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Miedo a la velocidad

Miedo a la velocidad al escribir nuestra historias

Cuando empezamos a escribir, en muchas ocasiones situamos la historia dentro de la cabeza de los personajes en lugar de situarla en el exterior. El personaje piensa mucho y actúa poco, lo que provoca una especie de parálisis temporal y actancial. Poco a poco, uno va aprendiendo a que lo que le ocurre al personaje por dentro ha de repercutir en el exterior, y que —de hecho— es fundamentalmente a través de lo que ocurre fuera como el lector interpretará lo que le ocurre al personaje por dentro. No obstante, este paso produce una suerte de vértigo, porque es cuando, como escritores, nos empezamos a «pringar» de verdad: ahora están sucediendo cosas de una forma mucho más «real» dentro de la ficción.

Entonces, se puede dar un paso intermedio antes de lanzarnos definitivamente en brazos de la narración, y es que se produce una especie de ralentización en el tiempo y las acciones de los personajes. Ha habido como una progresión desde la parálisis hasta el movimiento, pero ahora el movimiento está como ralentizado, lo que provoca que el tiempo se distorsione. Se dan tantos detalles de todos los movimientos que la imagen se satura. Para el lector, es como si lo viese todo a cámara lenta y por momentos se congelara la imagen. Hay una excesiva puesta de relieve, y el lector tiene poco margen para construir la historia junto con el autor.

Meternos en nuestros personajes y dotarles de vida es en cierto modo vivir nosotros, y los mismos miedos que tenemos en la vida real, los proyectamos en nuestras historias.

Y ahí detrás puede que haya, todavía, cierto miedo a la velocidad natural que nosotros mismos como autores hemos permitido que se produzca. A la vez existe cierto afán de control, como si quisiésemos atarla corto, asegurarnos, no correr riesgos, afianzar los hechos, encapsularlos, clavarles clavos en los bordes.

A medida que suceden las cosas de verdad (y no solo en la cabeza del personaje) también han de ir sucediéndose de forma más rápida. No en el sentido estresante de la palabra, sino porque realmente el ritmo de la vida cuando la estamos de verdad viviendo (y más el de la literatura, en el que la vida nos viene concentrada) es bastante trepidante.

Se me viene a la cabeza una cita de Chogyam Trungpa Rimpoché, de su libro Nuestra salud innata, en que, hablando de la octava conciencia[1], hace una metáfora con el tema de la velocidad que me parece interesante y aplicable a la literatura:

En cuanto a la base del ego, la octava conciencia, esta surge cuando la energía que emite la base fundamental produce una especie de deslumbramiento, un desconcierto. Este desconcierto constituye la octava conciencia, la base fundamental del ego, lo que el doctor Herbert Guenther llama «desconcierto errante». En efecto, se trata del error que se produce al estar confuso, como una especie de pánico. Si la energía siguiera su propio ritmo de velocidad, entonces no aparecería ningún miedo. Es como conducir deprisa un coche, si uno respeta la velocidad es capaz de maniobrar correctamente, pero si, de repente, uno siente pánico al ver que está conduciendo demasiado rápido, entonces frenará con brusquedad y probablemente tenga un accidente. De pronto uno se queda helado y aparece el desconcierto de no saber cómo controlar la situación, y es entonces cuando, en realidad, la situación nos sobrepasa. En lugar de simplemente ser uno con la proyección, esta nos sobrepasa y su fuerza inesperada nos embarga de tal modo que se produce un desconcierto muy intenso e impactante. Este desconcierto actúa como la base fundamental del ego, como una base fundamental secundaria aparte de la base fundamental primordial.

Esta especie de pánico a dejarnos llevar por lo que de hecho se está manifestando del que habla Chogyam Trungpa y que, a poco que tomemos contacto con nosotros mismos, podremos sentir que está ahí constantemente en cualquier situación, es el que, cuando escribimos, nos hace tender hacia la parálisis (primero) y hacia la ralentización (después).

La literatura es como el campo de entrenamiento de la vida. Uno de los sueños del ser humano es disponer de la posibilidad de ensayar su actuación estelar.

Meternos en nuestros personajes y dotarles de vida es en cierto modo vivir nosotros, y los mismos miedos que tenemos en la vida real, los proyectamos en nuestras historias. Sin embargo, si tomamos conciencia de ellos, nuestro sentido común puede reconocer fácilmente que en aflojar esa tensión no hay nada que temer y, sin embargo, mucho que ganar.

La literatura es como el campo de entrenamiento de la vida. Uno de los sueños del ser humano es disponer de la posibilidad de ensayar su actuación estelar. ¿Qué mejor oportunidad para ello que narrar historias en las que nuestros personajes —es decir, nosotros— puedan fluir —y nosotros con ellos— junto con la energía que se manifiesta en todo instante en nuestro interior y que —en la vida diaria— tratamos constantemente de congelar?

 

[1] Para el budismo tibetano están las cinco conciencias de los sentidos que nosotros conocemos —la conciencia del oído, la vista, el tacto, la escucha y el gusto—, la conciencia del sentido mental —que es otro sentido aparte, el que capta los pensamientos—, la séptima conciencia o conciencia aflictiva —que es en la que se manifiesta la confusión— y la octava conciencia o conciencia base —que es neutra pero que en realidad es la base del ego.

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