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Mi estancia en Tamera II

(Pincha aquí para leer ‘Mi estancia en Tamera I’)

La llegada

La llegada a Tamera el 9 de julio de 2024 es entre mágica y salvaje. Después de siete horas de viaje (desde Madrid), en que me voy desviando con el Fiat 500 blanco de alquiler por carreteras cada vez más comarcales y polvorientas, acabo en un camino de arena ocre y piedras puntiagudas que amenazan a las ruedas con un pinchazo en cualquier momento. A medida que me acerco a mi destino, la vegetación va aumentando por momentos a los lados del camino, hasta que detrás de una curva me encuentro con un cartel de colores en el que pone «Tamera» y un precioso lago bordeado de árboles y plantas que no pega nada con la aridez de la zona. Dejo el coche en el parking (en el que solo hay aparcados un par de vehículos polvorientos del año de la pera) a la hora de más calor, y sigo un cartelito en el que pone «Recepção». Paso al lado de otro lago más pequeño, este con vegetación gris flotante y una barquita roja y azul en una pequeña ensenada.

En la recepción hay un hombre delgado con ojos hundidos en sus cuencas y voz profunda que comprueba mis datos y me dice que el resto de mi grupo aún no ha llegado, y que cuando lleguen nos darán una charla introductoria y nos mostrarán dónde nos alojaremos. Le pregunto por los servicios y me indica —llamándola compost toilet— una extraña construcción por la que he pasado camino de la recepción, frente al lago. Cuando me encierro en uno de los cubículos (a modo de pequeña choza), levanto la tapa del inodoro, y me asomo a aquella negrura abisal, me retrotraigo automáticamente a mi niñez, cuando no me quedaba más remedio que ir al váter del huerto de mi tío Josep (en un pueblo de Lérida) y estaba convencida de que, no bien acercara mi trasero a ese agujero, una rata asomaría de las profundidades y me mordería el culo. Con muchos escrúpulos, hago mis necesidades y, siguiendo las instrucciones (en inglés, alemán y portugués), echo una taza de tierra fresca al oscuro agujero, desinfecto el asiento y cierro cuidadosamente la tapa.

Al abrir la puerta para salir, me topo de bruces con la segunda sorpresa del día: un enorme jabalí que me mira con su sonrisa llena de colmillos. Me quedo sin respiración por un momento, sin saber si encerrarme de nuevo en el váter de compost o afrontar el peligro. El jabalí elige por mí, desviando con indiferencia sus prominentes colmillos hacia el camino y marchándose con un trote tranquilo hacia la recepción. ¡Vaya! ¡Menudo recibimiento a Tamera! Mi amigo no parece nada sorprendido, así que yo decido hacer como si tal cosa también, e irme trotando en sentido contrario —eso sí—, a sacar mi equipaje del coche.

Cuando vuelvo a la recepción arrastrando mi maleta roja de ruedines por el camino polvoriento lleno de piedrecitas puntiagudas y me acomodo, sudorosa, en una de las mesas de madera desgastada bajo unos toldos amarillos y rojos de lo que parece la terraza vacía de un comedor comunal tras una guerra nuclear, me siento como un pulpo en un garaje. Seguro que aquí nadie trae maleta, vaqueros largos ni zapatillas de deporte, sino mochilas, shorts y alpargatas. Yo he venido en plan urbanita total, como quien se va a un resort vacacional o a un airbnb de ciudad. Y esto tiene pinta de ser algo totalmente diferente, aunque todavía no sé qué.

Cuando empieza a aparecer la gente de «mi grupo» termino de sentirme completamente fuera de lugar. Mochileros de ojos claros y pelo largo recogido en coletas o moños, chicas con vestidos de tirantes, collares, tobilleras y sandalias hippies… Todos veinte años menores que yo, todos guapos y bronceados, todos congruentemente asilvestrados, todos hablando fluidamente inglés o alemán… Y, por supuesto, ni un puñetero español. En mi corazón encogido, comprendo que esta va a ser una dura prueba para mí.

Nos reúnen alrededor de una mesa, y nos explican los horarios y las normas básicas de convivencia. Entre otras cosas, nos hablan de los «acuerdos» que tienen con los animales: con los jabalíes, con quienes conviven en paz y armonía, y a los que no hay que temer, con las ratas y ratones, que tienen sus espacios, no muy lejos de los humanos, pero sin invadirse mutuamente, y para guardar ese equilibrio nos recomiendan no tener nunca comida en los dormitorios o en las tiendas de campaña; con los perros (algunos salvajes) y los gatos; con las serpientes (ninguna de las que habitan por aquí es venenosa); con los escorpiones (mejor no levantar muchas piedras)… Alguien pregunta si también tienen acuerdos con los mosquitos, y todos reímos, menos el de la recepción, que mirándonos muy serio con sus ojos hundidos, dice que cuando se cuelan mosquitos en su caravana, los saca cuidadosamente con un vaso y un papel, para no hacerles daño, y que le parece importante ser considerado con la vida en todos sus aspectos. Yo creo que es en este momento cuando tomo conciencia de estar en otro universo.

Después de la introducción (que a mí me parece una primera toma de contacto para empezar a amaestrarnos, ya que nosotros somos aquí los salvajes, y no los jabalíes), nos llevan al gran edificio donde tendremos las sesiones, en la sala Fogo («Fuego»), y donde se localizan, arriba, los dormitorios. Luego nos conducen por un caminito que da la vuelta al edificio y nos muestran los baños más cercanos (de compost, por supuesto), los vestuarios y las duchas comunitarias (el agua se recicla, así que nos piden no usar champú, gel o pasta de dientes que no sea ecológica). Y luego se llevan a los que se quedan en tienda de campaña a la zona de camping. Yo me vuelvo al dormitorio de chicas, en la planta de arriba del gran edificio (al que llaman tent hall). Es una enorme superficie aboardillada con alrededor de cincuenta camas, con solo dos ventanas (una de las cuales da al hall del edificio), un calor húmedo que se puede masticar, un olor mitad a curry y mitad a establo, y una atmósfera onírica, como la de un salón de película del Oeste a la hora de la siesta.

Sobre algunas camas hay una sábana bajera, una funda de almohada y una manta finita. Las mejores camas ya están pilladas, y veo que hay gente que se ha traído mosquitera (¡oh, cielos!, nuestros amigos los mosquitos). Escojo una cama que está bajo la ventana que da al hall y demasiado cerca de la puerta (de lo que me tocará arrepentirme), y allí me instalo. La cena es a las siete, así que me da el tiempo justo de colocar toda mi ropa y los enseres de baño (nada ecológicos, y que de pronto se me asemejan a pesticidas) en una estantería junto a la cama, y dirigirme al comedor. Me siento como una niña que va de campamento por primera vez.

A las siete (extraña hora de la cena para una española) me acerco a la zona del comedor al aire libre, junto a la recepción. Una de las personas que pululan por el edificio de la cocina golpea con un martillo en una barra de metal, lo que supone —al parecer— el gong para anunciar la cena. Una vez reunidos todos allí, alrededor de dos mesas alargadas con recipientes metálicos tapados, el cocinero presenta muy cariñosamente al equipo de la cocina y, mientras uno de sus ayudantes va levantando las tapaderas de los recipientes, él va explicando los platos. Todo comida vegana, como cabía suponer. Y riquísima, por cierto. También el té de hierbas que me sirvo de un gran recipiente está delicioso. Sentada entre belgas, suizos, alemanes, austríacos, holandeses, israelíes, italianos y algún que otro norteamericano, empieza a operarse mi disolución en ese crisol multicultural. Yo, con todas mis improntas culturales, familiares, sociales y personales, empiezo a dejar atrás irremisiblemente todo eso que creo ser yo. Es tan desagradable como inevitable, como tratar de echar a andar una bici con las cadenas oxidadas tras llevar parada mil años.

En esa primera cena hablo muy poco, me limito a escuchar y a familiarizarme con el inglés pronunciado de mil formas diferentes. No entiendo ni el veinte por ciento de lo que oigo; pero es que además me doy cuenta de que entender el idioma es solo una pequeñísima parte de comprender a las personas. La intención, la ironía, el sentido del humor, los matices emocionales, los gestos, la expresividad… todo eso está regido, en buena medida, por la cultura y el lugar en el que vives. Disolverme en este ambiente incomprensible me hace sentir como un trozo de beicon en una sopa de verduras.

Después de la cena, con las sienes a punto de explotar, me refugio en el dormitorio y en el móvil. En el tiempo que llevo aquí no he visto ni un solo móvil, así que yo no me he atrevido a sacarlo, pero sí puedo comprobar mi nivel de adicción a él. La noche va cayendo, yo me dispongo a dormir, y la puerta del dormitorio empieza a abrirse y cerrarse mil veces. Por otra parte, la luz del hall —que entra por la ventana sobre mi cama— permanece encendida hasta las tantas. Al principio hace un calor insoportable, que se va convirtiendo en frío a medida que avanzan las horas, lo que me hace refugiarme bajo la manta. Me toca ir al baño tres veces, muerta de frío, con la linterna del móvil apuntando a todas las sombras sospechosas que hay en el camino, rogando para que no aparezca ningún jabalí, rata, serpiente o perro salvaje (a los mosquitos ya he tenido la oportunidad de darles de comer). Solo cuando empieza a clarear por la ventana del fondo me puedo dormir, un rato antes de que suene la alarma, pues el desayuno es a las ocho de la mañana.

Cuando salgo del edificio, con los ojos entornados de sueño, y veo al fondo la bruma (millones de gotitas minúsculas y vibrantes) sobre el lago, los árboles poderosos que lo rodean como en un abrazo, infinidad de pájaros que empiezan a desplegar sus trinos de rama en rama… se me quita de golpe la incomodidad de urbanita y me digo: «¿No querías Naturaleza, Isa? Pues aquí la tienes».

(Continuación: ‘Mi estancia en Tamera III’)

23 comentarios en «Mi estancia en Tamera II»

  1. Me ha encantado, Isa. Parece que estaba ahí contigo contemplando al jabalí, oyendo ese inglés crisol, pero al leerte me he sentido incapaz ya de ser «domesticada» pero sí que me picó el gusanillo de querer saber más sobre Tamera. Ha debido ser un desafío para ti y en cierto modo lo va a ser para todos los que te leamos. Muchas gracias por compartir esta experiencia tan rica.
    Un abrazo
    Sole

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    • Gracias, Sole :-). La verdad es que siempre me planteo que es un poco absurdo poner la lupa a esta experiencia, como si esas cosas que a mí me afectan tuviesen que ser importantes para todo el mundo; en definitiva, me planteo si estoy exagerándolo todo muchísimo con mi extrema hipersensibilidad. Así que ver que hay personas que se identifican con lo que cuento me anima mucho a seguir, pues me hace ver que no soy la única que le pone una lupa de aumento a la vida ;-).

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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  2. ¡Qué emocionante, y qué tremendo! Ay, Isa, menuda historia estás contando, me encanta, y es que no es inventada ¡que es lo que te pasó! Y ahora ¡hala! A esperar pacientemente a la semana que viene…
    Me he pasado la semana preguntándome si yo tampoco seré monógama… pensaba que hoy tendría la respuesta, ja, ja, ja.

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    • Muchas gracias, Paloma :-). Huy, pues me parece que yo no te voy a dar la respuesta a eso… Es algo en lo que sigo indagando, y cada vez tengo más claro que quiero ir por ahí, por la no monogamia, porque aunque es salirse de la estructura a la que estamos habituadas, también me parece un camino más verdadero y auténtico. Eso sí, al tomarlo no queda más remedio que atravesar patrones a tutiplén ;-).

      Hay un libro muy interesante que me estoy leyendo al respecto: «Una red segura: Apego, trauma y no monogamia consensuada», de Jessica Fern: https://www.amazon.es/Una-red-segura-monogamia-consensuada/dp/8419323020

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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  3. Hermoso relato Isa! Gracias por compartirlo. Me llevaste a recorrer todo el sitio paso a paso; y a sumergirme de tal modo en la historia, que pude compartir tus sensaciones y hasta percibir los olores. Espero con ansias el próximo capítulo.
    Patricia, desde Argentina.

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    • Muchas gracias, Patricia, me alegro mucho de que te puedas meter en la historia para asimilar nuevos conceptos y experiencias :-).

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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  4. Leyendo esa experiencia tuya me he acobardado y he pensado cómo lo hubiera expresado yo. Y según seguía leyendo te admiraba más y mas. Me imagino que será un placer seguir leyéndote.

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    • Hola, Matilde,

      Estaría genial que mirases esa sensación de acobardamiento y de sentirte poquita cosa cuando lees o asistes a cosas que te gustan o te admiran de otras personas. Puedes usar todo esto para nutrirte y darte fuerzas en los pasos o las cosas que te toque a ti abordar, que serán distintas, pero no menos importantes. Es decir, no uses lo que hago yo para sentirte mal contigo misma, por favor ;-). Ese no es el objetivo, es solo una distorsión de tu mirada; es usar lo externo para denigrarte a ti misma. Míralo, porque es algo que puedes cambiar, y te sentirás mucho mejor.

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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  5. Hola, Isabel:
    Qué bueno esto de irse de campamento adulto y salir de la zona de confort. Naturaleza salvaje a tope. Incluso intuyo que te habrás asalvajado allí con la tribu internacional. Y hasta habrás elaborado tu propio lenguaje. Es terrorífico todo y te envidio la valentía.
    Deseando ya leerte, te deseo buena semana.

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    • Jo, muchas gracias por identificarte tanto, Blanca :-). Son situaciones que para muchas personas son relativamente fáciles y placenteras de atravesar. Pero para quienes llevamos una mochila de traumas encima, pues no es tan fácil. Te agradezco mucho tu empatía :-).

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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  6. Hola Isa, me está gustando mucho como cuentas esta experiencia . Estoy deseando que envíes el siguiente capitulo para seguir disfrutando de esta forma tan especial que tienes de narrar. Eres estupenda

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  7. Isa, después de mas de medio verano en la inopia, me siento ante el ordenador y me encuentro ante tu aventura en Tamara ¡Qué vital y qué valiente! Y que apetecible seguir esa experiencia tan especial y tan bien descrita… Un abrazo. M.LUZ

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  8. Querida Isa. Lo cuentas tan bien. Lo dices todo tan real que me veo a tu lado sintiendo todo lo que tu sientes, incluso esas picaduras de mosquitos que tan molestas son. Pero tu eres más valiente. Mucho ,más que yo y supiste aguantar ese hablar y hablar de personas donde todo se mezclaba. Y ese INGLES era tan variado y tan desconocido que tu lo supiste llevar pero para mí hubiese sido como para enloquecer. Y todos aquellos animales.
    Que bonito escribes y que bien lo haces todo. Un gran abrazo . Matilde

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  9. Me asombré y divertí mucho con estas experiencias de desaprendizaje..
    Me reí como una enana porque tu forma de narrar es desenfadada y simpática. Muchas gracias Isa por compartirlas.

    Con afecto: Flor Alba (Colombia)

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    • Muchas gracias, Flor, es un placer para mí compartir todo esto con lectores empáticos :-).

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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    • Gracias, Marta :-). Sí, salir de la zona de confort es lo que tiene ;-). Gracias por leerme.

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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