadilla, pues es el que me ha permitido ir saliéndome del molde en el que parecía destinada a vivir enclaustrada.
Aprendí a tenderme la mano
Muy poco a poco, tan poco a poco que si lo pienso me exaspero, he ido aprendiendo a darme la mano, a sostenerme a mí misma y, por tanto, a ir sanando mis vínculos. Todavía estoy en el proceso, no te creas. Está claro que este ha sido —sigue siendo— el «temazo» de mi existencia.
En el otro extremo de la dependencia está la autenticidad, porque cuando caemos en la dependencia renunciamos a ser auténticos. Y de esto es, en realidad, de lo que se habla en todos los sueños que te he contado.
Cuando me separé de mi marido, soltar los apoyos externos era, para mi niña interna, el fin del mundo, mientras que para mi parte adulta y auténtica (que se iba abriendo paso) suponía la demolición de los miedos, del terror de aquella niña extremadamente sensible presa en un mundo de zombis.
Cuando en el sueño de enero de 2023 recorrí todas las habitaciones de mi vida, pasando de largo todos los asideros vinculares que había necesitado para evitar el aislamiento, y decidía entregarme a un baile energético y libre con un total desconocido, estaba apostando por seguir soltando amarras, por confiar en mi intuición y por permitirme ser quien soy.
Cuando el otro día, en la pensión de mi sueño, me oponía a la opinión generalizada de que había que poner hiedra artificial para tapar los huecos de la pared de mi imperfección humana, de mi ritmo vital y de mi forma de comunicarme con el mundo, me estaba dando la mano y llevándome a mí misma por el único camino que me proporciona vínculos que merecen la pena, es decir, aquellos que comulgan con mi autenticidad.
Te he puesto los ejemplos que me han salido de forma espontánea, pero espero que lo que te cuento te haga ver la importancia de los sueños para ayudarte a salirte de los rieles de los condicionamientos y a conformar una narrativa vital que te permita florecer como quien tú eres en realidad.
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5 comentarios en «Lo que los sueños me han enseñado»
Muy ricos los sueños que te indiquen después lo que hiciste, más bien son reveladores de lo que hiciste después, una premonición.
Me gusta mucho esta parte:
«Había algo o alguien que nos observaba desde arriba, como si fuera un ojo, pero no veía un ojo, solo sentía la presencia de alguien que nos observaba desde arriba, alguien enorme, o al menos la presencia era enorme. Nos observaba, y no intervenía. Me sentía observada y como juzgada. Para mí era incómodo, sobre todo porque no me podía escapar de esa mirada que todo lo abarcaba.»
Yo también me siento así con bastantes personas, que clavan su mirada en mí y me escanean para después darme su aprobación o desaprobación. Efectivamente es muy incómodo.
Yo no me acuerdo de mis sueños pero tampoco me importa. No tengo interés en descifrarlos.
Ahora mismo me interesa resolver otros temas.
Muchas gracias Isabel por el post.
Abrazo fuerte.
Desde muy pequeña he recordado mis sueños, sobre todo las pesadillas, que han sido parte de mi vida siempre, he tenido etapas tremendas y otras mas calmadas. Ahora sigo igual. También tengo sueños recurrentes, alguno no volvió más, pero otros surgen de nuevo de vez en cuando. He llevado y tengo cuadernos de sueños aunque ahora hace tiempo que dejé de escribirlos. No obstante cuando alguno me desasosiega especialmente, consulto algunos libros sobre significados e intento entender qué quieren explicar y por qué se repiten. Como sabes, ahora estoy haciendo otro curso contigo y creo es suficiente, pero me parece un tema interesante para abordar en otro momento vital. Un abrazo
Justo hoy he escuchado esta frase del fundador del aikido: «El arte de la paz es completar lo faltante». Tal vez, lo faltante está en los sueños. He visto como a veces han salido cosas mágicas cuando hemos hablado de sueños en las clases.
Va a ser un curso estupendo, Isa.
Un abrazo.
Muchas gracias, Isa, por tu autenticidad, por salir de la cueva y mostrarte. Es inspirador para quienes te seguimos.
Querida Isa. ¿Cómo no quererte? ¡ Tu valentía me vale de tanto! Eres especial. Para mí eres la persona que me enseña y me demuestra como ser en la vida para sobrevivir y para sentirse bien y demostrar cómo puede una persona llegar a su independencia con sinceridad y decisión.
Me ha llegado al alma una frase que has dicho: «Cuando caemos en la dependencia renunciamos a ser auténticos»
Esa es la verdad en una parte importante de mi vida.
Un gran abrazo y gracias por todo lo que aprendo contigo.