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Mi estancia en Tamera V

(Puedes acceder a Mi estancia en Tamera I’, ‘Mi estancia en Tamera II’, ‘Mi estancia en Tamera III’ y ‘Mi estancia en Tamera IV)

Consentimiento

Cuando volvemos de la excursión por Tamera es la hora de la cena y yo estoy para el arrastre. Sin embargo, decido que voy a ir al taller de consentimiento, por curiosidad. Bueno, por curiosidad y porque quizá lo que creo entender por consentimiento es un ingrediente al que nunca he encontrado la medida justa en el guiso de mi vida. He consentido demasiado cuando tendría que haber dicho que no, y demasiado poco cuando era el momento de decir que sí. No obstante, me da algo de reparo asistir, precisamente por si en el taller acabo consintiendo en algo que no quiera. Pero decido arriesgarme, porque la curiosidad puede más.

Cuando llego, resulta que son dos chicas del grupo las que van a dar el taller. Con una de ellas compartí conversación en la comida, y sé que es sexóloga. Está dibujando en el trípode-pizarra de papel algo que, según nos cuenta, se llama «la rueda del consentimiento de Betty Martin». Hay poquita gente en la sala, no más de diez personas, y eso hace que me relaje un poco, hasta me permito tirarme en el suelo, en las colchonetas. Está claro que soy más de grupos pequeños.

El taller resulta ser totalmente práctico, y enseguida nos ponen a hacer un ejercicio en parejas. Me pongo con la chica argentina que ha venido con sus padres y cuya madre tiene mi edad, lo cual quiere decir que ella podría ser mi hija. Sin embargo, me parece mucho más madura que yo y, desde luego, entiende el inglés mucho mejor, como comprobaré en breve. En el primer ejercicio, me toca proponerle hacer cosas que se me ocurran, y ella tiene que aceptar o negarse. Le pregunto si le puedo dar un abrazo y me suelta un «no» rotundo que casi me tira de espaldas. Percibo cómo salta en mí de inmediato el disparador del «pobrecita de mí, nadie me quiere». Entonces le pregunto tímidamente si le gustaría que diéramos un paseo juntas, y vuelve a decirme un no como una bofetada. Todavía me falta una pregunta, así que bajo aún más mis expectativas y, casi sin voz, le pregunto con cara de pena si querría sentarse a mi lado mañana en el desayuno, a lo que me vuelve a responder que no. Se me humedecen los ojos y bajo la mirada. ¿Cómo puede alguien ser tan cruel? Cuando cambiamos los roles y le toca a ella preguntarme, enseguida le contesto que sí a la primera pregunta, para que vea que no es tan difícil ser amable. Entonces ella me explica que el ejercicio consiste en contestar que «no» a todas las proposiciones. Comprendo que yo había entendido mal y que mi compañera solo estaba cumpliendo con el ejercicio al decirme que no. De todas formas, el impacto ya está hecho, y me doy cuenta de lo rápido que saltan todos mis patrones de exclusión y abandono ante la negativa ajena. Y cuando me encuentro respondiéndole que no a las propuestas de ella, empieza hasta a dolerme el estómago, y percibo con claridad mi tendencia automática a decir que sí incluso antes de plantearme si quiero o no un abrazo, o tomarme un té, o lo que sea que el otro quiera de mí. Tengo la sensación de estar descubriendo cosas muy básicas que, sin embargo, marcan mi vida una barbaridad.

El segundo ejercicio es más expeditivo, ya que tenemos que proponer cuestiones más atrevidas, y hay que contestar que «sí», aunque no vayamos a realizar esas cosas locas. Y entonces veo la cantidad de veces que en mi vida he dicho que sí a cosas absurdas e incluso peligrosas que no quería por miedo a que dejaran de quererme si me negaba, las graves repercusiones que eso ha tenido en mi vida y lo difícil que me resulta todavía tomar contacto con mis apetencias. Está claro que estoy en parvulitos de «consentimiento».

Cuando nos proponen el tercer y último ejercicio, yo estoy a punto de salir corriendo, porque intuyo que en él nos tocará ya «hacer» algo, y eso puede ser terrible cuando una no sabe ni lo que quiere. Nos toca ponernos de tres en tres, y a mí me toca con la suiza de mi triplete y un chico alemán del que desde el principio he huido, porque tiene una forma de comunicarse vehemente y un poco agresiva. Es el tipo de persona que me provoca un miedo visceral, sin que pueda evitarlo. No obstante, me viene a la mente que el primer día, en la ronda de presentaciones, dijo que la gente le decía que tenía miedo de aproximarse a él, y que quería trabajar con eso, porque él quería vincularse con las personas y resultar más amable. Pero que tenga que trabajarlo conmigo precisamente me da un poco por saco…

Lo que tenemos que hacer en el ejercicio es que cada uno diga algo que le gustaría que las otras dos personas hiciesen por él, y entre los tres consensuemos si queremos hacerlo, si no, el grado y las condiciones.

Primero le toca a la suiza, que nos pide un abrazo. Acabamos consensuando dárselo junto a la ventana abierta, porque en la sala hace mucho calor. Así que vamos junto a la ventana y, muertos de la risa, la abrazamos, primero el chico y luego yo. Volvemos al suelo, y me toca a mí pedirles algo. De pronto toda yo estoy en vibración y como si me encontrase ante un abismo desconocido. ¿Qué les pido?, ¿qué les pido?, ¿qué les pido? De pronto es como si mi cuerpo hablase por mí, y les pido que hagan un sándwich conmigo, que me gustaría que uno se pusiera detrás de mí, y otro delante, y que me apretasen, para poder sentir el sostén y la contención en mi cuerpo de otros dos cuerpos. Cuando lo digo, me parece estar diciendo la mayor salvajada del mundo, y estoy segura de que me van a decir que no. Sin embargo, aceptan. Consensuamos que él se ponga detrás, su parte delantera contra mi espalda, y ella delante, su torso contra el mío, que ambos me abracen y, a la vez, se abracen, dejándome en medio de su abrazo. Lo hacemos junto a la ventana. Los tres estamos sudando a lo bestia, pero me da igual, y yo creo que a ellos también. Siento el cuerpo de él, firme, a todo lo largo de mi espalda. Siento el torso de ella pegado al mío como una calcomanía. No sabe muy bien dónde poner la cabeza y la cara, pero encuentra hueco entre mi clavícula y mi hombro. Y ahí, como una loncha de queso derretido en un sándwich mixto, me relajo y me dejo sostener por primera vez en mi vida, me siento segura, soy feliz y, de alguna forma, siento que esa felicidad es compartida por los tres. Casi puedo percibir el burbujeo a la vez doloroso y placentero —como cuando echas desinfectante sobre una brecha— de la curación de la herida primordial de no haber sido sostenida y contenida de bebé. Cuando al cabo de un par de minutos nos despegamos, tengo los ojos llenos de lágrimas y gratitud.

Me doy cuenta de lo importante que ha sido para mí este taller, al que no quería asistir por arrogancia y miedo. Por primera vez he protagonizado lo que es realizar una petición no convencional asumiendo el riesgo de que los otros no quisieran hacer lo que les pedía y estando convencida, de hecho, de que recibiría un no rotundo, y he experimentado la enorme recompensa de recibir un sí auténtico y no condicionado. También me doy cuenta de mis prejuicios infundados hacia el chico que acaba de ayudarme a experimentar todo eso, así que cuando le toca a él realizar su petición, y nos pide un masaje de espalda a cuatro manos, soy la persona más feliz del mundo haciendo realidad sus deseos.

Por la noche duermo del tirón, con una sonrisa en la boca, y ni me entero de las luces, los mosquitos y los cuchicheos.

Buenas costumbres

Cada mañana, al despertarme y antes de desayunar, he adquirido la costumbre de acercarme al Círculo de Piedras. A esa hora, las siete más o menos, una nube de vapor de agua cubre el lago y los alrededores, creando un paisaje mágico y refrescante. La magia forma parte de Tamera, aunque no es una magia de película de Disney; no hay nada espectacular ni epatante, todo es silvestre y terrenal.

Cuando llego al Círculo de Piedras, abrazo a mi piedra María y me siento un ratito espalda contra espalda. Cierro los ojos, y simplemente estoy allí acurrucada. Ni siquiera medito. Mi sistema nervioso está sobrepasado, lo que significa que no puedo procesar mi experiencia instante a instante. Sé que necesitaré tiempo (quizá meses) para disfrutar de estos instantes tan cargados de paz y presencia, y sin embargo puedo detectar esa quietud que subyace a la tensión y que podré recrear algún día, quizá a través de la escritura. También sé —siento— que hay fuerzas aquí que me sostienen, aun con toda mi inseguridad, mis traumas y mis problemas de conexión. Hay algo más grande que yo —que no deja de ser yo— de lo que formo parte, que siente ternura por mí aquí y ahora.

Los hábitos (las buenas costumbres) me ayudan a sobrellevar el día. El porridge de avena del desayuno. Las siestas. Los bailes antes de las sesiones, en que los facilitadores ponen de música salsa o música española en un antiguo reproductor (señal de que todavía hay música más allá de youtube y spotify). Hasta las caras y los nombres de las personas del grupo empiezan a sonarme, Karen, Margot, Nich, Jonas, Aninga, Kici, Tom, Sebastian, Kirsten, Ryanheart, Helena, Marlene, Eve, Omer, Matthias, Katerina, Emily, Ana, Mario, Flor…

En la sala me suelo sentar junto a dos mujeres holandesas, una de más de ochenta años, y la otra que es la hija de su mejor amiga (ya fallecida), que tendrá más o menos mi edad y que está escribiendo la biografía de la otra. Resulta ser una mujer interesantísima, maestra de meditación y con una vida cargada de vivencias, entre otras haber montado una comunidad en Polonia con su marido, con el que llevaba una relación abierta. A mí ya no me da tiempo a llegar a los ochenta años con tanta profundidad, pero la aspiración aparece igualmente.

Hoy por fin nos enteramos, por boca de una de las facilitadoras, de lo que ha pasado con Jon: se fue al océano; sintió que le apetecía irse y se fue, sin más. «¿Y por qué no avisó?», pregunta alguien. No se le ocurrió que le echaríamos en falta, parece ser. Nos quedamos un poco decepcionados con la explicación, algo incompletos. Pero, por lo menos, está bien y feliz. Antes de olvidarme de él, lo imagino por un instante subido a una tabla de surf, surcando el océano Atlántico.

Algo que hacemos todos los días y se convierte también en costumbre es ofrecer feedbacks constructivos y agradecimientos. A mí los agradecimientos me salen más o menos fácilmente, pero los feedbacks me cuestan mucho, porque todo me parece bien. Me asombra la capacidad crítica de algunas de las personas del grupo para ofrecer impresiones que podrían resultar incómodas en cualquier otro contexto, pero que aquí cuadran y son integradas con naturalidad. Tratamos mucho la cuestión de los tiempos. El chico al que le toca hacer de lobo y aullar cinco minutos antes de cada sesión se queja de que se desgañita, pero hay gente que se queda tan pancha y aparecen en la sala cuando les viene en gana. Estos últimos se quejan de que se está siendo demasiado estricto con los tiempos. Otros de lo contrario. Nos metemos en un bucle del que uno de los facilitadores nos saca diciendo que todo se queda como está y que seamos puntuales. Yo no suelo intervenir en los debates que se montan, en parte porque no me entero bien y en parte porque me da igual, pero me encanta sentirme envuelta por un grupo activo en el que la gente tiene sangre en las venas.

Por las noches, que es cuando los miedos irracionales suelen asaltarme y mis partes más heridas no logran sentirse a salvo en un mundo que se me antoja hostil, aquí empiezo a experimentar una sensación nueva y extraña, como de tribu y de sostén. Igual que cuando estoy en una isla tengo la sensación de «isla», aquí tengo la sensación de comunidad. Es algo físico, pero que va acompañado de calidez en el corazón y de la noción de que si de pronto me pasara algo (me derrumbase emocionalmente, tuviese un accidente, o la necesidad imperiosa de algo) tendría cobertura humanitaria. Pero no solo eso, sino que además siento que no tengo que hacer nada especial para tenerla; no necesito ser «amable» ni ofrecer nada a cambio, no tengo que dejar de ser quien soy para estar cubierta por esa seguridad vital, lo cual me lleva a ver que en el lugar del que vengo —y eso que tenemos «seguridad social»— sí he tenido y tengo que pagar un alto precio para ser cuidada, sostenida y hasta vista como un ser humano por muchos de mis congéneres y, a pesar de pagar ese precio, a menudo ni siquiera recibo dicha cobertura. No sentirme a salvo es una mala costumbre que se instaló en mi vida de bebé y que ha sido consolidada por una sociedad especialista en proveer servicios y productos, pero no amor ni compasión.

Es tan nueva y extraña esta sensación, que mientras una parte de mí se siente completamente a salvo, otra se pone en modo alerta, como si esto no pudiese ser cierto, como si en breve alguien fuese a chascar los dedos y una jauría de perros salvajes fuera a echárseme encima o me fuesen a notificar que quedo excluida para siempre del paraíso. No sé cómo manejar esta lucha interna. Sé que en ella está implicada la parte herida y desconfiada, pero no sé cómo abrazarla. Es como estar emponzoñada, con un veneno que ha sido inoculado gota a gota en mí desde que nací, y con el que me identifico tanto que sin él me cuesta respirar. Una parte de mí se quedaría aquí para siempre. Otra parte de mí huiría ahora mismo. Reconozco esta tensión como otra mala costumbre en mi vida. Me toca abordarla, y abordar la ansiedad y la desconexión que conlleva.

Fórum

El tercer día en Tamera nos proponen realizar una actividad llamada Fórum, y que repetiremos varias veces a lo largo de la semana. Se trata de la herramienta comunitaria que ellos usan diariamente desde los comienzos (incluso desde antes de instalarse en Portugal) para abordar los bloqueos en la comunicación y el trauma individual y colectivo. Se podría decir que es terapia de grupo pero, como todo lo que veo en Tamera, tiene más dimensiones y hondura que las herramientas a las que estoy habituada, porque aquí todo se mueve a un tiempo en las coordenadas de lo personal, lo comunitario y lo espiritual. En nuestra sociedad, hagamos terapia individual o de grupo, esta nos ayuda a sanar —en el mejor de los casos— para luego devolvernos a un mundo enfermo, y quizá por eso nuestras terapias se vuelven interminables. En Tamera, sin embargo, se trata de ir dejando caer patrones que entorpecen una convivencia y una comunicación sanas en un entorno propicio. Y hacerlo, además, de una forma creativa similar al «psicodrama», quitándole el peso del sufrimiento estéril. El grupo se pone en un círculo, y sale una persona al centro a representar su drama, su conflicto, aquello que sienta que está entorpeciendo su vida o sus relaciones. Hay un facilitador que le ayuda y guía en la representación, y el resto del grupo acompaña con su presencia callada el proceso. Cuando finaliza la escenificación, algunas personas del grupo pueden salir a hacer de «espejo» a la persona, expresando lo que han visto, para aportar diferentes perspectivas que enriquecen a quien ha expuesto su historia, demasiado metido en su papel para poder verse a sí mismo.

Yo me lanzo enseguida al ruedo, porque lo que tengo de tímida e introvertida lo tengo de expeditiva y temeraria, y al cabo de diez minutos me encuentro recitando una plegaria en inglés, con la ayuda de la facilitadora, a «la Gran Madre» (no sé por qué me ha salido ese nombre para dirigirme a eso más grande que yo) para que me ayude a afrontar el difícil paso que me toca dar en este momento de mi vida. Los espejos me devuelven palabras y gestos increíbles que me ayudan a situarme en la confianza en mí, en lugar de en la actitud defensiva con la que estaba antes. Experimento así la maravilla de sentirme vista, comprendida y arropada por el grupo, algo que choca de lleno con mis patrones y sensaciones de abandono y exclusión, aumentado hasta lo insoportable mi nivel de perplejidad. Otras personas salen, y cada representación es única y valiosísima. Se representan traumas enquistados, temas personales entre parejas, personas que se sienten atraídas esta semana por otras diferentes a su pareja, confesiones sorprendentes… La atmósfera vibra y duele y la crudeza es sostenida entre todos como un bebé recién nacido al que le cuesta romper a llorar. Nos estamos atreviendo a hacer cosas nuevas y todo parece a punto de explotar en cualquier momento. Pero, sorprendentemente, no explota. Respiro profundamente este aire renovado que va limpiando poco a poco de veneno mi interior.

Antes de finalizar la jornada, el pescador de salmones de ojos color fiordo nos comunica muy serio que se marcha, que su cuerpo le ha dicho que necesita irse al océano. Como Jon. Cómo tira el océano. Siento que arrancaran a nuestro cuerpo grupal otro trozo de muslo o un brazo o el cuero cabelludo. Me acuerdo de la canción Fisherman’s blues, de los Waterboys, y me voy a la cama triste, tarareándola. Adiós, mi querido pescador.

Quisiera ser pescador,
abatiendo los mares,
lejos de tierra firme
y sus amargos recuerdos.
Echaría el sedal
con abandono y amor,
sin techo sobre mí,
salvo el cielo estrellado arriba,
con luz en mi cabeza
y tú en mis brazos.

Desearía ser el guardafrenos
de un tren que frena febril,
estrellándose precipitadamente
hacia el corazón de la tierra
como un cañón en la tormenta,
con el latido de los durmientes
y el ardor del carbón,
contando las ciudades que van pasando
en una noche llena de alma,
con luz en mi cabeza
y tú en mis brazos.

Sé que me desprenderé rápido
de los lazos que me atan,
las cadenas que cuelgan a mi alrededor
caerán finalmente,
y en ese hermoso y fatal día
me tomaré en mis manos,
viajaré en el tren,
seré el pescador
con luz en mi cabeza
y tú en mis brazos,
luz en mi cabeza
y tú en mis brazos,
luz en mi cabeza
y tú en mis brazos…

(Continuará)

9 comentarios en «Mi estancia en Tamera V»

  1. He llorado muchísimo, es tan precioso lo que cuentas… Gracias por dejarme ver que hay otra manera de vivir. Te quiero, Isa.

    Responder
    • Muchas gracias, Paloma… 🙂 A mí estar en Tamera me ha dado muchas esperanzas. Aunque no sea perfecta y haya muchas cosas difíciles de afrontar allí, pero saber que hay gente que lleva investigando 30 años en ese sentido y poniéndolo en práctica es… bueno, era inimaginable para mí. Así que todo lo que pueda hacer para expandir ese mensaje es poco ;-).

      Un fuerte abrazo,

      Isa

      Responder
  2. Me parece una experiencia muy interesante y sanadora, pero sobretodo, lo que más me ha gustado es como lo cuentas. Eres genial

    Responder
    • Muchas gracias, Teresa :-). Trato de reflejar la experiencia tal como la viví, y dejar espacio para que quienes me leen la «cocreen» conmigo. Gracias por formar parte de ese tejido.

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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  3. Hola Isabel; creo que nunca me he sentido a salvo o no sé qué tanto cuando fui bebé. Pero siento que esa «cobertura humanitaria» a la cual te refieres no ha existido ni a nivel local ni mucho menos en nuestras sociedades que luchan más por su enriquecimiento económico menos que por el amor y la compasión por las personas. Ideal vivir en espacios como Tamera donde sí se siente uno a salvo y continuar siendo uno mismo sin dar nada a cambio. Gracia Isabel por compartirnos.

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    • Muchas gracias por leerme y comprenderme tan bien, Flor :-). Con lectoras como tú da gusto.

      Un fuerte abrazo,

      Isa

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  4. Te doy de nuevo las gracias por compartir con nosotros una experiencia tan íntima y tan transformadora como la que has vivido en Tamera. Eres muy valiente, tanto por atreverte a vivir esta experiencia, a sabiendas de que te iba a tocar en varias heridas, como por abrirte a nosotras y compartirla. Me has generado muchísimas ganas de saber más de un lugar y una filosofía de vida tan especial y que tiene tanto que enseñarnos. Gracias, gracias, gracias 🙏

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  5. Gracias, gracias, gracias. Por mostrarme otros mundos posibles, por compartir con nosotros esta conexión tuya. Menudo viajazo, en todos los sentidos, estoy deseando saber más. Y espero que esa “seguridad social” te acompañe para siempre 🙏💙

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  6. Gracias, Elisa. Tú formas parte de esos «mundos posibles», parte de esas redes que conforman otro tipo de «seguridad social» más humana.

    Un abrazo fuerte,

    Isa

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