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El poder de las pequeñas historias I

9 cuentos de J.D Salinger analizados por Isabel Cañelles en Escribir y Meditar.

(Análisis de ‘9 cuentos’, de J. D. Salinger)

¿Te has leído 9 cuentos, de J. D. Salinger? Si lo has hecho, supongo que muchos de los relatos perdurarán en tu memoria, porque son imborrables. De todas formas, te propongo que los leamos o los releamos juntos. Iré colgando en el blog poco a poco un análisis de cada uno de los relatos, para poder acceder a la profundidad de estas pequeñas historias en apariencia simples.

Si se pudieran definir de algún modo los relatos de Salinger —que no se puede— yo diría que son perfectos. Perfectos no en el sentido de que constituyan fríos mecanismos de relojería narrativa, sino que su perfección consiste en el baile delicioso de lo imperfectamente humano.

Todos los detalles de cada relato integran un cuerpo preciso y precioso, único y no siempre agradable a los sentidos Share on X

No transmiten en absoluto la sensación de automatismo o de fabricación en cadena de las superproducciones de Hollywood o de los best sellers, sino que al leerlos se van desplegando ante nuestros ojos como seres vivos complejos, con su textura y olor propios, su desarrollo personal, su color de piel y sus lunares. Todos los detalles de cada relato integran un cuerpo preciso y precioso, único y no siempre agradable a los sentidos, maravillosamente dinámico y a la vez perenne.

Un efecto que produce la lectura de estos relatos es que, una vez concluidos, parece que hayan existido desde siempre, que la literatura no se pudiese concebir sin todos y cada uno de ellos. Son solo nueve, y sin embargo cada uno tiene un sillón con su nombre asignado en el Paraíso de la Narrativa. Y parece que hubiese sido así desde antes de haber sido esculpidos letra a letra.

Y a la vez son —parecen— enormemente casuales. Una chica hablando con su madre en la habitación del hotel mientras se pinta las uñas. El encuentro entre dos amigas, una de las cuales se acerca a casa de la otra de paso hacia otro sitio. Una adolescente que espera en el recibidor de casa de su amiga a que esta vaya a por dinero y charla con su hermano. Un universitario que lleva a una pandilla de niños a jugar al béisbol en autocar y les cuenta historias. Una madre que trata de convencer a su hijo de que salga de la barca en la que juega. Un soldado estadounidense que sale a dar a una vuelta en un pueblo perdido de Inglaterra y acaba entrando en la iglesia a escuchar a un coro de niños, un día antes de ser enviado a una guerra que nada tiene que ver con él. Un abogado que confiesa a su amigo por teléfono sus penas de amores. Un niño superdotado que charla en la tumbona de un barco de recreo con un advenedizo antes de ir a la piscina. Un joven que se ofrece como profesor en una decadente academia de pintura a distancia de Montreal llevada por dos japoneses.

Sitios de paso. Espacios de tránsito. Lapsos robados al tiempo. Personajes a los que la escritura pilla despistados y se muestran sin más, tal como son, sin complejos ni miedo al ridículo. Diálogos sesgados. Tramas esbozadas.… Share on X

Sitios de paso. Espacios de tránsito. Lapsos robados al tiempo. Personajes a los que la escritura pilla despistados y se muestran sin más, tal como son, sin complejos ni miedo al ridículo. Diálogos sesgados. Tramas esbozadas que parecen estar ahí como por capricho o de pura casualidad pero tras las que late el misterio, la duda, cierta realidad insoportable hacia la que no nos atrevemos a mirar. Historias que en su sencillez nos desarman, se nos clavan sin que atinemos a entender el por qué, sin poder darles un significado claro, delimitado. Verdaderas lecciones maestras de narrativa.

Cuentos perfectos e inexplicables como un beso del ser amado o la sonrisa de un bebé en días nublados. Una perfección inabarcable imposible de verbalizar, porque puede ser contemplada desde tantos ángulos como personas la contemplan.

Y sin embargo, voy a tratar de desglosarla en nueve aspectos, uno por cada cuento que incluye la antología. Tómate esto solo como una pobre muestra de las innumerables caras y reflejos que —como un diamante— posee cualquiera de los relatos.

1. El misterio en «Un día perfecto para el pez plátano»

En este enlace puedes leer el relato. Si no quieres que te lo destroce, léetelo antes, por favor.

Ya lo hemos dicho. Los relatos de Salinger comienzan de una forma de lo más intrascendente. En el caso de «Un día perfecto para el pez plátano», la chica de la 507 espera una llamada en la habitación del hotel desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Salinger aprovecha ese lapso para, con un impresionante resumen de sus actividades, retratarnos a la antagonista del relato:

[…] Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.

Mientras sonaba, con el pincelito de esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o la quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.

Con un resumen, un juicio de valor por parte del narrador y el principio de una escena, una voz cargada de ironía nos presenta a alguien a quien no podemos dejar de representarnos. Aun estando en las musarañas al empezar a leer, nos saltaría a la vista el pincelito de uñas, los pelos del lunar, la forma en que la chica coge el cenicero repleto y lo lleva al nuevo escenario, el del teléfono.

Hasta ahí, y en el principio de la conversación de la chica con su madre, todo es tan insoportablemente intrascendente que si no fuese por la fina ironía y la plasticidad narrativa del lenguaje el lector se asfixiaría. No es que no pase nada, es que lo que pasa, aquello sobre lo que el narrador deposita su lupa y su altavoz, es absolutamente superficial, nimio. De modo que cuando aparecen las primeras alusiones a algo que no se parece a un pintauñas ni a un vestido de baile, destacan como nieve sobre carbón.

[…]

—¿Quién condujo?

—Él —dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…

—Mamá —interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.

—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?

Zas. Ya estamos atrapados. ¿Quién es «él»? ¿Qué problema tiene con los árboles? ¿Qué le ocurrió al coche? Estábamos en el baile de lo anecdótico y de pronto un viento de tragedia cierra de golpe, a lo lejos, una ventana.

A partir de aquí, se intercala la charla superficial con alusiones veladas al marido de la chica (también con un tono de lo más frívolo y superficial), a través de las que nos enteramos de que:

  • Seymour Glass la llama «Miss Buscona Espiritual 1948», y a ella no parece importarle mucho;
  • él le reprocha a ella su falta de interés por la literatura y la cultura en general;
  • el padre de ella ha hablado con un tal doctor Sivetski acerca de «los árboles», «ese asunto de la ventana», «las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte», «lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas»;
  • de que el doctor Sivetski opina que Seymour puede perder por completo la razón;
  • de que Seymoour Glass toca el piano por las noches;
  • de que hay un psiquiatra en el hotel que se ha interesado por el estado de Seymour;
  • de que Seymour trató de hacer algo «con el sillón de la abuela»;
  • de que la madre teme que Seymour haga daño a su hija;
  • de que Muriel ha estado esperando a Seymour a que este regresara de la guerra, donde suponemos que ha sufrido un trastorno psíquico;
  • de que Seymour está en la playa y no se quiere quitar el albornoz para que no se le vea un tatuaje que, al parecer, no existe.

Se nos dice —del modo entrecortado y casual en que se suministra la información en un diálogo que no parece estar dirigido al lector— lo suficiente para que intuyamos la situación en que se encuentra la pareja, pero no lo bastante como para conocer el estado real de Seymour Glass. La información está sesgada y, además, distorsionada por el punto de vista de la madre de Muriel y de Muriel misma, que no parece dar mayor importancia a lo que ocurre.

En mi opinión, este diálogo cumple dos funciones narrativas fundamentales:

  1. Hacernos empatizar con el protagonista. No se nos presenta directamente, y sin embargo nos podemos hacer una idea de lo que puede suponer para alguien cultivado y sensible a quien un buen día han puesto un fusil en las manos y han enviado a la guerra, regresar a un ambiente en el que sus seres queridos dan más importancia a un vestido de noche que a las secuelas psíquicas devastadoras que participar en una guerra pueda haber causado en él.
  2. Hacernos dudar de si Seymour Glass es realmente un loco peligroso, es decir, situarnos en el punto de vista de una sociedad burguesa interesada en guardar las formas a toda costa y en la que estar deprimido, hablar de la muerte y hasta permanecer en la playa en albornoz te convierten en alguien digno de desconfianza hasta para tus seres más cercanos.

Es decir, nos deja situados en un incómodo y paradójico segmento ético en el que empatizamos con el protagonista y a la vez desconfiamos de él. Se nos revela este como una sombra misteriosa e inquietante que agita los puntales en los que se asienta nuestra normalidad, que nos sitúa en esa frontera difusa entre la supuesta cordura de una sociedad vacía y la locura lúcida de quien ha visto la realidad y la muerte en estado puro.

Después de que esa sombra se cierna sobre nuestras cabezas, el texto nos cambia radicalmente de escenario y de personajes. Aparece una niña de «omóplatos delicados como alas» pronunciando el nombre prohibido del protagonista. En su boca, nos inquieta aún más.

La madre de Sybil (la niña), como la madre de Muriel, pertenece a una sociedad demasiado ensimismada como para preocuparse realmente por nadie, y menos por sus propios hijos, que navegan a la deriva en un océano de adultos adormilados que no los entienden y les empujan a convertirse cuando crezcan en fotocopias de sus progenitores.

La madre de Sybil se va a tomar un martini al hotel y deja a la niña en la playa, repitiendo un nombre que no se molesta en descifrar. La niña va al encuentro de aquel que a estas alturas no sabemos si es un pervertido, un loco peligroso, o quien la salvará de la estupidez que la rodea. El resultado de esa mezcla genera en el lector, cuanto menos, tensión, misterio y una morbosa curiosidad, elementos con los que el autor jugará durante toda la secuencia a su antojo.

No nos queda otra que estremecernos y escandalizarnos cuando el joven coge un tobillo de Sybil o le dice que se acerque más para mirar el color del bañador o le comenta que está muy guapa o le da celos contándole que ha estado con otra niña o la coge de la mano para llevarla al mar o le habla de los peces plátano o la lleva un poco más adentro o la tumba en el flotador y la empuja o ella le dice que no la empuje más allá o vuelve a cogerla por los tobillos o la llama «amor mío» o le coge un pie y lo besa… Si os fijáis, todos actos empáticos y amigables y que, sin embargo, nos parecen los preliminares perversos de un pederasta.

El autor delata así al lector, manipulándolo y llevándolo a placer por los entresijos de sus propios prejuicios y escrúpulo bobalicón. Esa incomodidad, ese misterio que gravita sobre quien no se atiene a la «normalidad», nos impide disfrutar de lo que, visto a posteriori, resulta una bellísima escena de complicidad y empatía entre un adulto y un niño, en la que ambos aparecen como una isla de autenticidad, mansedumbre, humor, equilibrio y creatividad en medio del océano de falsedad, rabia, monotonía, desequilibrio y falta de imaginación donde chapotean, aturdidos, todos los adultos que los rodean.

Pero todo esto solo se nos va a revelar en la última secuencia, cuando observamos cómo nuestro protagonista —del que a estas alturas aún no sabemos qué pensar— tiene una escenita desagradable en el ascensor del hotel porque piensa que una mujer le mira los pies, sale, se dirige a la habitación 507, donde Muriel duerme en una de las camas, saca una pistola, la carga, mira a la chica y se pega un tiro en la sien.

A quien pega un tiro Salinger, realmente, es a nuestra estupidez por haber estado desconfiando del protagonista durante toda la narración, por haber estado leyendo el relato en clave de intriga, de misterio, cuando de lo que habla es de la tragedia y de la soledad de quienes, habiendo llegado a un estadio de conocimiento y de contacto con la realidad superior a la media, no se resignan a vivir en una sociedad estúpida, superficial y cobarde que es en realidad la que pervierte a la infancia (a sus propios hijos) y les arrebata día a día toda su frescura, la imaginación, la percepción sensorial, el ingenio, la inteligencia y el placer.

La inquietud que provoca la sistemática ruptura de nuestros esquemas mentales, la entrevisión de una realidad más lúcida, más cortante, más ajena a nuestras cómodas inclinaciones. Share on X

Esta narración me parece una buena muestra del misterio que sobrevuela todos los relatos de Salinger, que apunta al lugar donde habitan nuestros peores fantasmas, aquellos que no se pueden ver ni tocar. La inquietud que provoca la sistemática ruptura de nuestros esquemas mentales, la entrevisión de una realidad más lúcida, más cortante, más ajena a nuestras cómodas inclinaciones. Una realidad en la que lo que en un principio calificaríamos de loco peligroso no es sino la única persona cuerda —junto con los niños— en un mundo de adultos estúpidos y desconectados.

(Continuará con el 2º relato de ‘9 cuentos’).

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