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Lo inefable en la literatura

Lo inefable en la literatura
Cuando comenzamos a escribir, caemos en el error de pensar que las palabras pueden expresar lo que queremos transmitirle al lector. Esta creencia, basada en el uso habitual que hacemos del lenguaje en nuestra vida diaria, empaña nuestra escritura durante bastante tiempo.

Si yo quiero una barra de pan, voy a la panadería y le digo al tendero: «¿Me da una barra de pan?». Él me entiende y me la da. Si quiero informar a mi amigo Tomás de que he perdido el trabajo, le digo: «Ayer me despidieron». Si quiero enterarme de lo que ha sucedido con el timo de las preferentes de Bankia, leo el periódico. Es nuestra forma de comunicarnos unos con otros, así que lo normal es pensar que, si deseo expresar al lector cómo se sintió mi personaje cuando su jefe le llamó a su despacho para entregarle el finiquito, lo cuente sin más.

Pero el arte no funciona así. Los músicos, por poner un ejemplo, tienen muy claro que su arte no consiste en comunicar cierta información a través de una serie de corcheas y semicorcheas, es decir, a través de unos signos musicales cuyo significado el oyente no tiene ni por qué conocer. Su oficio consiste más bien en —a través de un conocimiento y un uso profundo de sus herramientas, eso sí— construir un templo en el oído del receptor en el que este pueda encontrarse (o reencontrarse) consigo mismo en un acto único y ritual.

La realidad es inefable por naturaleza. Y el arte es una vía de acceso a la realidad

La realidad es inefable por naturaleza. Y el arte —el arte verdadero, me refiero, no el de consumo— es una vía de acceso a la realidad. Cuando contamos una historia las palabras, los hechos, las escenas, los personajes, la voz… la narrativa misma no es sino el fraseo envolvente con que embaucamos al lector para, por debajo, trabajar en un plano más profundo de su conciencia. Como dice Eloy Tizón: «Nuestra mesa de trabajo, como escritores, es la mente del lector».

Una estaca en el corazon

Si mientras escribimos un relato nuestra intención está dirigida a contar unos hechos con la mayor precisión posible, estamos aún en el nivel superficial de la comunicación, y no en el de la transmisión literaria. Está muy bien aprender a hacerlo, porque es importante que al lector le parezca que queremos comunicarle unos hechos con la mayor precisión posible. Pero eso es una mera apariencia por la que el escritor —el artífice— no se ha de dejar engañar. Una vez dominada la herramienta, el siguiente paso será usar el embeleso («el sueño vívido de la ficción», como lo llamaba John Gardner) en el que tenemos sumido al lector para clavarle una estaca en el corazón.

El escritor una vez dominada la herramienta debe usar el embeleso, según John Gadner, el sueño vivido de la ficción. 

Esa estaca de realidad es inexpresable y, sin embargo, es lo que el escritor ha de tener presente en todo momento. Todo lo demás es decorado, parafernalia imprescindible para acceder a lo importante pero, a la vez, completamente inútil, banal por sí misma. Hay una anécdota (cuya bella puesta en escena pido prestada a Berna Wang) que se cuenta de Chogyam Trungpa Rinpoché, un célebre maestro budista, que ilustra muy bien este aspecto:

Cuentan que un día Chögyam Trungpa Rimpoché no tuvo palabras para explicar lo que quería. Entonces dibujó en la pizarra algo parecido a un ave y preguntó: «¿Qué es esto?».

Le respondieron

«Un pájaro»,

«una paloma»

«una gaviota».

Y cuando se agotaron las respuestas él dijo:

«No: es un dibujo del cielo».

Como escritores, hemos de ser expertos dibujantes de pájaros, pero a la vez conscientes de que eso no es sino la herramienta para que nuestros lectores accedan al cielo. El cielo siempre está ahí, pero sin el pájaro se hace invisible a los ojos humanos. Solo sabemos percibir las cosas por contraste, por oposición. El cielo, la espaciosidad, la realidad… no se puede nombrar; nuestra única vía de acceso a ello son los pájaros, las nubes, los aviones.

Como escritores, hemos de ser expertos dibujantes de pájaros, pero a la vez conscientes de que eso no es sino la herramienta para que nuestros lectores accedan al cielo.

Trabajar con atención y habilidad el detalle, la filigrana, el adjetivo, lo concreto, el punto y la coma sin perder la conexión en ningún momento con la inmensidad, con el misterio, con lo inexpresable que todo lo impregna, es nuestro duro pero maravilloso entrenamiento como escritores.

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