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Mi mundo interior y mi mundo exterior

Mi mundo interior y mi mundo exterior, escritura para resolver conflictos, Escribir y Meditar

Recuerdo perfectamente la primera vez que tuve conciencia de mi mundo interior.

Debía de tener diez u once años, e iba en el metro (no sé por qué algunas de las revelaciones más importantes de mi vida se han dado en un vagón de metro; debo de tener un inconsciente muy urbanita ;-)). De pronto, me di cuenta de que había un «fuera» y un «dentro». Y de que ese «dentro» era pura ebullición, no paraba: ahí se pensaba, se imaginaba, se sentía, se hipotetizaba… Mientras tanto, en el asiento de enfrente —fuera— había una serie de adultos muy serios que en ese momento me parecieron figuras de cera. Aquí estaba yo, con este mundo interno chisporroteante, y allí esas personas ajenas, como extranjeras, que no tenían ni la más remota idea de lo que estaba pasando dentro de mí. Me sentí por un momento una privilegiada, hasta que me surgió la siguiente pregunta: «¿Sentirán ellos algo parecido a lo que yo estoy sintiendo?». Desde luego, sus caras de póquer no denotaban que hubiese nada detrás de esa fachada cérea. Entonces volví a tomar contacto con mi interior, y todo lo que pasaba era tan variado, tan colorido, tan matizado y tan íntimo, que me contesté a mí misma: «No, es imposible, a ellos no les puede pasar esto». Y me quedé tan ancha, creyéndome la única del mundo entero que portaba ese tesoro dentro de sí.

Aunque esta escena la recuerdo perfectamente, en algún momento se me debió de olvidar, o al menos pasaron muchos años hasta que pude aprovechar esa información tan valiosa. Sencillamente, volví a entregarme con devoción al «afuera», sin enterarme del proyector interno que daba formas, luz y colores a esa película tan fascinante con la que me sentía totalmente identificada.

La siguiente vez que tomé conciencia de mi mundo interior fue en la primera clase de escritura creativa a la que asistí, con veintisiete años. Enrique Páez, el profe, dio la clase, y diez minutos antes de que terminase dijo: «Bueno, y ahora, en estos minutos que quedan, vais a escribir una historia». Yo me quedé mirándolo, con cara de incredulidad, y después miré a mis compañeros, que habían hundido la cabeza en sus cuadernos y garabateaban sobre el papel. Me quedé unos minutos paralizada, sin saber qué hacer, y fue la vergüenza lo que me llevó a posar el boli en la hoja de mi cuaderno, para disimular y fingir que escribía, como los demás. Y ahí, de repente, surgió la magia, fue como si el boli marchase solo sobre la superficie satinada del papel. Y sucedió: escribí una historia en diez minutos. Me acuerdo perfectamente de que iba sobre una pandilla de adolescentes que se reunían en el bar Castro a beber un botellín detrás de otro, y la protagonista decidió un día meterse en una librería en vez de recalar en el bar, lo que la llevó a la difícil decisión de elegir entre sus amigos y la literatura (esto se parecía sospechosamente a lo que me había pasado en la adolescencia, pero yo no me di ni cuenta). Era una patata de cuento. Pero era un cuento, con su principio, su nudo y su desenlace. Y yo me quedé diciendo: «¿De dónde ha salido esto?». Y claro, no veía otro lugar del que pudiese venir sino de ese «dentro» que, de pronto, se me asemejaba a una chistera, y yo a una aprendiz de maga muy inexperta que no tenía la más remota idea de qué podía surgir de allí.

Ese año salieron muchísimos cuentos de la chistera, y yo cada vez alucinaba más. Recuerdo al doctor Carranza, que era un dentista obsesionado por el sexo al que le dio por protagonizar uno de mis relatos, o a una pequeña niña llamada Lulú, que se moría de tuberculosis en un hospital desangelado y fantasmagórico, o a un hombre que tenía la manía de contabilizarlo toda a quien, en plena dictadura, detuvieron por llevar un calcetín de cada color… Yo entraba como en una especie de trance, y pasaban cosas extrañas en forma de palabras. ¿De dónde demonios salía todo eso? La verdad era que no sabía contestar a esa pregunta, así que me olvidé otra vez. Seguí con mi vida, seguí con mi escritura, cada cosa en su casillero, como nos adiestran a vivir en esta sociedad.

Además, al final de ese curso murió mi padre, yo caí en una depresión no admitida y mi curiosidad se fue a la mierda. Mi vida pasó a ser en blanco y negro, y no me di cuenta de la literalidad de esto hasta que, un año después aproximadamente, me sucedió algo que volvió a hacerme reparar en ese mundo interior al que había vuelto la espalda. Fue (seguro que lo vas a adivinar) en un vagón de metro. Se trataba del suburbano. Si eres madrileño de cierta edad, seguro que te acuerdas del suburbano, el cual —paradójicamente— correspondía a la única línea que iba por la superficie y atravesaba la Casa de Campo. Era domingo, yo iba sentada en un vagón del suburbano y, de repente, la vida pasó a ser en color. Reparé en la luz del sol pasando a través de los árboles e iluminando a ráfagas las caras de los pasajeros; en los colores de su ropa y el brillo en sus miradas; en el verde desvaído de los asientos; en el azul intenso del cielo. Fue sorprendente, porque podía sentir cómo todo ese despliegue sensorial se daba fuera, pero se conectaba con lo de dentro, como si mi corazón fuese un potente foco cuyo haz de luz iluminaba todo. Esos dos mundos, pues, no estaban tan separados en casilleros como yo creía.

El siguiente choque frontal con mi mundo interior lo tuve cuando empecé a meditar, accedí de una forma consciente a toda esa fábrica interna de fuegos artificiales. Me quedé patidifusa. Share on X

A lo bueno enseguida se acostumbra una, así que, aunque la vida volvía a ser en tecnicolor, yo me acoracé de nuevo, hice tabla rasa y me centré en mis múltiples quehaceres del afuera. El siguiente choque frontal con mi mundo interior lo tuve cuando empecé a meditar, un par de años después. Fui a una terapia bastante corta e intensiva y el terapeuta, al final, me sugirió una meditación para que la practicara un cuarto de hora al día. Y ahí, como una niña pequeña que ve el mar por primera vez, accedí de una forma consciente —ante el simple hecho de cerrar los ojos— a toda esa fábrica interna de fuegos artificiales. Recuerdo perfectamente el momento en que localicé los pensamientos como algo que no era «yo», sino que eran, simplemente, pensamientos. Me quedé patidifusa. Años después me enteré de que en el mundo de la meditación a este descubrimiento lo llaman «la primera realización espiritual». Para mí fue un hallazgo comprender que de la mayoría de los fenómenos que yo consideraba reales y externos lo único que veía eran los conceptos que previamente había superpuesto sobre ellos. Entonces fue cuando decidí empezar a meditar en serio y encontré a alguien que me guiara.

Y ahí ya sí que se me abrió otro mundo o, más bien, una galaxia, que era la que conectaba mi mundo interior con el exterior y que, de regalo, me hacía comprender por qué la escritura y la vida no son departamentos estancos. Descubrí, de algún modo, la fuente de la creatividad. En realidad, la fuente de todo. También la fuente de los demonios y los conflictos. Allí dentro había desiertos que parecían infranqueables, pozos de tristeza, un corazón asustado, muchísimas creencias que daba por buenas sin haberlas revisado, fuertes intuiciones a las que casi nunca hacía caso, tirones, enganches, rabia, desesperación y, a ratos, un sol calentito que me hacía ronronear.

Años después de sentarme a meditar todos los días, descubrí en esa jungla un proyector de cine en el que nunca había reparado, ya que lo tenía totalmente incorporado a mi manera de funcionar. Con ese proyector lanzaba imágenes de mi software interno hacia el exterior, que luego percibía a través de mis sentidos, y eran a lo que yo llamaba «realidad». ¡Pero no era la realidad! ¡Solo eran proyecciones! Y, encima, ese software interno estaba lleno de virus (algunos heredados de mi familia, de mis ancestros y de la sociedad, otros de fabricación propia; todos cultivados por mi ignorancia). Esto me hizo desconfiar mucho de mis propias percepciones, y me di cuenta de cómo dependiendo del día, e incluso de la hora del día, las cosas que me pasaban —siendo similares— me parecían terribles o esperanzadoras, y en función de mi confianza o mis miedos las personas que me rodeaban eran ángeles o demonios. Luego actuaba en función de eso, y la bola de irrealidad se hacía cada vez más grande.

Mi mundo interior se revelaba más y más complejo. Lo único que podía hacer era dedicarme a estudiar mi software interno, pasarle el antivirus y reparar las partes dañadas. Share on X

Ese mundo interior se me revelaba más y más complejo, pero también apasionante. Me di cuenta de que de nada servía volcarse en el exterior y tratar de cambiar la «realidad», porque eso era como tratar de modificar sobre la pantalla las imágenes de una película que yo misma estaba proyectando. Era de locos. Lo único que podía hacer era dedicarme a estudiar mi software interno, pasarle el antivirus y reparar las partes dañadas.

Y a eso estoy dedicando el resto de mi vida.

Tengo la sensación de vivir cada vez más dentro que fuera… o a lo mejor lo que pasa es que se están difuminando las fronteras, el tiempo y las dimensiones. Por las noches me meto en la cama como si me introdujera en una cápsula espacial que no sé a dónde me llevará. Los sueños son fascinantes despliegues de sentido con vivencias a veces más significativas que las de la vigilia. A la mañana siguiente, salgo de la cápsula espacial aturdida, como si hubiesen pasado varios años luz y yo fuese una persona distinta, en la que se ha volcado información esencial para su misión en el planeta Tierra. De hecho, hace tres noches me desperté con un cartelito mental que decía: «Mi mundo interior y mi mundo exterior». Y me dije: «Pues tendrás que escribir un post sobre ello, Isa…», y aquí me tienes. Porque a estas alturas escritura y vida son lo mismo para mí.

Cuanto más exploro mi interior, menos límites veo, más me rindo a la imposibilidad de controlarlo todo. Share on X

Cuanto más exploro mi interior, menos límites veo, pero también más me rindo a la imposibilidad de controlarlo todo. Y cuanto más me rindo, más claro y arrebatador se me hace el paisaje. El terapeuta Richard Schwartz, en su libro No hay partes malas, echa por el suelo la concepción habitual de una mente monolítica de la que emanan distintos pensamientos y emociones, impulsos y deseos, y habla de una mente múltiple, compuesta por partes agrupadas que a su vez se componen de subpartes, de un modo anidado similar a «las cabezas de ajo» (sic).

Podríamos decir que hacia el exterior, en el plano de la materia, formamos parte de una familia que forma parte de una localidad que forma parte de un país que forma parte de un continente que forma parte de un planeta que forma parte de una galaxia que forma parte de un universo; y en un plano sutil, tenemos una conciencia que forma parte de un inconsciente personal que forma parte de un inconsciente familiar que forma parte de un inconsciente colectivo que forma parte de una consciencia global.

Bueno, pues hacia dentro funcionaría la cosa de un modo similar (de hecho, la frontera entre dentro y fuera es arbitraria desde un punto de vista holístico). En el plano de la materia somos un cuerpo compuesto de órganos compuestos de células compuestas de átomos compuestos de partículas (y ahí se pierden los aparatos de medición); y en el plano psíquico, somos una mente formada de partes compuestas de subpartes, y así… Cada parte, a su vez, tendría su núcleo, su esencia, su porción sagrada del todo. Y no hay partes malas, porque todas cumplen una función dentro del sistema al que pertenecen; lo que pasa es que a veces llevan cargas que no les corresponden y la homeostasis del sistema se descompensa. Ir atendiendo y descargando esas partes heridas y devolver las riendas a nuestra esencia y sabiduría natural es quizá la misión para la que vinimos a este planeta Tierra.

Así que somos fractales que se despliegan hacia el exterior y hacia el interior. O, por decirlo de otra forma, somos infinitos hacia fuera e infinitos hacia dentro. ¿No es fascinante?

En una ocasión mi hijo Ari, cuando tenía cuatro años, estaba hablando con un amigo del increíble Hulk, y dijo: «Tiene tanta fuerza que es capaz de mandarte al espacio interior». En aquel momento me reí del lapsus, pero ahora lo veo más que como un lapsus, como una bengala premonitoria de sabiduría que me avisaba de por dónde iban los tiros. Desde luego, hace falta más fuerza y coraje para lanzarse al espacio interior que al exterior. ¡Buen viaje!

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3 comentarios en «Mi mundo interior y mi mundo exterior»

  1. Isa, por algo tu sueño te daba este título, porque quería que nos regalases esto tan precioso y con tanto sentido.
    Un fuerte abrazo,
    Mer

    Responder
  2. Jo Isa, qué maravilla. Mil gracias! Es un texto tan precioso … y nuevamente tan tan claro. Impulsadas hacia el interior, hacia el infinito y más allá, como decia mi hijo también de pequeño.
    Un abrazo. Inés

    Responder

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