(Estoy realizando un análisis de ‘9 cuentos’, de J.D. Salinger. Si quieres leer el análisis anterior, del relato «El hombre que ríe», pincha aquí).
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El genio en «Para Esmé, con amor y sordidez»
Antes de leer el análisis, te recomiendo que leas el relato que puedes encontrar aquí.
Me gustaría hablar, en primer lugar, del género de este cuento. Salinger escribe en general relatos realistas, pero en este en concreto incluye esporádicos elementos de metaficción (forma de narrativa autorreferencial que alude a los mecanismos de la ficción en sí mismos), no para sacar al lector del sueño vívido de la ficción, sino precisamente para dar mayor verosimilitud a la historia.
John Gardner dice en El arte de la ficción:
[…] En la escritura que fía su existencia a la verosimilitud, el escritor reta al lector a que acepte lo que cuenta. Sitúa su relato en algún lugar real —Cleveland, San Francisco, Joplin, Misuri— y emplea a una serie de personajes que con toda probabilidad nos encontraríamos en el ambiente que ha elegido. Aporta tales detalles sobre las calles, las tiendas, el clima, la situación política y los temas de conversación más habituales en Cleveland (o en donde sea), y tales detalles acerca de las miradas, los gestos, la experiencia misma de sus personajes, que a la fuerza hemos de creer que la historia que nos cuenta sin duda es verdad. De hecho, puede ser verdad […]. Que un relato sea verdad, por supuesto, no descarga al escritor de la responsabilidad que tiene a la hora de hacer que tanto los personajes como los acontecimientos sean convincentes.
[…] así como la ficción verosímil podría describirse en general como una ficción que nos persuade de su autenticidad a través de una documentación basada en el mundo real, empleando situaciones y personajes reales, o bien totalmente parecidos a los que encontramos en la realidad —por ejemplo, ciudades reales o ciudades que creemos reales cuando lleven un nombre distinto, personajes de la vida misma con nombres reales o figurados, etcétera—, el peso que tiene el trabajo de un escritor realista línea a línea va mucho más allá de nombrar con precisión las calles y las tiendas, más allá de una descripción exacta de las personas y de sus barrios. Debe aportar momento a momento imágenes concretas y extraídas de una cuidadosa observación del comportamiento de los demás, y debe plasmar las conexiones entre un momento y otro, los gestos precisos, las expresiones faciales, los giros del habla que, dentro de cualquier escena, conmueven a los seres humanos y les transmiten una emoción, y otra, haciéndoles pasar de un instante al siguiente.
Podríamos añadir que las técnicas propias del género han de emplearse a fondo en el tratamiento del tema de cada narración en concreto. En este caso, el tema sería el amor en contraposición a la sordidez, y se despliega en todos sus matices, a través del sueño de la ficción, desde el mismo título hasta las últimas palabras del relato. No solo se trata, pues, de tratar de serle fiel a la realidad (vivida o figurada), sino de que todos los elementos y detalles que se escojan —además de ir en pos de hacer verosímil la narración— correspondan a un tema y una trama específicos. En este sentido, la mezcla de géneros que propone Salinger (incluyendo la metaficción) no resulta en modo alguno arbitraria, sino encaminada a profundizar en el tema tratado, a dar una vuelta de tuerca al sentido para que la historia resulte —si cabe— aún más real.
Según Julio Cortázar, esto es lo que lleva a que se cumplan en el texto los preceptos de todo buen relato:
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- Brevedad: El cuento contemporáneo se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios.
- Unidad y esfericidad: Cualquier elemento que distraiga la atención del lector hacia temas circundantes hay que suprimirlo.
- Intensidad: Si no tenemos un tema válido, en el que exista una amenaza latente, una posible ruptura, una grieta, una contradicción… difícilmente podremos darle tensión narrativa al relato y estructurarlo de tal forma que tenga intensidad de la primera a la última línea.
- Objetivación del tema: En un buen relato debe latir en cada frase esa urgencia de expulsar la narración fuera, de dar a luz de una vez a la criatura que se revolvía como un fantasma indefinido en nuestro interior.
- Un tema significativo: Justo lo que no cuadra en el paisaje —para el escritor, para su peculiar mirada— es el tema del relato, lo digno de contarse. Lo que plantea una grieta, una fisura en la realidad por la que se escapa la vida, lo inexpresable).
Por otra parte, el cómo despliega el autor todos los recursos narrativos (desde la cuidadosa elección de la voz narrativa hasta la ironía y el sarcasmo, desde el manejo del tiempo, el espacio y la acción hasta la selección de las escenas, desde el planteamiento del conflicto hasta la resolución del cambio) termina de consolidar una narración plena, preñada de sentido y emoción, única e inimitable.
Pero hay algo más.
En una clase maestra a la que asistí con Alessandro Baricco, le preguntaron qué novela le habría gustado escribir. Él dijo que no era una novela, sino un relato. Que la novela era imperfecta por naturaleza, pero que un relato podía ser perfecto. Y que el relato que a él le habría gustado escribir era «Para Esmé, con amor y sordidez». Porque lo consideraba perfecto.
Yo he decidido ser más ecuánime o comedida y repartir la perfección entre los nueve cuentos de Salinger. Pero sin duda este es de los que mayor fuerza tiene. Todos se hacen en extremo reales (hasta un punto que —en mi opinión— ni siquiera la cinematografía ha sido capaz de conseguir con sus técnicas de 3D), pero este en especial clava sus uñas en el corazón del lector con su mezcla de ternura y dolor, de ascensión al cielo y descenso a los infiernos, de —al fin, nadie mejor que el autor para definirlo con precisión— «amor» y «sordidez».
Yo no sé si lo que hace Salinger en este relato se había hecho ya alguna vez en la historia de la literatura. O quizá sí, porque no es más que un recurso modernizado que ya usaba Cervantes en El Quijote para dar verosimilitud a la historia, la de contarla por medio de un narrador de confianza que aporta pruebas supuestamente reales de su veracidad. De hecho, es el recurso más viejo y manido del arte de contar historias, proveniente de la tradición oral. También lo hace Borges o tantos otros autores que pretenden hacer creíbles sus historias, y en muchos casos lo consiguen.
Un relato este en el que Salinger podría haberse ahorrado unas treinta líneas. No se trata de un recurso narrativo nuevo, es un plus prodigioso que da una riqueza al texto y lo convierte en obra maestra. Share on X
Quizá es simplemente que Salinger usa los recursos literarios con tal desenvoltura y naturalidad que lo que se hace difícil de creer es que sus historias no sean absolutamente ciertas. Da la impresión, pues, de que estrenase cada herramienta narrativa (sea el diálogo, la focalización, la ironía o los saltos temporales).
Veamos el comienzo del relato:
Hace poco recibí por vía aérea una invitación para asistir a una boda que se celebrará en Inglaterra el dieciocho de abril. Me hubiera gustado mucho asistir y, al principio, cuando llegó la invitación, pensé que tal vez podría realizar el viaje, por avión, sin reparar en gastos. Pero desde entonces he tratado el asunto bastante detenidamente con mi mujer —una chica muy sensata— y decidimos que no iría; simplemente, había olvidado por completo que mi suegra esperaba ansiosamente el momento de pasar con nosotros la segunda quincena de abril. En realidad, no tengo demasiadas oportunidades de ver a mamá Grencher, y ella cada día es un poco mayor. Tiene cincuenta y ocho años (como ella misma es la primera en confesar).
Pero, de todos modos, donde quiera que esté, no soy de las personas que no mueven un dedo para evitar que fracase una boda. Así que me puse manos a la obra e hice algunos reveladores apuntes sobre la novia tal como la conocí hace casi seis años. Si estos apuntes le proporcionan al novio, a quien no conozco, uno o dos momentos de malestar, tanto mejor. Aquí nadie intenta complacer a nadie, sino más bien edificar, instruir.
Al margen de que me parece portentosa la definición que hace en esta última frase de su propia literatura, Salinger se podría haber ahorrado perfectamente este comienzo, y comenzar el relato en el siguiente párrafo:
En abril de 1944 yo formaba parte de un grupo de unos sesenta reclutas norteamericanos que participaban en un curso de entrenamiento «pre-invasión», bastante especializado, bajo la dirección del Servicio de Inteligencia inglés, en Devon, Inglaterra.
Hubiese sido, igualmente, un magnífico comienzo.
También se podría haber ahorrado Salinger perfectamente el momento en que Esmé le pide al narrador que le escriba un cuento:
—[…] Me sentiría muy halagada si alguna vez usted escribiera un cuento especialmente para mí. Soy una lectora insaciable.
Le dije que lo haría, sin duda, siempre que pudiera. Dije que no era un autor demasiado prolífico.
—¡No tiene por qué ser prolífico! ¡Basta que no sea estúpido e infantil! —Recapacitó y dijo—: Prefiero los cuentos que tratan de la sordidez.
—¿De qué? —dije, inclinándome hacia delante.
—De la sordidez. Estoy sumamente interesada en la sordidez.
Salinger tampoco tenía por qué haber incluido otro párrafo, más adelante:
Ésta es la parte sórdida o emotiva del relato, y la escena cambia. Los personajes también cambian. Yo todavía ando por este mundo, pero de aquí en adelante, por motivos que no me es permitido revelar, me he disfrazado con tanta astucia que ni el lector más inteligente podrá reconocerme.
Por último, Salinger se podría haber evitado la preciosa dedicatoria con la que titula el cuento:
Para Esmé, con amor y sordidez.
Lo podía haber titulado, por poner un ejemplo, «El reloj de Esmé».
De modo que se podía haber ahorrado el autor treinta líneas y el cuento habría sido igualmente magnífico. ¿Y entonces? ¿Qué le hizo a Salinger hacer ese retruécano narrativo? Al margen de que haya algo autobiográfico o no en este relato —creo que eso es lo de menos, aunque me gusta la idea de que haya habido por ahí una mujer vivita y coleando que se haya sentido elevada a las más altas esferas de la representación literaria—, la contestación a esta pregunta marca la distancia entre un buen escritor y un genio de la literatura.
No se trata, en efecto, de un recurso narrativo nuevo. Y sin embargo en esta narración resulta un plus, un añadido prodigioso que da una riqueza suplementaria al texto y lo convierte en obra maestra. Precisamente el hecho de que no sea imprescindible para dar credibilidad a lo que se cuenta hace tan valiosa la narración. Excepcional. De una belleza única y extraña.
A un buen escritor no se le ocurre incluir algo innecesario. Un maestro, sin embargo, se ofrece al completo, espera el tiempo que haga falta para poder aportar ese plus que hará estallar desde dentro las defensas del lector y lo… Share on X
Y es que ese suplemento no es banal precisamente. A ese plus le voy a poner un nombre muy preciso: AMOR. En mayúsculas. A lo grande.
Salinger se ofrece a sus lectores en un acto de amor sin igual. Un buen escritor ahorra palabras y, a veces, las racanea. Se le ocurre un buen cuento y lo escribe, sin que sobre ni falte nada. A un buen escritor no se le ocurre incluir algo innecesario. Un maestro, sin embargo, se ofrece al completo, espera el tiempo que haga falta para poder aportar —y también arriesgar— ese plus que hará estallar desde dentro las defensas del lector y lo dejará desarmado, desnudo frente a la inmensidad que le acaban de ofrecer.
El comienzo del relato nos hace leer la narración con unos ojos distintos a los nuestros. El autor lo primero que hace es arrancarnos nuestros ojos y ponernos los de Esmé. Y la distancia entre unos y otros es abismal. Tanto que da vértigo. Saber que lo que estamos leyendo lo leerá antes de casarse la chica que probablemente ha salvado de la locura seis años antes al soldado que después se convierte en narrador y completa así el acto de entrega (que, no lo olvidemos, abarca tanto el recibir como el dar), es lo que nos da mayor riqueza como lectores. Y saber que el autor se lo podría haber ahorrado perfectamente y no lo ha hecho nos provoca (consciente o inconscientemente) gratitud y generosidad.
Por eso, a mi modo de ver, hasta la sordidez en este cuento es un acto de amor. Como autores deberíamos inclinarnos ante todo un linaje de maestr@s que, como Salinger, son capaces de darse por completo, de no guardarse ni una migaja de su genialidad. Y también deberíamos aspirar a ser algún día como ell@s. Es decir, practicar y esperar el tiempo que haga falta hasta que un día, quién sabe, seamos capaces de salirnos de nuestra cómoda posición de autores de buenos relatos y podamos volcar —y arriesgar, insisto— toda nuestra integridad personal en uno de ellos.
(Continuará con el análisis del 7º relato de ‘9 cuentos’).