14 de octubre de 2019
Quiero hablarte hoy de alguien que me viene acompañando desde que me alcanza la memoria, como un lazarillo que guía a una pobre ciega. Un viejo amigo al que nunca he podido mirar a los ojos, porque mirarlo quizá habría significado admitir que no estaba ciega, tener que decirle adiós y quedarme sin excusas para seguir actuando como una pobre ciega. Te lo voy a presentar. Se llama «Miedo».
Miedo: el lazarillo para videntes ciegos
Ya sabemos que la crisis es general, que el planeta no da más de sí y todo lo demás. Parece muy lógico que a nivel personal se nos estén desmoronando los esquemas que se resquebrajan a nivel mundial. Parece que todo aquello que nos daba seguridad, los puntales en los que se asentaba la vida de muchísima gente, no eran tan de fiar como nos pensábamos.
Así que en estos tiempos que corren se produce una extraña —no podría llegar a llamarla hermosa— conjunción, entre lo que está ocurriendo en el mundo, lo que ocurre en mi entorno, lo que pasa en mi propia vida y el transcurrir de mi meditación. Y en todos estos aspectos encuentro un factor común: el miedo.
En los tiempos que corren se produce una extraña conjunción entre lo que está ocurriendo en el mundo, lo que ocurre en mi entorno y el discurrir de mi meditación. En todos encuentro un factor común: el miedo. Share on X
Lo siento muy cerca cuando medito. Terriblemente persistente. Increíblemente nítido. Horriblemente molesto. Perversamente tentador. Aparece en forma de vértigo cuando estoy centrada en el soporte —a modo de tabla de surf— y permito a la conciencia abrirse en el espacio de un modo natural. Al cabo de poco tiempo de manejarme inexpertamente con lo que hay instante a instante, mi amigo me da un codazo en plenas costillas y me dice al oído: «Hay demasiadas cosas en el espacio. ¿Qué vas a hacer con todo esto? Te vas a estrellar, loca; ven, sígueme, te voy a llevar a un lugar seguro, anda». Entonces me estira del brazo y yo me dejo llevar por su voz, la voz de la cautela, de la precaución, de lo malo conocido, de las proyecciones y las coordenadas de siempre.
Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, del miedo al pánico
Puede que mi amigo también lo sea tuyo. E igual, como a mí, te sirve de guía en muchas ocasiones, dentro y fuera de la meditación. Asimismo, puede que —como yo— en el fondo quieras deshacerte de él, reconocer de una vez por todas que tienes ojos, y brazos y piernas y manos y nariz y orejas y boca, y corazón y una mente prodigiosa capaz de discernir cómo actuar en cada momento. Y, por último, también como yo no quieras cabrear demasiado a este amigo, que puede pasar rápidamente de ser el Dr. Jeckyll a ser Mr. Hyde, transformarse en pánico y, después de hacerte protagonizar una película de terror, lanzarte de un tortazo a la dichosa zona de confort que, en el fondo, no es sino una celda de castigo.
Así que quería contarte un par de cosas con respecto a este personajillo que lleva tanto tiempo dominando mi vida, o que deja que otros amigos suyos (la culpa, el orgullo, la autocompasión, la ira…) la dominen por él. Cuando era jovencita yo estaba tan fundida con el miedo que ni siquiera lo notaba (no sé si te has fijado en que cuanto más supeditado estás a algo o a alguien menos lo ves). Y sin embargo mi amigo me tenía absolutamente paralizada. Me movía mucho, sí, iba de un trabajo a otro, de un novio a otro, de un lugar a otro, de un libro a otro, siempre con el piloto automático de mis patrones puesto. A eso le llamo yo parálisis, porque de esa forma te puedes pasar toda tu vida corriendo sin avanzar ni un paso. Y emprender el camino espiritual vendría a ser comenzar a detener esa carrera para ir avanzando, en sentido inverso, hacia el lugar en el que estás, algo que en un principio —todo hay que decirlo— nos resulta sumamente desagradable.
Supongo que fue cuando murió mi padre, en 1997, cuando empecé a percibir que algo no funcionaba en esa loca carrera hacia ninguna parte que era mi vida y le toqué el rostro, por primera vez, al miedo. Yo era atea y nihilista convencida, y que alguien se muriese significaba que acabaría convertido en unos gusanitos repugnantes que se comerían hasta su última brizna. Y que ese alguien fuera mi padre significaba que yo acabaría igual y que la vida —la mía y, por tanto, la de todos— carecía de sentido alguno.
Pasé cuatro años dando bandazos de la decepción al sufrimiento, del sufrimiento a la evasión, y de la evasión de vuelta a la decepción, hasta que, en el 2001, me decidí a hacer un curso de introducción a la meditación en Salamanca y conocí a mi lama. Cuando la oí hablar de todo lo que me ocurría con su lenguaje de andar por casa, restándole importancia e incluso riéndose a la cara de aquel ser gigante —el miedo— que por entonces me invadía por completo, lo primero que pensé fue: «Yo quiero ser como ella». No sabía muy bien lo que significaba eso de «ser como ella», pero sí sé el impacto que me causó verme reflejada como en un espejo. Un espejo sin distorsión, ecuánime, que me estaba mostrando, simplemente, lo que había. Sin las capas de mis propios juicios, de la decepción y del miedo.
Cuando regresé a casa después de esos dos días algo muy importante había cambiado. Desde luego, una vez que ya no tenía el espejo delante, yo seguía en la misma situación, con el mismo terror pegado a los huesos, con los mismos patrones, en la misma carrera desaforada. Pero me había visto. Me había reconocido. Me había pillado in fraganti. Y la persona que me había hecho verme había dicho —con su lenguaje de andar por casa— que con eso se podía trabajar, que no daba igual ocho que ochenta y que lo poco que pudiéramos hacer transformaría nuestro entorno. De alguna forma, a partir de entonces mi vida adquirió un sentido, al igual que la palabra «espiritualidad», el de acercarme a esa imagen que había visto por un segundo reflejada en el espejo de mi lama, el de transformarme en alguien menos dañino para mí misma y para los demás. A ese anhelo era a lo que yo por entonces llamaba «querer ser como ella».
Querer ser como ella, como mi lama, fue el estímulo necesario para transformarme en alguien menos dañino para mí misma y para los demás. De alguna forma, a partir de ahí mi vida adquirió sentido, igual que la palabra… Share on X
Luego vino el desmoronamiento continuo del castillo de cristal del autoengaño, y el sufrimiento generado por mi propio juicio negativo superpuesto sobre ese desmoronamiento. El horror. La etapa en que todo lo que creías que era tu vida se te viene abajo, la época de la impotencia, la frustración y la rabia. El periodo en que solo te sostiene la percepción clara de que la carrera desaforada de antes era un engaño y no te llevaba a parte alguna, los destellos en el espejo de mi lama y la tenue confianza (unas veces más tenue que otras) en sus palabras, en que —al menos eso decía ella— llegaría un momento en que podría relajar todas esas toneladas de tensión, provocada entre otras cosas porque, del otro lado, tenía al viejo amigo estirando de mi, diciéndome pero a dónde vas, hija mía, que es por aquí, ¿no ves que estás yendo hacia atrás, que te vas a dar un castañazo tremendo? Si no sabes ni dónde pones los pies. Déjate guiar por mí, yo sé perfectamente a dónde llevarte. Y si le provocaba demasiado, ya tenía ahí a Mr. Hyde insultándome, pero mira que eres imbécil, te fías de la primera que pasa diciéndote palabras bonitas, ¿no te das cuenta de que no sirves para esto? Anda, corre a refugiarte en la cueva si no quieres que te claven un puñal por la espalda.
Y haces más cursos y te cabreas más o, mejor dicho, te enganchas tanto a tu cabreo (por miedo a lo que no es cabreo y no sabes lo que es) que parece que va a estallarte la cabeza. Y pasas tanto tiempo así que un buen día, de puro agotamiento, te relajas un instante, ves tu rostro amargado —sobreactuado— en el espejo de tu mente, y te entra la risa. Entonces te crees que has encontrado la fórmula mágica, pero cuando en la siguiente situación molesta vas a por ella, el espejo ya no está, solo es un lejano recuerdo que de nada te sirve. Pero sabes (porque lo has visto, lo has vivido) que hay otra cosa, otra actitud, otra perspectiva, aunque ya no la encuentres por ningún rincón.
Y así, poco a poco, por desgaste, ayudándote de la muleta de la bodichita, va aumentado la confianza, no solo en las palabras de la maestra sino en ti misma. Empiezas a mirar con curiosidad, con menos agresividad, los contenidos de tu mente, tus actitudes, tus emociones, todo lo que te hace sufrir. A veces, incluso, te da tiempo a cambiar tu comportamiento, las primeras veces pensando que se va a acabar el mundo, luego con más decisión, porque compruebas que el mundo no solo no se acaba, sino que sigue a lo suyo, sin prestarte demasiada atención. E incluso a veces te recompensa.
Cuando tu viejo amigo ya no forma parte de tu esencia
El viejo amigo te acompaña a lo largo de todo el viaje, por supuesto, previniéndote justo del punto siguiente en el que no debes caer, en el que has de acudir a tus fieles patrones, que te dirán lo que tienes que hacer sin dudarlo un instante, de un modo automático e incuestionable. Lo que pasa es que ya llevas un recorrido hecho que te hace confiar cada vez más en ti y menos en tu amigo, al que ya percibes (aunque aún no le puedas mirar a los ojos) como algo que no forma parte de tu esencia. Un recorrido en que se ha hecho una especie de transferencia de poderes, en que el instinto y la intuición ya no son los de tu amigo sino los tuyos.
La vida es una revolución tras otra, cada crisis distinta a la anterior. Share on X
Entonces se vuelve a producir otra revolución —otro desmoronamiento— en tu vida. Porque la vida, al menos en mi experiencia, es una revolución tras otra. Pero cada una es distinta que la anterior.
Esta ya no está provocada por la huida desesperada del dolor y el sufrimiento, sino por la determinación de querer experimentar experimentar el gozo a través del dolor y el sufrimiento, y poder ofrecérselo a los demás.
Esto constituye, de nuevo, lanzarte al vacío, porque te acompañan el miedo, las dudas y la confusión. ¿Estarás metiendo la pata? ¿Estarás confundiendo dignidad con orgullo? ¿No deberías hacer caso a tu amigo, que te recomienda cautela, precaución, la vuelta a lo de antes? Pero ya confías en tu instinto, y te lanzas con todo el miedo, las dudas y la confusión. Y resulta que el único modo en que puedes vivir esa nueva revuelta es permanecer en el presente, porque los patrones del pasado ya no te sirven, aunque intentes atraparlos, y el futuro es incierto. Entras así en un periodo en el que conviven —en el que permites que convivan— el miedo, las dudas y la confusión con la valentía, la certeza y la sabiduría interior.
Ahora tengo menos miedo que antes, porque no lo proyecto tanto desde el pasado ni sobre el futuro. Share on X
Y me doy cuenta de que ahora, pasados unos cuantos años más, a pesar de que no sé de qué voy a vivir el año que viene, ni siquiera el mes que viene, a pesar de que tengo dos hijos que mantener, a pesar de la crisis y de la situación mundial, tengo mucho menos miedo que antes, porque no lo proyecto tanto desde el pasado ni sobre el futuro. De modo que el miedo invasor de antes no estaba en esas situaciones ni en ninguna otra, sino que lo llevaba yo adherido a los huesos. Mi amigo de ahora ya no es paralizante, no me impide vivir ni gozar. Es simple miedo a responsabilizarme de avanzar sin carriles prefijados, a elegir mi vida y mi destino, a permitirme ser feliz.
He descubierto que: la valentía no es más que la superación del miedo, la certeza no es más que la disolución de las dudas y la sabiduría no es más que la trascendencia de la confusión. Share on X
He descubierto, de una forma muy vívida, que la valentía proviene de la comunicación con el miedo, la certeza tiene que ver con habitar las dudas y la sabiduría no es más que la consciencia de la confusión.
Así que el miedo está genial, porque te está indicando el punto exacto en el que tienes que aflojar en el presente, y esa es la única forma de que no domine tu meditación y, por tanto, tu vida. Es, pues, un buen amigo, un maestro que te está indicando todo el tiempo por dónde no debes ir y que algún día, cuando ya no lo necesites, cuando te atrevas a confiar en tus propios ojos, tu nariz, tu lengua, tus brazos, tus piernas, tu corazón y tu mente espaciosa y lúcida, te abandonará.
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2 comentarios en «Mi viejo amigo el miedo»
Cuánta lucidez, Isabel. Leerte me inspira y me empuja a meditar. Gracias por compartir
Gracias, Ana. Encantada de que te anime a meditar :-). A veces es difícil encontrar el resuello y la visión en el día a día tan loco que llevamos.
Un abrazo fuerte,
Isa