(Estoy realizando un análisis de ‘9 cuentos’, de J.D. Salinger. Si quieres leer el análisis anterior, del relato «Linda boquita y verdes mis ojos», pincha aquí).
8. La trascendencia en «Teddy»
Antes de leer el análisis, te recomiendo que leas el relato, que puedes encontrar aquí.
Para mí este relato es el símbolo de la trascendencia literaria. Se puede decir que todos y cada uno de los cuentos de Salinger trascienden lo literario. Todos —toda la buena literatura, en realidad— apuntan a propiciar en el lector vivencias espirituales (aunque este no las reconozca como tales), a romper la dualidad con la que nos movemos por el mundo (bueno/malo, conveniente/inconveniente, adulto/niño, amor/sordidez, soledad/compañía, etc.). Pero quizá en «Teddy» es donde se puede observar esto de manera más clara y explícita.
Creo que leerse cien libros sobre filosofía oriental no enseñarían más al lector que leerse este texto Share on X
Dentro del universo literario de Salinger, no podía, sino usar a un niño para implantar en él un desarrollo de conciencia muy superior al común de los mortales. Y qué mejor contrapunto que unos padres ricos, sumidos en la estupidez mundana occidental (representativos, de nuevo, del mundo de los adultos) y una serie de profesores tratando de entender lo trascendente por medio de un raciocinio pasado por agua.
Creo que leerse cien libros sobre filosofía oriental no enseñarían más al lector que leerse este texto. No es que sintetice dichas ideas, es que hace que lo experimentemos de forma directa, que es justo esa cualidad de la literatura a la que rara vez puede llegar el ensayo.
Podemos percibir todas esas veces que creemos amar a alguien y en realidad lo que queremos es que esa persona se amolde a nuestro concepto de amor. Share on X
En realidad la experiencia en sí —la vivencia— no se diferencia mucho al leer la charla intrascendente entre Eloise y Mary Jane en «El tío Wiggily en Connecticut» y al leer este relato, donde se habla directamente de filosofía. Pero sí varía quizá el grado de comprensión. A través de un niño prodigio llamado Teddy, a lo mejor podemos llegar a entender (a la vez que lo vivenciamos) hasta qué punto estamos condicionados por patrones y prejuicios que no solemos poner en cuestión. Como, por ejemplo, cuando nos habla del amor:
—Quieres a tus padres, ¿verdad?
—Sí… mucho —dijo Teddy—. Pero usted desea hacerme usar esa palabra para darle el significado que le interesa… ya me doy cuenta.
—Está bien. ¿Con qué significado deseas emplearla tú?
Teddy lo pensó.
—¿Conoce el significado de la palabra «afinidad»? —preguntó, volviéndose hacia Nicholson.
—Tengo una idea aproximada —dijo Nicholson secamente.
—Tengo una gran afinidad con ellos. Quiero decir que son mis padres y todos formamos parte de una armonía recíproca —dijo Teddy—. Quiero que disfruten mientras vivan, porque les gusta pasarlo bien… Pero ellos no me quieren a mí ni a Booper, que es mi hermana, de ese mismo modo. Lo que quiero decir es que parece que no pueden querernos tal como somos. Parece que no pueden querernos si no intentan cambiarnos un poquito. Quieren sus motivos para querernos tanto como nos quieren a nosotros, y a veces más. Así no es tan bueno. —de nuevo se volvió hacia Nicholson, esta vez inclinado un poco hacia delante—. Por favor, ¿qué hora es? Lo pregunto porque tengo una clase de natación a las diez y media.
Como ya hemos tenido el placer de conocer a los padres de Teddy, no solo entendemos de qué está hablando el niño, sino que, además, lo visualizamos y lo percibimos, y hasta podemos percibir —si nos ponemos— todas esas veces que creemos amar a alguien y en realidad lo que queremos es que esa persona se amolde a nuestro concepto de amor.
De la misma forma —porque somos lectores acostumbrados a disfrutar de la buena literatura sin necesidad de acudir a la lógica— podemos hacernos una idea de sobre qué está hablando Teddy cuando hace el símil de Adán y la manzana:
—Bien —dijo Teddy. Estaba reclinado en su asiento, pero tenía la cabeza vuelta hacia Nicholson—. ¿Se acuerda de la manzana que Adán comió en el jardín del Edén, como se cuenta en la Biblia? —preguntó—. ¿Sabe lo que había en esa manzana? Lógica. La lógica y demás cosas intelectuales. Eso es lo único que tenía dentro. Así que (esto es lo que quiero señalar) lo que tiene que hacer es vomitar todo eso si quiere ver las cosas como realmente son. Quiero decir que, si lo vomita, no va a tener más problemas con trozos de madera y cosas así. Ya no verá las cosas acabando todo el tiempo. Y sabrá qué es en realidad su brazo, si le interesa saberlo. ¿Comprende lo que quiero decir? ¿Cree que lo ha entendido?
Al margen de que uno esté de acuerdo o no con lo que dice Teddy, ¿no suena esto a cuando estamos absortos en un libro que nos fascina y nos hace ir más allá del lenguaje y de los conceptos? ¿Acaso nos volvemos estúpidos cuando no estamos continuamente hilando un pensamiento detrás de otro, sino vivenciando una situación? ¿No será que tenemos más margen de conciencia y actuación cuando no nos dejamos encapsular por los pensamientos y las emociones a cada instante? ¿No tiene eso también que ver con escribir? No se trata de responder a estas preguntas, sino más bien de que a través de la lectura de este relato podemos llegar a relajar un poco nuestra voracidad perpetua de conceptualización.
Puede que me equivoque, pero en mi opinión el final de este relato está relacionado con la baja producción artística de Salinger. Teddy representa la trascendencia y el progreso espiritual. Nicholson la adormilada cerrazón mental de nuestra sociedad. Teddy —lo ha escrito en su diario— puede morir ese día o cuando cumpla dieciséis años. Como no le preocupa morir, no va a hacer nada por evitarlo. Sin embargo, Nicholson sí puede hacer algo para evitarlo: hacer el esfuerzo por entender lo que le están diciendo, abrirse lo suficiente para absorber algo de sabiduría (lo que equivaldría a retener a Teddy o atar cabos antes de terminarse el cigarro para llegar a tiempo a la piscina). Sin embargo, Nicholson sigue tan cerrado antes como después de la charla. De modo que Teddy muere a la edad de seis años.
Si hay algo que podemos devolver a Salinger a cambio de sus maravillosos textos, es tomar conciencia de lo que realmente nos quiere decir con ellos. Share on X
Ahora pongamos que Teddy es la literatura. Y Nicholson el lector medio. Me pregunto si Salinger tendría muchas esperanzas de que sus lectores comprendiéramos lo que había debajo de sus relatos o, por el contrario, sospechaba que podíamos contribuir a montar nuevos dogmas y conceptualizaciones vacuas alrededor de ellos. Me pregunto qué opinaría de que El guardián entre el centeno fuese lectura obligada en los colegios de EE UU, y la contradicción entre esa «oficialidad» y el mensaje del libro. Me pregunto si, al igual que Teddy, al igual que Seymour Glass, Salinger no decidió suicidarse literariamente —al menos en cuanto a que sus obras fuesen leídas, porque al parecer nunca dejó de escribir— antes de que una señora con pamela leyese un libro suyo en la playa, interrumpiéndolo solo para gritarle a su hija de pocos años que dejase de echarle arena sobre el bronceador.
Si hay algo que podemos devolver a Salinger —aunque se haya muerto, aunque como persona fuese un maltratador— a cambio de sus maravillosos textos, es tomar conciencia de lo que realmente nos quiere decir con ellos.
(Continuará con el análisis del 9º relato de ‘9 cuentos’).