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LA MAGNITUD DE MI ENGAÑO O MI PADRE ES UN ÁRBOL

El portatil en la taberna Lucharna junto a mi cerveza Alhambra

Ávila, 1 de agosto de 2018

Percepciones sensoriales o cognición válida directa

La herramienta de la meditación está hecha a la medida de la magnitud de mi engaño. A veces me pregunto cómo puede ser que algo tan simple como es tratar de llevar la atención a la respiración (o al tacto, o a la escucha, o a un objeto visual) pueda repercutir tantísimo en mi vida. ¿No será porque mi vida la asiento en unos pilares muy poco fiables y alejados de lo real? ¿O quizá porque le atribuyo una solidez que no tiene?

En jerga meditativa, a las percepciones sensoriales se les llama «cognición válida directa». Mientras estamos en contacto realmente con uno de nuestros sentidos al menos no estamos distraídos en nuestras elucubraciones mentales, a las que confundimos con la realidad. Pero es que a veces nos pensamos que estamos en contacto con nuestros sentidos y ni siquiera es así: en vez de prestar atención a la respiración, «pensamos» que estamos llevando la atención a la respiración. Y pensar en algo es muy diferente que percibirlo.

Pensar en algo es muy diferente que percibirlo: antes de degustar los placeres del despertar hemos de tomar contacto con los sinsabores del sufrimiento que hemos creado

Cuando me siento a meditar, caigo en la cuenta de este gran engaño todo el tiempo. No pasaría nada si no hubiera puesto todas mis fichas en la casilla de ese engaño. Salir de él me aterra, igual que al protagonista de Matrix le aterró despertarse en una realidad que no tenía el mismo brillo plastificado de la otra, por más que decidiese tomarse la pastilla roja. Y es que antes de degustar los placeres del despertar hemos de tomar contacto con los sinsabores del sufrimiento que hemos creado.

Turista en mi propia ciudad

Hoy he vuelto a Madrid a devolver el coche que había alquilado. Lo tenía que devolver a las doce, y a las dos y cuarto había quedado a comer con mi amiga Mercedes para a las cinco recoger a mi maestra en Atocha e irnos a Ávila de vuelta. Total, que de pronto me vi a las doce y media turista en mi propia ciudad. Tenía casi dos horas para llegar desde Atocha al otro lado del Retiro. Es una situación muy rara para mí: disponer de tiempo, aunque solo sean un par de horas. Mi mente se las apaña como puede para no hacerlo, y así lo ha hecho toda la vida: estudiar, leer, salir, escribir, tener relaciones (una tras otra), casarme, tener hijos, divorciarme, trabajar, TRABAJAR…. Incluso meditar es una labor que uso inconscientemente para rellenar el tiempo. Me aterra el tiempo + el espacio.

Pero, a la vez, era consciente de estar en una situación privilegiada… He pasado por un puesto callejero de sombreros y gafas de sol. He pensado en comprarme una pamela y unas gafas de sol, ¿para disfrazarme? Pero solo lo he pensado, como tantas veces «pienso» el soporte de la respiración. Iba un poco sin rumbo fijo, y eso me incomodaba mucho, pero no era capaz de admitirlo. Se suponía que tenía que estar relajada, disfrutando de esta extraña y privilegiada situación. He decidido subir por la cuesta de Moyano, mirando los puestos de ropa y de libros. ¡Libros! He visto cómo ha cambiado mi percepción de los libros desde que soy editora. Antes eran un objeto mental… ahora también son un objeto físico. Más terrenal, sin tantos misterios, y a la vez que engloba tantos factores… Cuando la gente compra libros no tiene ni idea de lo que está comprando, ni lo escandalosamente barato que le está saliendo… Todo esto, por si no os habíais fijado, eran pensamientos, que me sacaban de la experiencia de ir caminando por la cuesta de Moyano, aunque también formaran parte de ella.

Luego me metí en el Retiro. Hacía un calor de la leche, y yo no sabía muy bien por qué caminito tirar. Era totalmente libre y tenía una hora y pico para cruzarlo. Estaba precioso, los árboles y la hierba vestían de un verde resplandeciente, y se mezclaban los olores de un montón de flores aromáticas en las ráfagas de aire caliente. Pero yo estaba agobiada. Me metía por un caminito sombreado, me salía, me metía en otro, sentía envidia de la gente tirada en bikini en las praderas… Quería disfrutar de todo eso y no podía y eso me tenía cabreada. Decidí cruzar cuanto antes el parque (realmente hacía mucho calor) y llegar al sitio donde había quedado con Mercedes, donde sin duda tendrían aire acondicionado y me podría meter en alguna tarea (escribir, leer, hablar por whatsapp) que me sacara de esa incertidumbre del «no hacer», demasiado llena de potencialidad e improvisación.

Y de pronto se me ocurrió que allí, en el Retiro, hace 21 años que enterramos las cenizas de mi padre, bajo un árbol que a él le gustaba mucho y que se llama «ahuehuete». Siempre pensé que las cenizas se mezclaron con la tierra y el agua, nutrieron las raíces, y la esencia de mi padre está en ese árbol milenario. Esa hora libre (de la que en realidad ya solo quedaban cuarenta y cinco minutos) era una magnífica oportunidad para ir a ver a mi padre, sentarme bajo su sombra, y meditar un rato en la impermanencia, o simplemente estar con él. Me imaginé allí, sentada con las piernas cruzadas, y la imagen era de lo más espiritual, iba a quedar genial en mi blog.

En el ahuehuete recordé que estaban las cenizas de mi padre, (…) Me imaginé allí, sentada con las piernas cruzadas en una imagen de lo más espiritual

Así que me encaminé hacia allí… Pero a los pocos pasos me paré. Para llegar tenía que volver a atravesar el Retiro en otra dirección (y hacía tanto calor), y realmente solo podría estar un cuarto de hora con mi padre. No nos iba a dar tiempo a hablar de casi nada, y además yo nunca hablé mucho con mi padre, porque los dos éramos bastante silenciosos. Diría, además, como solía decir cuando de joven iba a comer a casa de mis padres deprisa y corriendo, que aquello era como «la visita del médico». También me arriesgaba a que se me rompiera el corazón, con lo bien acorazada y acolchadita que estaba yo revolcándome en mis pensamientos, incluidos los espirituales. De pronto me entró una pereza terrible. Uf. Hacer, hacer, hacer… está muy bien… pero «hacer algo de verdad»… eso era otra cuestión. Mientras me daba media vuelta de nuevo y me dirigía rauda al bar, pensé que bueno, al fin y al cabo, era casi-casi como si lo hubiera hecho, que incluso podría escribir en el blog sobre ello como si lo hubiera hecho; nadie se iba a enterar, y eso lo acercaría aún más a la experiencia o, mejor todavía, adornaría lo que seguro habría sido algo bastante imperfecto y perturbador.

Cuando he llegado a la taberna Lucharna me he pedido una Alhambra bien fría y me he puesto a escribir esto, la historia de cómo me he librado, una vez más, de la vaciedad del tiempo, del vértigo del espacio, de experimentar la ausencia-presencia de mi padre. De cómo he caído, una vez más, en el embrujo de confundir mis pensamientos con la realidad, de olvidarme de la experiencia real para montar un castillo de cartón piedra aburridísimo en el que ni siquiera quiero vivir. Y he entendido, una vez más, la necesidad de meditar, al menos para aprender a diferenciar lo imaginado de lo real. Y de escribir, para dejar constancia de ello.

 

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