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Mi estancia en Tamera III

(Puedes acceder a Mi estancia en Tamera I’ y a ‘Mi estancia en Tamera II’)

Biotopos sanadores

El primer día en Tamera es una especie de introducción: se nos invita a meter los deditos del pie en el agua antes de lanzarnos a un lago imponente y desconocido.

En el desayuno pruebo el porridge de avena por primera vez en mi vida (aunque no por última), mientras charlo con un alemán que parece haber hecho la Triatlón en materia de psicología y espiritualidad. Luego me voy a duchar y a lavarme los dientes (usando un milímetro cúbico de mi pasta de dientes altamente contaminante). Y, a las diez, nos reunimos, expectantes, en la sala Fogo, donde hay treinta y pico sillas en círculo y algunas colchonetas en el suelo.

Conocemos a los que serán nuestros cuatro facilitadores a lo largo de la semana: Uta, Benjamin, Frederick y Laurita. Se presentan de una forma muy cercana, llana y transparente, de corazón a corazón. También nos presentamos nosotros brevemente. Me entero de que en el grupo hay una familia de argentinos (un matrimonio con su hija), una brasileña y una portuguesa que hablan español. De alguna forma, eso me hace sentirme más acompañada. Nos informan de los horarios, de las actividades que tendremos a lo largo de la semana, se eligen las personas que se ocuparán de tener la sala ordenada, las que harán el «aullido del lobo» a la hora de las sesiones para avisar a los despistados, las que ayudarán en la cocina después de las comidas y de las cenas… Desde el principio, parece que nos entrenan para ser comunitarios.

También hacemos «tripletes», grupos de tres personas que cuidaremos unas de otras a lo largo de la semana (para que no se pierda nadie, ni en el terreno físico ni en el emocional). A mí me toca con un belga y una holandesa a los que no entiendo casi cuando hablan pero que me tratan con mucha amabilidad, como si no fuese la torpeza personificada.

Y así, se nos va pasando la mañana, conociéndonos y yo pasándolo fatal, porque me saltan a la cara los viejos patrones de la infancia, cuando me quedaba sola en el patio del recreo y no lograba conectar con nadie. Me parece que aquí todos tienen muchísima experiencia en experiencias (en viajar, en comunidades, en extraversión, en inglés…), mientras que yo soy una especie de ostra que no puede evitar cerrar cada vez más sus valvas para protegerse. Me suena lejanamente que yo tenía algo valioso que ofrecer, pero no logro recordar qué.

Como ya conozco a esta niña herida que ha decidido tomar posesión de mí, sé que forzarla a algo que no quiera es lo peor que puedo hacer, así que me armo de paciencia y cuando nos toca hablar sobre algo que deseemos que el grupo sepa de nosotros, yo admito mi introversión, el reto que supone este entorno para mí, mi necesidad de estar sola y mi dificultad para comunicarme de otro modo que no sea por escrito, y menos todavía en inglés, así que si alguien siente mi lejanía, que sepa que no tiene nada que ver con esa persona, sino conmigo. El poder decirlo abiertamente —paradójicamente, en inglés— me aporta algo de espacio, incluso se abre dos milímetros la capacidad de disfrute de la ostra. A través de esa pequeña rendija, puede vislumbrar también algunas ostras más en el grupo.

A la hora de comer me siento junto a una austríaca alta, delgada e increíblemente dulce, con la que conecto de corazón. Se acaba de pedir una excedencia en su aburrido trabajo de oficina para estudiar cosas que le permitan abrir un lugar para el crecimiento de las personas. Charlamos del emprendimiento y de nuestras respectivas vidas, pero yo estoy agotada, y nada más terminar de comer me voy a descansar. Me reprocho a mí misma no hacerlo en una sombrita debajo de un árbol, como hace el resto de la gente, en grupitos llenos de risas y guitarras, en parejas o en solitario. Pero a mí me cuesta dormir en la Naturaleza, con los bichitos, los zumbidos y las variaciones de la brisa, así que me voy al dormitorio. Aunque haga muchísimo calor, allí me siento recogida y segura.

Duermo un rato largo y me despierto sudorosa. Me acuerdo de que nos han dicho que en el «lago gris» nos podemos bañar (en el grande no, porque allí solo pueden bañarse las familias con niños de la comunidad, para preservar en lo posible el ecosistema). Así que me pongo el biquini y me acerco, bajo un sol achicharrante, a la ensenada del lago gris donde sestea la pequeña barca azul y roja. Me da bastante asco meterme, por el barro del fondo, la cantidad de vegetación y los bichitos concomitantes. Me pongo unos escarpines fucsias y me introduzco en el agua, palpando las piedras con los pies y agarrándome a la barca. Al nadar me enredo todo el rato en unas plantas larguiruchas que hunden sus raíces en el fondo. Me pregunto si entre medias habrá serpientes de agua y hasta algo parecido al monstruo del lago Ness. No puedo disfrutar mucho, pero al menos me refresco.

Cuando salgo me voy pitando a la ducha, a sacarme de encima el barro y los bichitos. Me cruzo con una pareja de chicos melenudos del grupo que caminan descalzos por el camino de piedras puntiagudas, como si fuesen sobre nubes. ¡Qué valientes! Me viene el recuerdo de cuando de pequeña me bañaba como un renacuajo en los ríos congelados de León, y luego me convertía en cabritillo para brincar alegre y descalza por las piedras. Me produce mucha frustración esta distancia infranqueable que en algún momento se abrió entre mí y la naturaleza, como si fuésemos cosas distintas e incluso enfrentadas en muchos aspectos. Lo que en las fauces de Madrid supone algo inapreciable, aquí es papel de lija sobre mi piel, porque la intención y la disposición de todos y todo en este lugar apunta justo a integrar cada elemento del cosmos como parte de la corriente de la vida. La barrera, pues, se percibe claramente como una distorsión.

Por la tarde, un hombre de alrededor de setenta años (de la generación de los fundadores) nos introduce en el tema de los biotopos sanadores. Tamera es un terreno de unas 150 hectáreas en forma de águila en que le han dado la vuelta al cambio climático o, mejor dicho, han conseguido respetar las leyes de la Naturaleza, integrando en ella al ser humano de una forma beneficiosa y colaborativa para todos los elementos en convivencia.

El hombre nos pone el siguiente ejemplo: ¿cómo logramos que un árbol crezca sano? Hay dos respuestas posibles. La primera es la que da el sistema al que estamos habituados: regándolo, echándole fertilizantes, matando aquellos seres vivos o bacterias que pudieran enfermarlo, etc. La segunda es la que se plantearon en Tamera: creando el entorno adecuado para que el árbol se integre en él de forma natural. ¿Y qué pasa si incorporamos el factor humano a esta ecuación? Nos podríamos hacer la misma pregunta: ¿qué necesita un ser humano para crecer de forma sana? Pues estar en el entorno adecuado para que se desarrolle su natural confianza y compasión.

Entonces, crear un biotopo sanador tendría que ver con cuidar todas las áreas que ayudan a sanarnos: nosotros cuidamos del biotopo, y el biotopo nos cuida a nosotros. Sería, pues, «un invernadero de confianza, un punto de acupuntura planetario de paz donde se desarrolla una comunidad autosuficiente».

Y dentro de esto, el amor y la sexualidad son básicos, porque justo es de la deformación que ha sufrido nuestra propia naturaleza amorosa y sexual de donde ha surgido la lucha y un sistema tóxico, tanto para los seres humanos como para el planeta mismo.

Lo que determina el éxito de los biotopos sanadores no es cuán grandes y fuertes sean (en comparación con el sistema de violencia existente), sino cuán completos y complejos sean, y cuántos elementos de la vida combinan y unen de manera positiva. No es la ley del más fuerte, sino el éxito del más completo el factor determinante. El objetivo político de Tamera y quienes se han unido a su proyecto en todo el mundo es crear varios centros de este tipo en la tierra.

Dieter Duhm, uno de los fundadores de Tamera, dice en su libro La matriz sagrada:

Todo dolor del alma es, al fin y al cabo, dolor de separación. Al comienzo de la historia del sufrimiento humano figura un suceso primitivo de separación y de abandono. Este suceso primigenio ocurrió hace aproximadamente 7.000 años. Está conectado con el hecho de que el ser humano se desprendió de las religiones y de los órdenes sociales originales, al surgir la revolución patriarcal. […]

La separación se hizo más profunda a lo largo de miles de años. Se produjo el desprendimiento de los seres humanos de la relación de amor original, el desprendimiento de cada ser individual de las relaciones originales con su tribu. […] Entre las personas se desarrolló una nueva forma de existencia basada en el poder y el dominio sobre los otros, la sustitución del sacerdocio femenino y de las divinidades matriarcales por dioses masculinos, la fundación de leyes muy duras, la lucha contra toda clase de resistencia, la destrucción de la naturaleza y la explotación despiadada de sus criaturas. El miedo y la desconfianza se extendieron a todos los seres. Empezaron a protegerse los unos de los otros. La confianza original recíproca y en la creación se rompió. El conocimiento antiguo, que provenía de la unión, se perdió, a menudo se destruyó violentamente. A cambio, surgieron nuevos conocimientos: la técnica armamentística, el arte de ingeniería y las máquinas poderosas para romper la resistencia. Surgió la era cultural del dominio masculino. Surgieron los parámetros de la vida social y humana que han crecido con el ser humano actual como si fuera una segunda piel. Lo que muchas personas contemplan hoy en día como natural es en realidad la consecuencia de la separación. Las leyes de la sociedad burguesa, el concepto de amor y matrimonio, las formas de religión y arte, incluso los paradigmas de las ciencias de la naturaleza y los conceptos de la construcción del universo vienen de la situación de la separación. No son una constante de la naturaleza válida eternamente, sino que están unidas a una fase muy concreta de la historia humana en la que la percepción, el pensamiento y la acción procedían de la separación. Hoy en día estamos ante una gigantesca muda de piel, porque esta segunda piel, que nos creció durante la época de la separación, ya no encaja bien con las fuerzas crecientes en nuestro interior. Tenemos que quitarnos esa segunda piel, para que la criatura que estaba oculta debajo de ella pueda salir a la luz.

Tenemos que superar la gran separación si queremos superar el dolor original en el amor.

A mí todo lo que nos cuentan y, sobre todo, el hecho de que no es algo intelectual, sino que se nos está hablando de la propia experiencia de Tamera a lo largo de treinta años, me introduce en una especie de extraña ensoñación. Es como si la maceta en la que he crecido y a la que mis raíces se han adaptado, se me mostrase de pronto llena de fisuras e inserta en un terreno mucho mayor lleno de posibilidades. Mi maceta no es el mundo sino solo una estructura estrecha, rígida y abollada. Mi confinamiento no es inevitable. Mis raíces necesitan expandirse, y quizá lo mejor que puede pasar es que el recipiente estalle definitivamente. Pero qué vértigo da abrir el obturador de la cámara mental.

El círculo de piedras

Antes de la cena nos llevan a un sitio llamado «El círculo de piedras», que viene a ser un lugar sagrado en Tamera. Bordeamos el lago grande hasta llegar a lo que ellos llaman el Centro Cultural y al que nosotros llamamos el Bar, ya que hasta el momento la función que cumple para el grupo es la de reunirse allí a beber y a charlar después de la cena. Luego nos desviamos por un camino más estrecho, en cuyo borde vemos un triple cartel (como de valla publicitaria) en el que pone: There is the world that we create and there is the world that has created us. These two worlds must come together. This is the goal of our journey («Está el mundo que creamos y el mundo que nos ha creado. Estos dos mundos deben unirse. Ese es el objetivo de nuestro viaje»). Me siento como en 1984, de Orwell, pero al revés. Aquí, mires donde mires, aparecen elementos o mensajes que te amplían la consciencia.

Luego nos desviamos por un camino a la izquierda más estrecho todavía. Se corre la voz, de delante para atrás, de que nos mantengamos en silencio. Subiendo una pequeña cuesta, podemos vislumbrar un altiplano con múltiples piedras grandes. Nos reunimos a la sombra de un árbol que hay a la entrada del claro, donde nos espera una mujer mayor de melena blanca y ojos claros llenos de vida, con cierto aspecto de bruja o chamana. Cuando todos nos hemos acomodado a su alrededor, en silencio, nos habla del sentido sagrado del círculo de piedras.

Sabine Lichtenfels, una de las fundadoras de Tamera, visitó en los años 90 el Círculo de Piedras de Almendres, cerca de Évora, un monumento megalítico de 7.000 años de antigüedad. Tuvo la noción de que había sido construido por una cultura tribal armoniosa y que cada una de las piedras representaba un arquetipo diferente. Tuvo la visión de que no solo eran los restos de una cultura prehistórica, sino que albergaba una matriz atemporal para una forma de vida humana no violenta, algo que se encuentra dentro de nuestros corazones como una forma de conocimiento profundo.

Sentada allí, en trance, Sabine escuchó una voz que le decía: «Aquí encontrarás mucha información que necesitas para construir tu proyecto». En ese lugar, y otros similares, se inspiraron años después para construir este círculo de piedras en Tamera, una obra de arte comunitaria, a modo de catedral natural, centro de ceremonias y lugar de poder. Sus 96 piedras están cinceladas con 96 arquetipos, conectados con la sabiduría original, que se ha ido desarrollando a lo largo de los años a través de la intuición y la creatividad de los miembros de la comunidad y los visitantes que se sienten conectados con los arquetipos. A este círculo de piedras subyace el mensaje de que una cultura de paz no es una pirámide de poder, sino un círculo alrededor de un centro vacío. La paz surge del equilibrio adecuado entre los diferentes seres y arquetipos, y nunca se puede lograr excluyendo o luchando contra ningún aspecto de la vida.

La mujer del pelo blanco nos dice que podemos entrar, en silencio, y ver si nos sentimos atraídos por alguna de las piedras. Podemos explorar, y sentir las diferentes energías de los arquetipos, conectando, a través de ellos, con la sabiduría de nuestro propio corazón.

Yo ingreso en ese lugar tan especial de puntillas y casi sin respirar, dejando que mi cuerpo me lleve donde quiera. Me siento inmediatamente atraída por una piedra puntiaguda con un manchurrón negro, como si un bote de tinta china se hubiera volcado y la hubiese manchado por uno de los lados. El negro se combina armoniosamente con el gris y el blanco de la piedra, y con el verde clarito del musgo. Me dirijo hacia ella y la abrazo, sintiendo su calidez. Le doy la vuelta lentamente, y veo el símbolo que tiene cincelado: es una mujer con un niño mamando de su pecho. Inmediatamente me remite a la Virgen María, aunque esta mujer no tiene mantos, sino que está desnuda y con el pelo al viento. Da la impresión de ser una María prehistórica, pero con esa misma energía acogedora de la madre que amamanta al mundo entero, en una continuidad que enhebra lo divino con lo humano y el no tiempo con la cronología histórica.

Dejo que mi espalda se deslice por el lado plano de la piedra hasta sentarme en el suelo, a su sombra. Cierro los ojos y me dejo arropar y sostener por esa madre amorosa universal cuya versión humana no me dio refugio seguro en esta encarnación. No sé cuánto tiempo pasa. De pronto, percibo una presencia a mi lado y entreabro los ojos. La mujer del pelo blanco se ha inclinado sobre mí y me susurra al oído: «Es María, la madre de todas las madres». Asiento, vuelvo a cerrar los ojos, y ruego para que todas las personas que, como yo, no hemos podido sentir el sostén amoroso de una madre terrenal, podamos conectar con esta corriente de energía poderosa y envolvente, que siempre está a nuestra disposición, deseosa de nutrirnos a poco que abramos nuestro temeroso e incrédulo corazón.

En algún momento nos reunimos todos alrededor del centro vacío del círculo de piedras, donde en el suelo se ve una pequeña circunferencia adoquinada, de la que salen cuatro vectores en forma de cruz. Guiados por la mujer del pelo blanco, hacemos un sencillo ritual cogidos de las manos, para conectar con la fuerza del lugar y los valores de Tamera, lo que supone una suerte de iniciación, o yo lo siento así, para esta semana en que ya se está empezando a producir en nosotros un cambio de perspectiva, pasando de ser este el territorio comanche a serlo más bien ese exterior del que venimos y que ha olvidado sus valores humanitarios primordiales.

(Continuación: ‘Mi estancia en Tamera IV’)

8 comentarios en «Mi estancia en Tamera III»

  1. ¡Qué precioso! Me he emocionado, ahí, viéndote al lado de la piedra, con la madre de todas las madres, dejándote acunar.

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  2. Me ha llenado de muchas emociones las experiencias vívidas. Cerré mis ojos e imaginé estar en una de ellas. Cuánta resignificación de la vida en tan poco tiempo. Muy interesante el tema de las «Separaciones», la verdad no había reflexionado sobre ello, me dió claridad sobre otros aspectos de la vida humana. Isa muchas gracias por compartirnos,

    Con afecto: Flor Alba (Bogotá)

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    • Muchas gracias por tu profundidad y reflexión en la lectura, Flor :-). La verdad es que lo que están haciendo en Tamera da mucho que pensar sobre lo que no estamos haciendo aquí.

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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  3. ¡Madre mía, Isa, qué maravilla! Mil gracias por compartir con nosotras esta experiencia, es tan íntimo que me emociona enormemente que nos consideres dignas de recibir este regalo.
    Me ha enganchado muchísimo esta frase
    «Mis raíces necesitan expandirse, y quizá lo mejor que puede pasar es que el recipiente estalle definitivamente. Pero qué vértigo da abrir el obturador de la cámara mental.»
    Reconozco la sensación y ese vértigo… ¡Qué valiente eres!
    El círculo de piedras, la llamada de «tu piedra», la que necesitabas, me ha emocionado tanto… qué hermosura de experiencia, tan conectada, tan mística y a la vez tan orgánica…
    Estoy leyendo todo tu viaje seguido, hoy, no había tenido tiempo de leerlo en cada entrega y me alegro enormemente de haberlo hecho así…
    La progresión de tu viaje y de tu apertura, la aventura física, emocional, vivencial y espiritual…
    Gracias de nuevo y un abrazo de corazón,
    Carmen

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    • Hola, Carmen,

      Muchísimas gracias por tus bellas palabras… A mí me emociona que se me lea con tanta apertura y generosidad. Por eso me abro y por eso intimo a través de la escritura, porque la recompensa de la conexión con el lector es enorme, grandiosa, bellísima.

      Un abrazo enorme,

      Isa

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  4. Me quedo con este párrafo, muy interesante.
    Muchas gracias Isa por estos posts sobre Tamera y las fotografias que adjuntas.

    «A este círculo de piedras subyace el mensaje de que una cultura de paz no es una pirámide de poder, sino un círculo alrededor de un centro vacío. La paz surge del equilibrio adecuado entre los diferentes seres y arquetipos, y nunca se puede lograr excluyendo o luchando contra ningún aspecto de la vida.»

    ¿Y cuáles son esos arquetipos?

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